Es una mañana otoñal de domingo. Estoy en mi casa, apoyada contra el marco blanco de la puerta. La temperatura es ideal. El sol juega con las hojas de los árboles y dibujan arabescos en el patio de cemento. Siento un vientito suave que apenas me desacomoda unos mechones. No sé hace cuánto que estoy parada acá. No me importa. Voy perdiendo la noción del tiempo, sumergida en esta secuencia que parece única y que se torna atemporal. Sin salir de ese embrujo, me voy dando cuenta que realmente esta mañana es distinta. El sol, el patio, los árboles son los de siempre pero hay algo intangible que rodea y abraza todo lo que estoy sintiendo. Que suaviza aún más esta mañana cálida y que hace este momento inmejorable. Busco con paciencia hasta dar con eso que aporta el sello distintivo y me doy cuenta que hoy, me siento bien. Hoy, por fin, me siento bien. Centro la atención en mi: estoy en calma. Adentro mío no hay ruido. Mi cabeza está quieta, ya no piensa desordenadamente sin descanso. Me toco el pecho y ya no siento ese agujero oscuro que no paraba de crecer y tragar hasta el brote más incipiente de felicidad. Ahora siento las caricias de una calma profunda y arraigada, que creció en todos los recovecos de mi cuerpo. Porque hasta mis músculos están relajados. Respiro despacito, disfrutando el recorrido del aire. Mi corazón late tranquilo. Hoy no tengo mochilas. Me siento en el escaloncito a disfrutar este bienestar que hacía meses me había abandonado. Por momentos tengo miedo que algo lo vuelva a espantar. O peor, que sea sólo un dejavu. 

Es una mañana otoñal de domingo. Me desperté temprano y sin alarma, pero dormí bien. Me levanto con ganas. Me limpio los restos pegajosos de sueño mientras pongo el agua para el mate y agarro el blister plateado del cajón. Está medio escondido, todavía me cuesta incorporarlo a mi rutina. Las cuento, ya tomé más de 10 cápsulas blandas de venlafaxina 37.5mg. Saco la de hoy, la trago con bastante agua porque la tomo acompañada de varios prejuicios. No puedo creer haber llegado tan lejos. Me da vergüenza estar tomando un antidepresivo. Le conté a muy poca gente. Me cuesta decir que estoy viendo a una psiquiatra y que, además, tomo pastillas para dormir. Siento que es una exageración, que soy una flojita que no se aguanta nada. Mientras pienso en todo eso preparo el mate y me siento a escribir en mi cuaderno. Vomito lo que siento hoy mientras suspiro para acomodar todo eso que busca salir. De a poco me voy sintiendo mejor. La mañana se pone cada vez más linda. El sol pega de frente, así que me paro para abrirle la puerta y que me regale un poco de calor. Me quedo un rato apoyada contra el marco blanco de la puerta, mientras lo miro jugar con las hojas de los árboles. Me siento a disfrutar de mi bienestar.

Es una mañana otoñal de domingo. No sé en qué momento pasó el tiempo. Hace meses empecé un descenso sostenido y acelerado hasta aterrizar en un hueco oscuro y de paredes lisas que parecía no tener fin. Pensé que sería pasajero o un mal sueño. Cada vez que intentaba pararme, me hundía más en la angustia. Intenté salir sola, pero terminé agotada y creo que más lejos de la salida, si es que existe. Me desorienté por completo. Con tanta oscuridad, fue imposible reconocer un norte. Ese hueco asfixiante chupó todo mi mundo conocido y lo trastocó hasta hacerlo desagradable e incómodo. Hasta mi cuerpo dejó de ser el que era. De a poco se convirtió en un cuerpo que no dormía ni descansaba. Vivía en estado de alerta, esperando que todo estallara. La cabeza no paraba de pensar, no importaba la hora, el día ni la temática. Trabaja 24/7 escupiendo pensamientos catastróficos que ponían a todos los músculos en alerta. El corazón latía a un ritmo propio y en lugares insólitos. A veces en la cabeza, otras en la boca del estómago o en la garganta. Estaba atrapada en un cuerpo que no reconocía como propio, en el fondo de un hueco oscuro y ruidoso. En el pecho me creció un dolor que ardía y no dejaba de crecer. Era oscuridad por fuera y dolor por dentro. Tenía miedo. Me sentía sola. Estaba agotada. Por momentos el dolor era tan inmenso que hubiera hecho lo que sea por apagarlo. Lo que sea. Pensé opciones concretas, pero no me animé. Sabía que por más intenso que sea, el cólico emocional iba a pasar. Sólo tenía que aguantar un poco más. Sabía, también, que tenía que pedir ayuda. Decidí pedirle a mi psicóloga el contacto de la psiquiatra que tantas veces me sugirió. Acà estoy, unos meses después, disfrutando el sol en mi patio de cemento.

Es una mañana otoñal de domingo. Hace cuatro meses que estoy en tratamiento con una psiquiatra. Unos cuantos más con mi psicóloga. Todavía no sé que ya empecé el camino de salida, porque efectivamente hay salida de ese hueco oscuro. Va a llevar un poco más de dos años de ansiolíticos y antidepresivos. Las consultas semanales, actividad física, escritura, talleres varios se quedarán por tiempo aún indefinido. El recorrido no será lineal, mucho menos llano. No sé tampoco que en unos meses, cuando sea el primer aniversario de la muerte de mi viejo, las dosis se duplicarán porque la angustia intentará volver a instalarse. Diariamente voy a comprobar que los psicofármacos no dopan ni hacen babear. Que los necesito y me ayudaràn más de lo que creo. Y que, a veces, sólo son tratamientos temporales. Incluso, llegarè a extrañarlos. Esta mañana de domingo, desconozco todo el esfuerzo y el trabajo que implicará llegar a un bienestar cotidiano. Lo que hoy es una grata excepción, en unos meses será rutinario. Voy a volver a tener energía todos los días, a disfrutar mi vida, mi casa, mi cuerpo. Voy a soñar y a pensar en futuro. Voy a volver a dormir y a vivir sin bastones químicos. Mientras miro cómo juega el sol en mi patio, ignoro que todo lo que pasó o está por pasar, solo es temporal y que voy a seguir de pié

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