Mi pareja estaba cada vez más fatigada. La vencía el cansancio a cada rato. Al principio supusimos que era por exceso de trabajo. Pero una vez que llegó el período de vacaciones, se acrecentó este síntoma. Aparecieron otros, se le dificultaba el respirar y por momentos tenía dolores en el pecho que me llevaron a pensar que sufría más que algo relacionado con el trabajo.
Le pedí entonces que acudiera a un médico. Sin embargo, y fiel a su costumbre, no quería concurrir. Siempre fue así, y esta vez no iba a ser la excepción. Pero, como todo iba de mal en peor, no tuvo otro remedio que pedir una cita con su doctor, aquel que viera cuando hace ya muchos años, tuvo necesidad de curar una dolencia cardíaca que afortunadamente no volvió a molestarla. De hecho, cuando empezó con todo esto, pensé para mis adentros que había vuelto a sufrir lo mismo que antaño. Pero grande fue mi sorpresa cuando regresó de la consulta.
– ¿Qué te dijo el médico, querida? – le pregunté.
– Que tengo anemia – me contestó.
¿Anemia? – pero si tu alimentación es muy buena.
Si había algo que mi pareja consumía eran alimentos ricos en hierro. Siempre preparaba yo la comida, y me aseguraba que todo estuviera cubierto: calcio, vitaminas, proteínas, hierro, etc. Me llamaba la atención que estuviera anémica. Además, ya no tenía edad como para ir perdiendo hierro por ahí, mes a mes. Así que me sorprendió el diagnóstico.
-Aparentemente no tiene que ver sólo con la alimentación. Me ha pedido una serie de estudios para descartar otro tipo de cosas, pero por el momento me ha recomendado que en mi dieta incluya hígado – me dijo.
Al escuchar la última palabra que pronunció, me dio asco, repulsión. Odio el hígado, lo odio a más no poder. Es una carne repulsiva, olorosa, desagradable, que me trae espantosos recuerdos de mi niñez. Mi madre me obligaba a comer esa bazofia, casi a diario, y si no lo hacía, me la metía a la fuerza por el gaznate.
-Hígado, ¡qué asco! Imagino que te lo prepararás tú. Yo no voy a cocinar esa porquería – le dije.
-Sabes que yo no sé cocinar – me contestó – y, además, el cocinero eres tú. Aprende a lidiar con lo desagradable – me dijo de mala manera.
Así que a lidiar con lo desagradable. Lidiaba con ella desde hacía más de veinte años, así que era un experto en el tema. Pero si quería seguir respirando normalmente, más me valía no expresar mis pensamientos en ese momento. Así que, estoicamente, le dije:
-Sí querida, lo haré.
Pero ahora me encontraba con dos problemas. El primero, tener que cocinar hígado. Es repulsivo, al menos para mí. Pero lo superaría. El otro, ¿Dónde conseguirlo? Vivíamos en un momento y lugar en que ir a hacer las compras no era nada fácil. ¿El momento? Nuestras vacaciones. No tenía la más mínima gana de salir a hacer las compras. Hacía pocos días había realizado una compra grande, suficiente para que nos alcanzara el mes que pensábamos descansar, al menos yo. Y salir a comprar exclusivamente eso me irritaba. ¿El lugar? Vivíamos en una casa de mala muerte, en medio de la casi nada, herencia de su padre, que me daba la satisfacción de no tener que pagar alquiler, pero alejados de toda civilización. Salir a hacer las compras en ese contexto, me irritaba el doble.
Pero no tenía otra alternativa. ¿O sí? ¿Dónde conseguir hígado si no era comprándolo en una carnicería?
Justo en ese momento, el vecino tocó el timbre. Sabía que era el vecino, porque nadie en su sano juicio se acercaba a nuestra casa. Y este hombre solía visitar nuestro hogar, especialmente cuando yo no estaba. Complacía a mi pareja, me quitaba la responsabilidad de hacerlo yo mismo, y se iba. De vez en cuando, venía estando yo presente, a pedir alguna cosa, y a regodearse de su ilícito, enrostrándome el hecho de ser más hombre que yo. En forma muy sutil, claro.
Lo que este buen señor no sabía, es que yo ya lo sabía, pero tampoco sabía, que a mí no me importaba. Todo lo contrario. Con las satisfacciones amatorias que le brindaba a mi pareja, yo me libraba de buena parte del asco que significaba tocar a mi mujer. Así que, en ese aspecto, le estaba agradecido. Pero eso no significaba que lo dejaría pasar así como así.
En el momento que llegó, mi mujer estaba en la ducha y no escuchó el timbre. Le abrí la puerta, lo miré, caí en la cuenta y se me ocurrió una gran idea. Su atlético cuerpo, ese que tanto le gustaba a mi pareja, debía poseer un hermoso hígado, sin contaminación alguna, ya que mi buen amigo llevaba una vida muy saludable. Así que lo hice pasar, con una buena excusa lo llevé hasta el sótano, cogí un martillo y lo asesiné de dos certeros golpes en el cráneo.
Volví arriba, para cerciorarme que mi mujer no hubiese escuchado nada. Y así era. Cantando bajo la ducha, no se había percatado lo más mínimo de lo sucedido. Le dije que saldría un momento a comprar el hígado, me despedí, fingí salir, y bajé nuevamente al sótano. Cerré todo de tal manera que nadie me pudiese interrumpir en mi labor.
Así que coloqué a mi vecino en una mesa de trabajo y comencé a cortar para extraer el hígado. Y fue cuando me di cuenta. ¿Qué hago con el resto del cuerpo? ¿Dónde coloco ochenta kilogramos de masa traicionera e infiel, aunque atlética? Esa incertidumbre me empezó a fastidiar el plan. Pero, mirando alrededor como buscando una salida, me percaté del congelador que hacía años que tenía, y que nunca le había sacado gran provecho. Allí lo colocaría hasta encontrar una solución definitiva.
Extraje el hígado y coloqué el cuerpo en el congelador. Ya tendría tiempo de encargarme luego. Estaba de vacaciones y mi pareja solía salir sola a caminar o a correr. En esos momentos llevaría a cabo la tarea.
Esa noche, luego de buscar en un libro de cocina cómo demonios se prepara el hígado, lo cociné para mi infiel mujer. Su amante nunca había estado tan dentro de ella como lo estaba ahora. Le encantó mi receta, con ajo y cebolla, complementado con huevos a la pimienta. Yo por mi parte, me preparé mis modestas salchichas con puré, y un par de tomates.
Hace ya varios días que mi mujer no sale a correr o a caminar. Supongo que la ausencia de vecino tiene algo que ver con ello. Se queda en casa, charlando conmigo como nunca antes lo había hecho. Está casi repuesta de su fatiga, ya que lleva comiendo hígado desde hace días.
Con el resto del cuerpo le preparé todo tipo de comidas, que la deleitan y extasían como nunca antes. Y a mí, que siempre me gustó cocinar, me provoca un placer aún mayor este tipo de recetas, ya que el ingrediente nunca fue tan bueno.
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