Podemos hablar de la muerte, creer que la conocemos, pensar que estamos preparados para afrontarla. Sin embargo, cuando irrumpe en nuestras vidas, arrebatándonos lo que más queremos, nos demuestra que no sabemos nada. A veces pienso que la vida en sí misma es una preparación constante para la muerte. ¿Qué sentido tendría la muerte de alguien si en vida no llegamos a compartir momentos con esa persona? Sería como si no tuviera peso, como si no fuera nada más que un susurro en el vasto ruido del mundo
Cada instante compartido, o no compartido, el cariño, el amor, las palabras no dichas, lo bueno y lo malo que hicimos por alguien, todo eso se convierte en la esencia de la muerte. Quien se va trasciende, no creo que sea necesariamente a un paraíso o su opuesto, sino que continúa su curso, volviendo a ser parte del todo en otro estado, moviéndose, incluso si físicamente ya no es igual.
Por el contrario, quien se queda guardará en su corazón todo el amor que no alcanzó a entregar, porque sí, cuando de amor se trata, nunca es suficiente. Ese amor, termina siendo el sentido de la muerte, se manifiesta frente a la ausencia primero con lágrimas y un dolor profundo, que quema y ahoga. Con el paso del tiempo, se manifestará con una sonrisa teñida de nostalgia. Así, quien se queda aunque con mucho esfuerzo, continuará su vida, llevando consigo el amor de quien no está a través de los recuerdos que de vez en cuando traerá para reconfortarse.
La muerte y lo efímero de la vida caminan de la mano, ambas con su crudeza, cada quien elegirá qué hacer con ellas.
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