Una muchedumbre considerable se congregó alrededor del cubículo de cristal. En su interior, la estructura albergaba a Pedro de Benjumea, un pintor cuyo talento eclipsaba a Da Vinci, Miguel Ángel y Picasso. Era una celebridad que trascendía fronteras, ya fueran lingüísticas, ideológicas o políticas, relegando a cualquier otro artista, o aspirante a serlo, a la más profunda insignificancia.
La excitación se percibía en el aire, como una devoción turbada y cálida. El anuncio de su opus magnum, que marcaría el fin de su corta pero sublime trayectoria, había generado un gran revuelo. El mundo lo lamentaba; aquellos que veían el arte como un mero canal publicitario rasgaron sus vestiduras, proclamando que aquello era un sacrilegio contra la magnificencia de su obra. Para el resto, era la oportunidad perfecta para captar un poco de la atención que él monopolizaba.
El morbo intensificaba la incertidumbre, miles de posibilidades se entrelazaban con la inseguridad, haciendo que la espera para contemplar la nueva maravilla que surgiría de las manos de Pedro se volviera insoportable.
Pedro hizo su aparición a la plenitud del sol de mediodía. Aplausos y muestras de fanatismo inundaron el entorno del cubo, convirtiendo la atmósfera en un manto vibrante de fervor casi religioso. Nada más importaba en el mundo; ni el hombre que desgarraba las conciencias de los desafortunados, ni las máquinas que arrasaban vidas con un simple gesto de una mano altiva. No, sólo importaba aquel que nos distraía de todo eso.
Pedro no emitía palabra alguna, sin embargo, en la reserva de sus palabras se fugaba la intensidad de su mirar. Tras un rato de vítores, el público extinguió la algarabía y creó una sólida cúpula de silencio, la cual delimitaba todo cuanto ocurría en el ansia de cada persona.
Desde una escotilla camuflada en el suelo del cubo, emergió una mujer de apariencia desaliñada. Su cabello, carente de vida, caía sobre sus hombros manchados de grasa. Su abdomen hinchado revelaba una vida que llevaba en su interior desde hace varios meses, lo que añadía un efecto adicional a su andar torpe y tosco. Se posicionó a unos metros de Pedro, con la mirada baja y lágrimas gruesas que caían en testimonio de su miseria. Antes de que los espectadores pudieran formular preguntas, Pedro sacó un revólver de sus pantalones de lino italiano y, sin vacilar, disparó.
Si no fuera por el imponente vidrio, la masa gelatinosa expulsada del cráneo destruido habría aterrizado en las bocas de algunos espectadores, añadiendo el sabor químico de los jugos cerebrales al catálogo de su paladar. Muchos se recuperaron de la sorpresa y prorrumpieron en gritos, especialmente las mujeres. A los hombres les costó más liberarse de su asombro, pero finalmente lanzaron insultos y reclamos. Una vez más, la atmósfera se volvió tangible, con un picor incómodo y un ardor que enrojecía los rostros.
Inmune a cualquier intento de ataque, Pedro, con la serenidad de Cartagena en tiempos de turismo menguante, se desplazó hasta posicionarse junto al cadáver. Del bolsillo opuesto de su pantalón, sacó una navaja extendida, adornada con grabados en un idioma olvidado. Con la misma determinación que mostró al disparar, hundió el puñal en el vientre de la mujer. Su rostro era un lienzo de concentración mientras luchaba contra la resistencia de la carne. Bajo la mirada aterrada de los presentes, después de unos minutos, metió sus manos en la abertura y arrancó al feto violáceo, aún envuelto en su placenta. Sonidos guturales se arrastraron por el cuello de aquellos cuyas miradas intermitentes se asemejaban a un estanque de orina revuelta con heces calientes.
La arrogante actitud de Pedro provocó que la multitud sucumbiera a sus instintos más primitivos, deseando acabar con la vida del bárbaro en el cubículo. Golpes cargados de ira se estrellaron contra el cristal, y en cada cara se desataron acciones impulsivas, comportamientos generalmente rechazados en la sociedad actual, pero que yacen latentes, esperando el momento adecuado para tomar el control y reducir a la humanidad a un mero monstruo antropomórfico.
Mientras la turba enfurecida intentaba alcanzar a Pedro, el artista tomó la cabeza del nonato y la separó del cuerpo con brutalidad despiadada. Con el cuello expuesto, desenrolló un lienzo que llevaba en su gabardina e inició un despliegue de talento. Su objetivo, la perfección, se veía facilitado por la pureza del arte y la belleza, llevando nuestros conceptos de expresión y mortalidad a niveles donde se reducían a meras sensaciones anticuadas. Cada “pincelada” se realizaba con la seguridad de un maestro, como una delicada representación de la fragilidad humana, la misma que nos lleva a un descenso irreversible hacia preocupaciones absurdas.
A medida que la obra se acercaba a su culminación, el estado de ánimo de los testigos se transformaba. La fascinación se convirtió en asombro, y en sus rostros el brillo del entendimiento eclipsó la vergüenza ignorante de su comportamiento previo. Percibieron el simbolismo detrás de la masacre, significados ocultos tras el velo de la representación de un mundo salvaje, brutal e implacable.
Una vez finalizada la pintura, el público detonó en aplausos.
OPINIONES Y COMENTARIOS