El líquido carmesí se había derramado sobre el suelo, pero él no le prestó atención. Su mente estaba absorta en terminar aquel cuadro, una urgencia inexplicable lo consumía por descubrir la identidad de la joven que emergía de su lienzo. Lo que comenzó como trazos vagos y erráticos, con el paso de las horas, había tomado la forma de una enigmática mujer de unos 25 años, sentada en un banco de plaza, contemplando con una inquietante serenidad los reflejos del sol en un lago ondulante.

Edward solía comenzar a pintar sin una visión clara, confiando ciegamente en lo que el azar pudiera conjurar con su pincel. En el altillo, donde había instalado su atelier, se apilaban numerosos cuadros, pinceles y pinturas, como testigos mudos de su caótica inspiración. Nunca había sido una persona ordenada; de hecho, rara vez había sido persona.

A sus 38 años, Edward nunca había tenido un trabajo estable ni una relación duradera. Hijo de una pareja escocesa a la que apenas conocía, sus recuerdos más tempranos lo llevaban a una infancia sombría en una antigua casa, bajo el cuidado de una mujer mayor. Había pasado toda su vida en aquel lugar enigmático, una casa baja decrépita, a excepción del altillo, situada a mil metros sobre el nivel del mar en la cadena montañosa de Saint Growl. La mujer, Bernarda, lo había criado desde que sus padres, implicados en una gran estafa, huyeron a Recife, abandonándolo. Para Edward, Bernarda era su única madre. No conoció más educación que la que ella le proporcionó, apartándolo del mundo exterior. Sin embargo, Bernarda se había esmerado en hacer de él un hombre educado y culto, dentro de los confines de su oscura y solitaria existencia.

Aproximadamente a los 20 años, Edward presenció la muerte de su madre sustituta, Bernarda. Desde ese momento, su vida cambió, aunque no demasiado. Comenzó a descender al pueblo con más frecuencia, en busca de provisiones y, en raras ocasiones, para exponer sus cuadros. Aprendió a subsistir con escasos recursos, viviendo del dinero que sus padres le habían dejado y de las ventas esporádicas de sus pinturas. A pesar de estos cambios, Edward nunca dejó de ser un alma solitaria y reservada, algo inevitable dado el escaso contacto humano que había experimentado a lo largo de su vida.

En el último año, Edward había sufrido otra terrible pérdida: la de su perro, Trinity. Esta siberiana adulta lo había acompañado en los momentos más oscuros de su vida, ofreciéndole una sensación de seguridad y alivio frente a su vacío existencial. Ahora, Trinity había surgido al mundo de sombras eternas, dejando a Edward sumido en una soledad abrumadora. Eddy, como solía llamarlo su madre postiza, no tenía vecinos en aquel desolado barrio. Los personajes de sus pinturas, fantasmagóricos y mudos, se habían convertido en su única compañía tangible.

Hacía mucho tiempo que Edward no bajaba al pueblo, lo que hacía aún más sorprendente la aparición de aquella preciosa mujer en su lienzo. No recordaba haberla visto jamás, pero había algo innegable: en el pueblo había un lago semejante al que había plasmado con su pincel. Esto hacía a la mujer sumamente intrigante, pues en esa imagen surgida de su imaginación, ella no parecía estar tan lejos, sino al alcance de un misterio tangible y perturbador.

Eddy dejó la pintura apoyada contra la pared de su atelier y cada día la contemplaba, preguntándose cómo debía reaccionar. En el vasto océano de soledad en el que flotaba desde hacía años, no era común tomar decisiones significativas. Este hecho lo había marcado profundamente, ya que desde que pintó aquel cuadro no había podido crear nada más; su mente estaba bloqueada. Un sentimiento extraño lo invadía, no podía dejar de pensar en aquel delicado rostro. Si lo hubiera experimentado antes, habría creído estar enamorado, enamorado de una mujer que él mismo había creado. No lograba tranquilizarse; ese rostro se había convertido en la imagen recurrente de todos sus pensamientos. Temía enfrentar la realidad y, al mismo tiempo, temía no poder volver a pintar. Las voces de la soledad comenzaban a aturdirlo, y los ecos del tiempo contribuían a su coro infernal. Eddy era un hombre frágil, muy frágil, incapaz de resistir aquella presión creciente.

Dos meses pasaron desde que había terminado la pintura, Edward entendió que debía hacer algo, o al menos no podía continuar sin hacer nada. Necesitaba bajar al pueblo con la pintura, con la esperanza de desentrañar algún dato sobre esa misteriosa mujer que lo obsesionó antes y después.

Una mañana, al alba, Edward abandonó su morada para iniciar la búsqueda. Su primer impulso lo llevó al lago, en un intento de reconocer el lugar que había plasmado en su lienzo. Allí, esperaba que el ave de su imaginación encontrara reposo en la tierra, revelando los secretos que anidaban en su mente.

No le costó demasiado llegar al lago, ya que era el único que se encontraba en el centro del pueblo. El lago no era muy extenso, así que decidió recorrer su orilla, buscando el lugar preciso que aquella mujer imaginaria había elegido. A lo largo del margen del lago, una gran cantidad de árboles centenarios se erguían como guardianes silenciosos, y la espesa niebla que se cernía sobre el lugar formaba un cuadro inquietante. El chasquido de sus zapatos no lograba romper el frágil cristal que contiene la afonía profunda. Extrañamente, no se veían animales ni pájaros; era como si todos hubieran abandonado el lugar, dejando un escenario indiferente y vacío.

Un rato después, encontró un par de bancos cerca de la orilla y se sentó en uno, cansado de caminar con la pintura bajo el brazo. Desde su asiento, miró a su alrededor y advirtió que la cadena de árboles encerraba por completo el lago, dificultando la visión más allá de los mismos. En algún momento, Edward pensó que al llegar, tal vez encontraría a la mujer allí sentada, pero nunca tuvo muchas esperanzas en esa posibilidad. Observó la laguna durante unos minutos, mientras su mente se llenaba de dudas que flotaban suavemente en el agua, sin provocar ningún roce. Luego tomó la pintura y comparó los escenarios. No había dudas: era el mismo lugar, no podía negarlo.

Volvió a mirar el lago, pero sus pensamientos se centraron en la pintura; sentía que había algo a lo que no le había prestado suficiente atención. Los detalles siempre esconden secretos. De repente, tomó la pintura con determinación y descubrió, en el paisaje, una cabaña a la derecha de la mujer. Buscó con la mirada al otro lado del lago y, a través de la niebla, vislumbró que la cabaña aparentemente estaba allí, aunque la niebla dificultaba su visión. Todo era cada vez más asombroso y cada vez más atrapante.

Tenía que cruzar al otro lado y descubrir qué había dentro de esa cabaña. Caminó durante un largo rato, dándole la vuelta al lago, y en el camino se dio cuenta de que ya habían pasado varias horas. La niebla cubría el lago por completo, y los habitantes naturales del lugar parecían haberse retirado para siempre. Edward avanzaba entre los árboles y la orilla del lago, y conforme se acercaba a la casa, confirmaba su presencia. Finalmente, pudo asomarse a la única ventana de la cabaña, intentando ver si había movimiento dentro, pero no encontró señal alguna de vida. El miedo pellizcaba sus sentidos provocando un temblor imperceptible.

Se acercó a la puerta, que estaba cerrada, observando que la cabaña estaba en un estado de abandono evidente. No había rastro de que alguien hubiera estado allí recientemente. Eddy reflexionó sobre lo que había visto a través de la ventana: objetos sobre la mesa que no parecían estar ahí desde hacía mucho tiempo.

La oscuridad comenzaba a cerrarse sobre el lago y Eddy decidió que era hora de regresar a casa. Dio unos pasos y notó que unas líneas luchaban por definirse contra la niebla en el agua, como si algo se acercara a la orilla. Una punta abrió el telón de niebla, era la punta de una canoa. Emergió de la bruma, navegando con cautela hasta detenerse suavemente en la orilla. En ese momento, Eddy distinguió a un hombre en la embarcación, parecía ser un pescador. El hombre descendió del bote, y aunque Eddy sabía que no podía escapar, sorprendentemente no sintió un gran temor. El pescador llevaba un sombrero desgastado y un impermeable para la lluvia, evidenciando los años tallados en su piel curtida por el sol. Su espalda encorvada lo obligaba a mirar hacia abajo con cada paso que daba.

El viejo pescador preguntó a Eddy qué hacía por allí y le advirtió que la cabaña era su hogar, y no quería extraños husmeando por ahí. Edward le explicó su búsqueda y mostró la pintura, la cual mostraba signos evidentes de decoloración. El pescador no necesitó examinarla para responder que no conocía a la mujer retratada. «No es habitual ver mujeres por estos parajes», dijo el pescador, como si intentara convencer a Eddy. A pesar de su avanzada edad, el pescador se movía con agilidad; los años parecían haber alivianado su cuerpo.

La noche había caído completamente y el frío confirmaba su reinado. El pescador no tenía más información que ofrecer, o al menos no estaba dispuesto a dar más detalles. Su actitud hacia Edward no fue precisamente amistosa; claramente la presencia del joven no le agradaba. Tras un breve saludo, Eddy comenzó a alejarse del lugar. La oscuridad lo envolvía, haciéndolo sentir invisible mientras apresuraba el paso para salir de entre los árboles y regresar a casa.

La pintura permanecía en su atril, el rostro de la mujer parecía cada vez más melancólico. La casa se sentía más deshabitada que nunca, sumida en una soledad desoladora. Recostado en su cama, Eddy no podía apartar la mirada de la pintura, aunque las palabras del pescador seguían resonando. Sentía que aquel hombre le había ocultado algo, tal vez conocía a la mujer. ¿Podría haberle hecho daño y estar escondiendo la verdad? O tal vez no tenía nada que ver con ella. Pero era la única persona presente en ese lugar, y claramente no le agradaba hablar sobre la chica.

Edward no podía dejar de mirar los bellos ojos de la mujer que parecían reflejar la figura del pescador. El lago, pensó, debía tener respuestas. Si el pescador la había lastimado, ¿podría haberla arrojado al lago?

Eddy sintió que debía regresar al lago y descubrir el destino de la hermosa dama. La debilidad y el profundo silencio lo abrumaban cada vez más. Decidió que sería mejor descansar y partir hacia el lago temprano por la mañana. La luz seguía encendida pero Eddy no encontró dificultades para un descanso profundo.

En su sueño profundo, Edward vio cómo la pintura cobraba vida: la cabeza de la mujer se movió rápidamente y su larga cabellera comenzó a llenar de gotas de pintura el ambiente, lo miraba y se asustaba. Intentó hablarle, pero cada palabra que él pronunciaba la secaba, endurecía la pintura que la representaba. La figura de la chica comenzó a desdibujarse, los colores se mezclaron y se transformaron en una flor que se elevaba hacia el cielo, desatando un diluvio de pintura roja. En ese instante, Eddy despertó sobresaltado y se dio cuenta de que aún faltaban varias horas para el amanecer; decidió que debía seguir descansando.

Dejó la puerta abierta al salir, sus nervios dictaban sus pensamientos. Era aún muy temprano y el sol apenas comenzaba a aparecer; el suelo estaba cubierto de una humedad persistente que pronto daría paso a la densa niebla característica del lugar.

Edward llegó al lago sin darse cuenta. Lo primero que hizo fue asegurarse de que el pescador no lo viera. Mientras se dirigía hacia la cabaña, no pudo evitar mirar hacia los bancos, ilusionado con ver a la mujer nuevamente, pero ella no estaba allí. El deseo y la decepción ya no eran antagonistas, sólo contemplaban el panorama. El silencio del lugar ya no era una distracción para Edward; la niebla comenzaba a parecer el alma desprendida del lago.

No divisaba al extraño pescador en ninguna parte; había observado por la ventana de la cabaña y todo parecía estar inmóvil desde la última vez. La embarcación tampoco estaba en la orilla; podría haber zarpado al lago o haberse marchado. La creciente densidad de la niebla dificultaba la visibilidad. Eddy estaba decidido a descubrir qué había ocurrido con la chica y no temía las consecuencias. Se sentía compelido a adentrarse en el lago y buscar algo, o más precisamente, el cuerpo de la chica. Con el tiempo, Eddy se había convencido de la existencia de la chica y ahora temía que ella estuviera muerta.

El agua era increíblemente transparente, permitiendo ver varios metros de distancia. En la pintura viva del fondo, las manchas de colores se desplazaban de un lado a otro. Las plantas acuáticas parecían rendirse ante la seducción del agua, que dejaba pasar los valientes rayos de sol que superaban la niebla. Edward se movía con facilidad en el agua, dejándose llevar por el encanto del entorno subacuático. A unos metros de distancia, divisó una prenda de vestir sostenida por una piedra; sin duda, pertenecía a la chica, pensó Eddy. Encontrar a la mujer imaginada se había convertido en una obsesión para Edward; no podía pensar en otra cosa. Al acercarse más, vio una mano abierta, como si estuviera esperando algo, muy hinchada por el agua. Lo que más llamó la atención de Edward fue no ver el hermoso cabello rubio de la chica.

Los ojos, abiertos y fijos, parecían intentar vislumbrar un cielo que se ocultaba tras la transparencia del agua. Pero no eran los ojos que Eddy esperaba ver; eran los del pescador. Reconoció de inmediato el rostro del anciano, aunque ahora mostraba una calma en su expresión que no tenía el día anterior. El cuerpo estaba parcialmente desnudo y presentaba una contusión en el estómago, como si hubiera sido herido con un cuchillo.

Con una extraña sensación, Eddy salió del agua; la sorpresa de encontrarse con el pescador y no la chica lo había desconcertado. El deseo y la decepción distraídos en una partida de póquer, no advirtieron lo sorprendente del hecho. En la orilla, quedó observando el lago, dejando su mirada reposar sobre el agua como si intentara secarla. La única persona que podría haber visto a la chica ya no estaba. Toda una historia, sombreada por el pincel especulativo, se había disipado dejando solo manchas de pintura revoloteando en su mente. Algo parecía fuera de lugar; al pescador debían haberlo matado entre el día anterior y hoy, pero… ¿quién? ¿por qué? Preguntas que naufragaban en el lago sin hallar respuesta.

Eddy comenzó a caminar hacia su casa por la orilla del lago. Era temprano y no sentía prisa; aún estaba afectado por la desilusión. Una vez más, no pudo evitar mirar hacia los bancos en busca de la mujer, que parecía cada vez más distante. La niebla pareció agrietarse un poco, revelando a alguien sentado en uno de los bancos. Edward sintió que la bruma perturbaba su mente; quedó atónito al pensar que esa persona podría ser la chica que tanto había buscado. Decidió acercarse con calma, sin querer asustarla. Mientras se aproximaba, observó cómo sobre el lago un gran pincel dibujaba posibles escenas del encuentro: reacciones, gestos, miradas. La joven no parecía haber notado la presencia de Eddy; seguía contemplando el lago. La semejanza con la imagen del cuadro era impresionante: su postura, su cabello, su ropa, todo encajaba perfectamente. Unas lágrimas que rodaban por su rostro hicieron que Eddy evidenciara que ella no era la pintura. En ese momento, él comenzó a pensar que podría existir alguna conexión entre la muerte del pescador y la dama. Ella no podía haberlo matado; pertenecía al reino de lo ideal, donde tales tragedias no ocurrían. El lago mismo parecía querer dar su versión de los hechos.

Aterrorizada al verlo, ella intentó levantarse del banco, pero Eddy la calmó con unas palabras y le explicó que era solo un pintor. Revelarle la historia detrás del cuadro no fue tarea sencilla. A ella le costaba entender cómo alguien podía pintarla sin conocerla, y aún más entender cómo Eddy, en su situación, pudo hacerlo. «Juliette», el nombre que Edward había esperado escuchar toda su vida.

Algunas pinceladas imaginarias dejaban la imagen del pescador en su mirada. ¿Debía preguntar por el viejo? Quizás ni siquiera lo conocía. Finalmente, se decidió a hacerle la pregunta con cierta timidez, como temiendo molestar a quien más amaba. Al escuchar la palabra «pescador», ella no pudo ocultar una tristeza intensa. Sin duda, conocía a esa persona, y los recuerdos no eran buenos. Sus lágrimas eran la cruz que el amor de Edward debía cargar.

La idea de un abuso no parecía descabellada en un lugar tan solitario, especialmente para una mujer tan indefensa como Juliette. El anciano habitante del lago tenía una mirada siniestra y había comentado lo inusual que era ver a una mujer por esos parajes. Inconscientemente, Eddy seguía defendiendo el honor y la pureza de Juliette; si ella había cometido aquel crimen, habría sido en defensa propia. Ella, muy asustada por las circunstancias, prefirió arrojar el cuerpo al lago y guardar la verdad. En la mente de una persona del pueblo como ella, no cabían secuencias como violaciones o asesinatos. En Saint Growl, el mal era solo un viejo conocido del bien, nunca se atrevía a cuestionar su lugar de privilegio. El secreto que Juliette guardaba parecía haber encontrado refugio en la orilla del lago.

Después de la euforia de encontrar a Juliette inocente, Eddy extendió en el aire un boceto mental de los hechos. El suceso había ocurrido aproximadamente dos meses atrás, y desde entonces ella acudía todos los días a rezar por el pescador en la orilla del lago. Era su manera de asegurarse de que el secreto permaneciera encubierto en la muda orilla del lago.

Todo era realmente confuso. Eddy se despidió de Juliette, prefirió retirarse a su casa para meditar. Al saludarla, sintió que, a pesar de haberla encontrado, seguía siendo inalcanzable. Ella parecía ser parte de un cuadro aún, como si solo la imaginación pudiera crear algo tan perfecto. De la misma manera en que una vez pintó a una mujer que no conocía, ahora esbozaba el significado del amor como si fuera el rostro más familiar.

Continuaba tendido en la cama, contemplando el retrato de Juliette. El ambiente de la casa resonaba con el eco de la voz del pescador. Eddy había hablado con él dos días atrás y ella lo había silenciado hacía dos meses. Juliette no podía mentir; su pureza lindaba con lo diáfano y no había podido ocultarle a Eddy aquel hecho tan espantoso. Edward, acostumbrado a ser dominado por su imaginación, no dudó en afirmar que había conversado con un espíritu. Aquel fantasma que emergió de la niebla no quería ser perturbado. El pescador no fue más que una imagen impresa en su fantasía. Cualquier otra persona habría cuestionado el relato de Juliette, pero la expansión del amor dejaba cada vez menos lugar para las dudas; su perfección era indiscutible. Antes existía la perfección; después, la persona.

Al día siguiente, Juliette debía venir a ver la pintura. Sin embargo, antes era mejor descansar y esperar un nuevo encuentro con la pintura viva.

Unas rosas brotaron de la pintura, y flores de otros cuadros que estaban allí comenzaron a crecer. El sol de un paisaje se desprendió y se extendió por toda la obra, llenando el ambiente con un delicioso aroma. Juliette agitó su densa cabellera, dispersando gotas de pintura en el aire, y comenzó a danzar suspendida en la espesura del amor verdadero. Eddy estaba desorientado, pero contemplaba aquel fenómeno quimérico con absoluta claridad. Hay sueños que reclaman eternidad, y siempre son recordados. En un instante, las pinturas recuperaron su fría rigidez y Juliette volvió a contemplar tensamente el lago, intentando no prestar atención a aquel secreto.

Camino al lago Eddy estaba totalmente seguro de que encontraría a Juliette nuevamente sentada en su banco. Era asombroso ver a las dudas tratando de entrar en una composición que no les hacía lugar, no había ningún color dispuesto a pintarlas. Cuando estaba más cerca pudo ver el gigantesco fantasma del agua que estaba detenido sobre el lago, como si estuviera esperando ver qué sucedía con Juliette antes de ascender al cielo. Miró hacia los bancos y la pudo ver a ella, estaba rezando seguramente y notablemente afligida. Cada vez que rezaba por aquel viejo pescador sentía una profunda tristeza, casi como relegando a un segundo plano el intento de violación que había sufrido a manos de él meses atrás.

Ella esbozó una sutil sonrisa al verlo, como quien se permite sentirse bien en un velatorio, y apartó las lágrimas de sus brillantes ojos. Juliette sentía algo por Eddy; le sorprendió lo fácil que había sido abrirse con él acerca del pescador. A pesar de haber pasado gran parte de su vida en un convento, donde apenas tuvo la oportunidad de relacionarse con personas, recién a los veintidós años comenzó a vivir con una amiga, pero todavía le costaba conectar con extraños. Al mirar a Edward, Juliette sintió como si el tiempo se detuviera y él fuera parte de una ilusión, presentándose ante ella como una fantasía. Le parecía que el destino, la suerte, el afecto, el tiempo y la gloria finalmente se habían reconciliado después de una larga disputa.

Eddy anhelaba que ella lo acompañara a su casa para mostrarle la pintura; sentía una especie de deber oculto consigo mismo. No hacía falta que le dijera cuánto disfrutaba de su compañía; Juliette lo sabía y sentía lo mismo. Con una suave timidez aceptó la invitación, curiosa por ver la obra que había sido el motivo de su encuentro.

Mientras caminaban hacia la casa, Juliette sin quererlo deseaba que él le tomara la mano. La firmeza con la que había construido su personalidad se volvía tan frágil que parecía estar renaciendo. Eddy, por timidez o por falta de costumbre, no percibió sus expectativas. Estaba ansioso por mostrarle la pintura y temió por un instante que Juliette ya no estuviera retratada en ella, sino que fuera la viva y animada representación del cuadro. Cavilaciones frágiles en el viento.

La puerta estaba entreabierta y la luz prendida iluminaba el camino hacia el estudio donde Eddy guardaba todas sus pinturas. En la escena el deseo y la decepción nuevamente, ahora también parecían confundidos. Eddy había encontrado a Juliette, la había llevado a su casa, pero ahora no sabía qué sucedería. Cada paso que ella daba hacia la pintura parecía debilitarlo más, haciéndolo vulnerable. Al ver la famosa obra, Juliette se reconoció rápidamente en ella; no quedaron dudas de que era la misma persona. Miles de preguntas comenzaron a fluir de su corazón: cómo había podido pintarla sin conocerla, cómo podía conocerla a través de una pintura, cómo había logrado imaginarla tan fielmente… Pero todo eso formaba parte de algo que no necesitaba explicación, al menos para Juliette, quien estaba agradecida por esos hechos que la redimían. La conmoción sentimental que experimentaba no le permitió darse cuenta de un olor de dulzura repugnante que, gracias a la corriente de aire, no se convertía en un obstáculo para permanecer allí.

Justo debajo de la pintura había una hoja doblada en cuatro. Ella miró delicadamente buscando a Eddy y no lo vio. La curiosidad es un sentimiento que rara vez se deja reprimir, no está dispuesta a darse por vencida. Tomó el papel y lo extendió; era una carta.

La tensión del papel cedió con una lágrima, liberando a la tinta del peso de transmitir un mensaje tan ineludible.

«La impotencia ha silenciado mi deseo, y no soy capaz de luchar ni en contra ni a favor de un sentimiento. La geografía montañosa de este lugar me ha elevado injustamente. Algo en mí susurra que no puedo aceptar la derrota, pero no soy yo, es la pintura que no me permite salir. Mis cuadros son mucho más valientes que yo y me han protegido de la soledad. Pero ahora un pincel me ha desafiado, me ha planteado un enigma que no sé cómo resolver. Temo haber dado demasiado poder a mis pinturas y ahora ellas me someten sin esfuerzo»

«…Ahora que me estoy yendo, comprendo lo que es el amor; es justamente eso.»

“…Hay una mujer magnífica en esta pintura, ¿la he pintado yo o la pintura misma?…Ya me cuesta respirar entre tantas vacilaciones, estoy perdido en un laberinto infinito, lo que parecía rígido se suaviza y lo que creía maleable se seca.”

“Escribo esta carta no para desaparecer, sino para ser alguien más, tal vez en los ojos de una mujer que quizás solo habita en sueños. No prometo que la muerte sea mi fuga; acaso sea la manera más profunda de quedarme, de anclarme en un rincón de la infinitud.”

Las letras se embriagaban con el rastro húmedo de las lágrimas mientras la verdad se revelaba a la mujer. Juliette, guiada por una fuerza misteriosa, se volvió lentamente y contempló el cuerpo inerte de Edward, yacía en una cama con profundas heridas en las muñecas, su ropa teñida de un rojo mohíno. Una extraña familiaridad la invadió al reconocer a aquel hombre, a pesar de nunca haberlo visto con vida. Edward había orquestado sutilmente que ella descubriera su secreto, dejando tras de sí una carta. Juliette, aturdida, no lograba articular ninguna reacción; uno de los pocos en quienes había confiado y con quien había compartido su secreto más íntimo resultó ser un cadáver. En ese instante preciso, en los cajones de su mente, la noción de la muerte se reescribía con nuevos trazos, porque el amor por él había nacido.

Con su mirada clavada en el rostro sereno de Eddy, Juliette recordó también al pescador; en los últimos dos meses, había asesinado a una persona y había convivido con otra muerta. En la oscuridad de su alma, los remordimientos la consumían, pues de alguna manera sentía haber causado la muerte de Edward también. Desde niña había estado condicionada a cargar con culpas que no siempre le correspondían.

¿Cómo podía ella parecerse tanto a la mujer de la pintura?, se preguntaba mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Juliette se dejó caer en el suelo, desbordada por la tristeza, su mente y su corazón abrazados trastabillaban como dos ebrios. El silencio se hacía pesado en su interior, su cuerpo temblaba. Estaba sola.

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