Desde hace un tiempo me he vuelto una persona más humilde, más comprensiva. Reconozco que antes no lo era, pero los acontecimientos que voy a relatarles me hicieron cambiar. ¡Y cómo! Casi no recuerdo cuál era mi vida antes de esto. Lo que sucedió se enquistó en mi mente y en mi corazón, de tal manera que creo haber nacido nuevamente.

Por supuesto que el acontecimiento es por todos conocido. Salió en la prensa y se mantuvo durante muchas semanas. Pero no les voy contar eso. Quiero compartir con ustedes algunos de los momentos vividos, mientras sucedía esto. Algo en mí me dice que debo hacerlo, porque de otro modo el cambio no será posible. O casi.

Hace ya cosa de un par de años, no podría precisar exactamente cuándo, iba caminando por la calle, rumbo a mi trabajo. Yo comenzaba mi jornada laboral muy temprano, no había casi nadie en los alrededores, y era aún de noche. Y es lo último que recuerdo.

Me desperté con un gran dolor de cabeza, muy atontado y casi sin poder moverme, además que estaba completamente desnudo. Cuando abrí los ojos pude ver a mi alrededor a otros hombres, en mi misma situación. Conmigo éramos diez. Todos tirados en colchones raídos y mugrientos, en una habitación extremadamente iluminada y de dimensiones no acordes a la cantidad que la ocupábamos.

Algunos ya estaban empezando a moverse, otros aún dormidos o desmayados, no lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es que ninguno de nosotros estaba ahí por propia voluntad. El miedo se empezó a apoderar de mi alma, que comenzaba a atormentarse. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿Dónde estaba? ¿Qué pasaría después? Supongo que los demás se hacían las mismas preguntas.

Al cabo de un rato, no sé cuánto, pude comenzar a moverme. Reuní las fuerzas suficientes para poder sentarme. Ahora, con la visión más despejada, pude apreciar un panorama aún más siniestro. La habitación, además de ser muy pequeña y obligarnos a estar apretujados, no disponía de ningún tipo de ventana o abertura alguna, tenía sus paredes forradas con un material esponjoso, como el que se usa en los manicomios, y había manchas por doquier. Luego supe qué tipo de material componía esas manchas.

Estremecido y aterrado, alcancé a articular algunas palabras dirigiéndome a los otros hombres que me acompañaban. Todos estaban en la misma. Apenas podíamos hablar o movernos. Pero todos con los que pude cambiar alguna impresión coincidían conmigo en su estado. Todos éramos completamente ignorantes de lo que sucedía.

Me percaté de que, además de los dolores e incomodidades que tenía, en la parte derecha de mi nuca sentía una molestia distinta. Los demás también. Nos comenzamos a inspeccionar unos a otros y llegamos a la conclusión de que alguna especie de inyección o dardo se nos había suministrado, quizá con algún tipo de droga, para inmovilizarnos y facilitar nuestro secuestro, porque ya no cabía duda de lo que era.

Pero, ¿tantos secuestrados? ¿Qué motivo podría tener el o los secuestradores? Yo no tenía dinero suficiente como para que privarme de la libertad tuviera algún sentido, y por lo que pude averiguar, la mayoría de mis obligados compañeros tampoco.

Hablando entre nosotros descubrimos que no teníamos casi nada en común, salvo nuestro género y nuestra humillación. Viejos, jóvenes, ricos, pobres, blancos y negros, todos mezclados, en una habitación miserable y sobre colchones mugrientos y malolientes.

Comenzaron a pasar las horas y habiendo recuperado las fuerzas, comenzamos a gritar y patalear, exigiendo algún tipo de explicación. El barullo iba en aumento. Inmediatamente comenzamos a sentir una corriente de aire frío que nos helaba nuestro desnudo cuerpo, y el alma. La temperatura siguió bajando. En el estupor, comenzamos a calmarnos y dejamos de hacer tanto escándalo. La temperatura dejó de bajar inmediatamente y comenzó a subir.

Volvimos a repetir la acción. La reacción no se hizo esperar. Frío intenso. Empezamos a comprender que alguien o algo estaba controlando. No percibimos ninguna cámara que nos filmara. Pero cierto es que podría existir, sin nosotros darnos cuenta.

Comenzamos a inspeccionar las paredes de la habitación con la esperanza de encontrar algo, no sé qué, pero algo. En una situación así uno no sabe qué hacer realmente. Descubrimos que existía una puerta. No la habíamos visto antes ya que la iluminación era tan intensa que nos cegaba parcialmente. Y también vimos otra cosa: pequeños orificios que podrían ser los lugares donde estaban las cámaras. Eran muchos. Intentamos taparlos, usando saliva o rompiendo los colchones y colocando los restos. La temperatura comenzó a bajar de inmediato.

No cabía duda. Cada cosa que hiciéramos, si no era del agrado de vaya a saber quién, conllevaba el castigo de bajar la temperatura. Destapamos las aberturas y la temperatura subió nuevamente.

Así que decidimos sentarnos a esperar. En algún momento, creíamos, alguien se dignaría a explicarnos qué es lo que sucedía. Estuvimos quietos y tranquilos, charlando entre nosotros, tratando de pasar el tiempo. Estábamos bastante incómodos, por la calidad de los colchones y porque estábamos desnudos. Yo particularmente, nunca había compartido nada con otro hombre en esas condiciones, y me avergonzaba un poco. Soy, o mejor dicho era, bastante pudoroso.

Las horas comenzaron a pasar lentamente. Teníamos hambre y ganas de ir al baño. Y ningún signo de que alguien nos explicara algo. No sabíamos qué hacer ni cómo actuar. El miedo de realizar alguna acción indebida que acarreara el frío helado del castigo nos tenía bastante paralizados. Es que no era algo para tomar a la ligera. Cuando bajaba la temperatura era como estar en un congelador. O peor.

Se me ocurrió pararme frente a lo que suponíamos era una puerta. Quietito y sin hacer ningún espectáculo. Al rato, mis compañeros hicieron lo mismo, en una fila tras de mí. Pasaron unos minutos y la puerta se abrió. Del otro lado, los baños. Nos sentimos aliviados ya que podríamos satisfacer algunas necesidades. Lo que nos llamó la atención era que en una de las paredes del baño había como un cronómetro, que comenzó una cuenta regresiva de diez minutos. Comprendimos inmediatamente que ese era el tiempo que teníamos. Así que nos dimos prisa.

Salimos del baño antes de los diez minutos. Cuando el contador llegó a cero la puerta se cerró. Comprendimos exactamente lo que tendríamos que hacer la siguiente vez: formarnos prolijamente y en silencio. Empezábamos a tener una idea de cómo actuar.

Así que nos sentamos todos como en una especie de ronda, haciendo un círculo. Y comenzamos a realizar gestos como si tuviéramos hambre (que, de hecho, lo teníamos, y mucho), como por ejemplo frotarnos la barriga o hacer pantomima de tener el plato en la mano y una cuchara imaginaria. Comenzó a sonar una especie de alarma. Dos pitidos largos, pausa, uno corto. Dos pitidos largos, pausa, uno corto.

A los pocos minutos se abrió otra puerta, una que no nos habíamos dado cuenta que existía. Tras ella, diez bandejas plásticas con alimentos. Y otro cronómetro. Esta vez de un minuto. Salimos corriendo para sacar la comida antes de que se cerrara la puerta. Por poco no lo logramos. Pero todos tuvimos nuestra vianda y, aunque escasa y repugnante, nos permitió saciar algo nuestro apetito.

Como no teníamos relojes, ni nada ya que estábamos completamente desnudos en todo sentido, no podíamos determinar cuánto tiempo había pasado desde que todo empezara. Pero calculábamos muchas horas, por las ganas de ir al baño y el hambre que acumulamos. Así que estimamos que pronto nos apagarían las luces para dormir, o algo más. No estábamos seguros. La situación empezó a ser algo aburrida: salvo hablar entre nosotros, no podíamos hacer nada más.

Decidimos pasarla lo mejor posible, así que nos empezamos a contar nuestra vida. Por turnos, como si fuéramos un grupo de autoayuda, nos comenzamos a presentar, qué hacíamos, cómo era nuestra familia, y todo lo que se nos ocurriera. El objetivo era pasar el tiempo.

Al rato comenzó a sonar otra alarma, pero con una secuencia distinta. Sonó unas pocas veces y las luces se apagaron. Comprendimos que había llegado la hora de dormir. Nos acostamos en silencio, por miedo a nuevos castigos, y tratamos de conciliar el sueño. Algo difícil, al menos en mi caso, porque comencé a caer en la cuenta de que mi familia no había tenido noticias mías en todo el día. ¿Me estarían buscando? ¿Tendrían que esperar veinticuatro horas para declararme desaparecido? Empecé a angustiarme.

Finalmente, el sueño me venció. Y pude dormir, aunque de mala manera. Me despertaba a cada rato sobresaltado, y mis compañeros también. La situación nos ponía los nervios de punta y las reacciones no eran tan diferentes. Escuché alguno que lloraba, otro rezaba, otro se quejaba. Y la temperatura nuevamente comenzó a bajar. Así que tuvimos que reprimir cualquier reacción que se nos viniera al cuerpo, para no morir congelados.

Al otro día, o, mejor dicho, cuando se encendieron las luces, comenzó a sonar una alarma conocida. La de ir al baño. La puerta no se abría. Así que nos levantamos, hicimos la fila, y cuando todos estábamos bien formados, pudimos entrar. Diez minutos, como el día anterior, así que no había tiempo para ducharse. De todos modos, tampoco había duchas. Así que nos lavamos como pudimos con el escaso tiempo del que disponíamos.

Luego otra alarma, la de comer, con idénticas características que el día anterior. Y esta situación comenzó a repetirse. Al principio no sé cuántas veces. Intenté seguir la cuenta, pero la perdí. Así que rompí parte del relleno del colchón en muchos pedacitos e iba colocando en una hendidura un trocito por cada día, para poder contabilizar el tiempo. No sabía bien para qué, pero tuve necesidad de hacerlo.

Los castigos comenzaron a ser cada vez más esporádicos. Empezamos a aprender qué se suponía que teníamos que hacer. De hecho, pasadas varias semanas de rutina continua, comenzaron a haber cambios en las cosas que teníamos que realizar durante el día. Y en todos esos aprendimos de la misma manera. Error, frío. Acierto, temperatura correcta. Nos tenían muy bien entrenados.

Con el correr del tiempo, nuestra salud mental y física comenzó a deteriorarse. Mal alimentados, sin poder casi movernos, sin tener nada que hacer que fuese de nuestro agrado, y con tantos días viendo las mismas caras, estábamos por un lado desnutridos, y por otro, agotados y agobiados. Y no podíamos hacer nada fuera de la rutina porque se nos aplicaba el castigo. Así que lo único que podíamos hacer era tratar de concentrarnos en las tareas que nos encomendaban, y en no volvernos locos.

Muchas de las tareas que aprendimos a realizar son muy aburridas y ya no recuerdo bien cuáles fueron, o en qué orden. Mi mente comenzaba a flaquear. Así que no voy a torturarlos a ustedes tratando de contarlas, ni a mí, tratando de recordarlas. Pero sí quiero relatar la que casi nos condujo a la locura, y al infierno.

Cierto día, luego de cenar la porquería que nos daban para comer, comenzamos a sentirnos muy débiles, más que de costumbre. Nos dimos cuenta en el acto que nos habían drogado. Caímos como moscas. Al despertar me percaté que, si bien estaba en la misma habitación, no me encontraba exactamente con las mismas personas. Ahora éramos cinco hombres y cinco mujeres, tan maltrechas como nosotros. No lo podía creer. El o los monstruos que nos secuestraron, también lo habían hecho con mujeres. Y como los hombres no eran mis antiguos compañeros, eso quería decir que nosotros diez no fuimos los únicos.

El proceso de despertar fue muy similar al del comienzo. Así que debe haber sido la misma droga. Cuando recuperamos un poco la compostura, y luego de avergonzarnos un poco más, intercambiamos impresiones con mis nuevos compañeros. Todos habíamos pasado por lo mismo. Y la pregunta era, ¿Qué seguía? ¿Por qué ahora el grupo era mixto? Comencé a tener una somera idea, y no me gustaba en lo más mínimo.

La rutina se prolongó unos días más, exactamente igual que la anterior. Pero yo tenía mis dudas de que fuera así por mucho tiempo. Por alguna razón nos habían puesto a cinco hombres y cinco mujeres totalmente desnudos, juntos. La idea que me rondaba en la cabeza me pareció perversa. En algún momento tendríamos que hacer algo que yo, al menos, no estaba dispuesto a realizar. Prefería morir.

Luego de una de las comidas comenzamos a sentirnos distintos. No era la misma sensación de antes, así que supimos que no nos dormirían, pero lo que sí empezó a aflorar fue un calor interno descontrolado, que provocaba algo que yo ya temía: comencé a tener una erección. Y mis compañeros también. Las mujeres otro tanto. Pero como no soy mujer, ni ellas quisieron compartir con nosotros la experiencia, desconozco las reacciones internas que tuvieron que soportar.

Por pudor, decidimos ponernos todos con la cara contra la pared, dándonos las espaldas unos a otros. La temperatura comenzó a bajar. Nos sentamos en ronda. La temperatura seguía bajando. Empezaba a ser insoportable. Mientras tanto, nuestro cuerpo se seguía calentando más y más, pero desde adentro. El contraste era insoportable. Aunque nadie lo dijo, era evidente lo que se esperaba de nosotros. Pero convinimos en no hacerlo. Tal vez se apiadarían.

Pero no fue así. Aunque era difícil de discernir, dado el frío que estábamos pasando, la temperatura parecía no ceder en su carrera hacia la baja. Casi no podíamos ni movernos. Así que uno de mis compañeros se acercó a una de las damas y le dijo algo al oído. La mujer se ruborizó, hizo un gesto de desagrado y se alejó del caballero. Pero dado que nos estábamos congelando, otro de los hombres hizo lo propio con otra dama. Aunque esta vez la dama accedió. No sé si estaba pensando correctamente o su mente ya estaba obnubilada por el terror de morir, pero lo cierto es que accedió.

El hombre se tendió en uno de los colchones, boca arriba y su miembro a punto de estallar. La mujer lo montó, mirando para otro lado y con el desagrado y la repugnancia que se transparentaban en su rostro. Comenzaron a copular, como lo harían dos animales, hasta que el caballero se corrió, sin darse cuenta ninguno de los dos, que lo hizo dentro de la mujer. El frío no paraba, aunque ellos estuvieran haciendo lo que se suponía que debían. Tal vez eso les impidió darse cuenta de que la eyaculación ocurrió. De hecho, cuando todo debería haber acabado, ambos se desmayaron. Tal vez de frío, tal vez por el esfuerzo, ya que estábamos extremadamente débiles. La mujer cayó pesadamente sobre el cuerpo de su violador involuntario, y ahí se quedó.

El resto de nosotros, y casi sin poder pensar más, no tuvimos otra alternativa que imitarlos, con la esperanza de que, si todos lo hacíamos, no moriríamos. Y así fue que me coloqué arriba de una de las mujeres, ya que ella casi no se podía mover, y comencé a penetrarla. Me sentía asqueroso, indigno, un monstruo. No estoy seguro si la mujer se dio cuenta de que estaba sobre ella. Y eso me provocaba una repulsión hacia mi ser que no podía controlar. Lo único que sé es que me pasó lo mismo que al anterior, y eyaculé dentro de ella. Ni fuerzas tenía para pensar. Mi cuerpo solo se movía en respuesta a una necesidad forzada, impuesta por un maquiavélico poder que nos controlaba en lo más íntimo. Me odié, y aún me odio, por eso.

Casi desmayado y sin fuerzas, noté que la temperatura empezó a subir. Y a medida que se restablecía a valores dignos, nuestros cuerpos y nuestras mentes comenzaron a recuperar algo de compostura. E inmediatamente la vergüenza. Nos vimos cara a cara con las damas, todavía con nuestros miembros dentro de ellas, y la repulsión que sentimos fue indescriptible. Nos alejamos raudamente hacia las paredes de la habitación y ahí nos quedamos, mirando hacia la nada y sin poder voltear el rostro. Las mujeres sintieron algo similar. Y nos lo hicieron saber. El asco de diez personas torturadas y humilladas no desapareció rápidamente.

La rutina siguió su curso. Baño, comidas, dormir. Y sexo. Nuevamente el sexo. Después de comer o beber algo, la misma sensación, la misma urgencia, la misma humillación, el mismo infierno. No podíamos soportarlo más. Pero el miedo que nos habían infundido era tan extremo que tampoco podíamos evitar hacer lo que nos mandaban. Reconozco que, si me lo hubieran contado, mi opinión hubiese sido que preferiría morir antes de semejante vejación. Pero como sí lo viví, me doy cuenta que cuando la muerte amenaza, el instinto de supervivencia prevalece. Y la racionalidad se va al carajo.

Pasaban los días y estábamos cada vez más débiles. Nos hacían copular más de una vez al día y nuestros cuerpos no soportaban más. Algunas de las chicas comenzaron a notar que su período no llegaba. No sabíamos si las habíamos embarazado, o era producto de las pésimas condiciones en las que estábamos. Lo cierto es que el terror se apoderó de una manera distinta. ¿Cómo íbamos a hacer si alguna estaba realmente embarazada? ¿Qué harían con nosotros? ¿Y con los niños? ¿Podrían sobrevivir en semejantes condiciones? ¿Y cuándo terminaría todo? Aún con semejante situación, nos quedaba algo de mentalidad como para pensar en tales cosas.

Mi cuerpo no daba para más. No sabía a ciencia cierta cuántos kilogramos había bajado. Antes de este calvario pesaba unos 85 kilos. Pero ahora ya no lo sabía. Lo que sí sabía es que estaba casi en piel y huesos. Y el esfuerzo ya casi no se soportaba. La alimentación iba de mal en peor. No recuerdo muy bien, pero estoy seguro que nos comenzaron a dar sobras, y hasta alimento para animales. Pero como digo, mi mente obnubilada y deficitaria, no podía pensar claramente y no puedo asegurarlo.

Lo último que recuerdo de ese infierno es que estaba copulando. Pero antes recuerdo también que mi compañera estaba sobre mí, con los ojos desorbitados y delirantes. Vi un rictus anómalo en su rostro y cayó pesadamente sobre mi pecho. No se movió más. A los pocos segundos, mi último recuerdo antes de desmayarme, un grito ahogado de uno de mis compañeros. Luego, la nada.

Desperté con dolor. Y no me refiero a un simple dolor físico. No. Dolor mucho más intenso y profundo que llegaba hasta lo más hondo de mi alma. Vi a mi alrededor y noté que ya no estaba en esa celda infernal, que había sido “mi hogar” quién sabe por cuanto tiempo. Por lo que pude apreciar estaba en un hospital, o algo parecido. Noté que no me podía mover, ya que estaba atado a la cama. Temí lo peor. Una nueva forma de tortura diseñada por la mente más perversa que el mundo haya visto.

Para mi sorpresa, una enfermera notó mi despertar e inmediatamente llamó a una médica, que se apresuró a revisarme. Me hablaba, pero no entendía muy bien qué es lo que me estaba diciendo. Me volví a dormir.

Al poco tiempo (o mucho, ya no lo sé con seguridad) recobré nuevamente la conciencia. La misma enfermera de la primera vez repitió el ritual. Y esta vez otro doctor fue el que me revisó. Ahora sí entendí lo que me dijo. Me aseguró que estaba a salvo, que había sido rescatado. Y ante mi estupor por estar amarrado, me manifestó que cuando fui ingresado, mi cuerpo se movía con estertores violentos, que amenazaban con tirarme de la cama en cualquier instante.

Había perdido casi cuarenta kilos. Era, literalmente, piel y huesos. Dijeron que fue un milagro que sobreviviera. Otros no lo lograron. Algunos, un poco excedidos de peso, corrieron mejor suerte. Pregunté por la mujer, aquella a la que vejé tantas veces. Había muerto. La encontraron sin vida sobre mi pecho. Murió mientras yo la conducía al infierno. Me puse a llorar, pero no sé cuál era mi sentimiento en ese momento. ¿Lloraba por la muerte de aquella desdichada? ¿Por mi vergüenza? ¿Por todo eso y mucho más?

Estuve varios meses antes de poder abandonar el hospital. Me atendieron estupendamente y me recuperé físicamente con lentitud, aunque mentalmente era otra cosa. En los primeros momentos del proceso no me dejaron ver ni escuchar nada que pudiera darme algún indicio de lo que había sucedido. De hecho, se negaron a responder mis preguntas, salvo las que me informaron de las muertes o sobrevivencias de mis compañeros y compañeras.

Cuando ya me encontraba bastante mejor recibí la visita de investigadores, policías, abogados y jueces. Todos me interrogaban sin darme mucha información. Cuando por fin logré que me respondieran, lo que me dijeron tenía muy poco sentido. Sabía que me mentían. Algo de lo que sucedió tras esas paredes que me atormentaron por meses no tenían que saberlo ni siquiera sus víctimas. Me sentí decepcionado. Quería saber, y no hacerlo me colocaba nuevamente en la posición de vejación que había sufrido por tanto tiempo. Traté de convencerme de que era por mi bien, o por un bien mayor, pero no tuve mucho éxito.

Casi no reconocí a mi esposa ni a mis hijos cuando los vi por primera vez. Además, mi vergüenza me impedía verlos a los ojos, especialmente a mi mujer. ¿Cómo contarle lo sucedido? ¿Ella lo sabía? ¿O también habían aplicado la política del silencio con ellos, como conmigo? La incertidumbre se apoderó de mí, cual prolongación del suplicio que había pasado.

Finalmente salí del hospital y me fui a mi casa. Aún no sabía qué hacer, ni si mi mujer y mis hijos estaban enterados de lo que realmente sucedió. En la prensa se hablaba mucho, eso sí. Pero muy poco de lo que al menos yo recordaba. No estaba seguro de recordar bien. Ni siquiera pude comunicarme con los otros sobrevivientes. Y mucho menos con las familias de las víctimas mortales. A pesar de saber mucho sobre ellos, dado la cantidad de tiempo que pasamos juntos, no me pude comunicar en ningún momento. Me tenían vigilado a todas horas. Y me dijeron, muy amablemente, que no lo intentara.

Intenté olvidar todo, aunque sin mucho éxito. Los recuerdos me volvían una y otra vez, despierto y dormido. Pesadillas espantosas atenazaban mi mente a cada momento, al punto tal de no poder distinguir si estaba a salvo, o todavía me encontraba en ese infierno maldito. Creí volverme loco. El terapeuta ayudó bastante. Pero gran parte del trabajo lo haría el tiempo. Había perdido, y seguramente seguiría perdiendo, años de mi vida. Pero me propuse superarlo. Sobreviví, lo que no es poco, y pude estar de nuevo con los que, sabía, me querían bien.

¿Y cómo nos pudieron rescatar? Nunca lo supe del todo. Imagino que semejante “empresa” era llevada a cabo por varias personas. Tal vez alguna sintió, en algún momento, reparos o asco de lo que se nos estaba haciendo, y decidió dar marcha atrás. Tal vez fue por la cantidad de desaparecidos, cien en total, que activaron un más que voluminoso operativo de investigación. Como antes, la información que se me suministró era escasa, fragmentaria y a mi parecer, poco fiable.

No quiero aburrirlos con los detalles de nuestra liberación. Son más que harto conocidos. Salió en toda la prensa. El rescate, el operativo, la investigación, el juicio, la muerte del cerebro de la organización, a manos de la policía que al intentar capturarlo se defendió a los tiros. No vale la pena. Vean un diario o un informativo si tienen dudas o curiosidad.

Dije al principio que esta experiencia, si así puede llamarse, me volvió más humilde, más comprensivo. Porque finalmente pude entender qué es lo que todos teníamos en común, que no fue únicamente el género, como habrán podido notar. Todos, además de seres humanos, en algún momento de nuestras vidas habíamos producido algún tipo de vejación a otro ser, similar a las que sufrimos. Uno de los caballeros, recordé, era un productor ganadero. Otro tenía un aras. Yo criaba perros de pura raza para venderlos, generando un ingreso extra que complementaba el que tenía por mi trabajo. Y los demás, simplemente por el hecho de existir, explotaban a los animales. Todos los habíamos sometido a las mismas condiciones que después sufrimos: los condicionamos para realizar cosas que nos beneficiaban a nosotros, sometiéndolos a un infierno en la tierra.

¿Y qué derecho tuvieron nuestros secuestradores de obligarnos a hacer semejantes cosas? Pues aparentemente el mismo derecho que creímos tener al someter a los animales a satisfacer nuestros perversos y egoístas objetivos. Creo que lo merecíamos. Lo único que a veces lamento es no haber muerto. Así hubiera aprendido del todo la lección.

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