Amaluk escuchaba mientras, de fondo, el enemigo rugía: «¡Maten a ese Sent! ¡Quiero su cabeza como trofeo! ¡Lo quiero!». Los disparos de plasma impactaban contra nuestras armaduras, aunque resistentes, ya estaban deterioradas. Los asquerosos Reptilius estaban ganando terreno. No podíamos perder, no mi pelotón siendo el líder. Quité mi armadura con un movimiento brusco. Había perdido a mi familia en una guerra anterior. El futuro ya no importaba. La gloria de la batalla carecía de significado para un Sent viejo pero curtido en mil batallas. Solo había un enemigo al acecho, creían que estaba muerto.
Cuatro de ese escuadrón reptiliano pasaron por mi lado sin siquiera mirarme. Quería levantarme, pero mis piernas no respondían. Inmóvil como un cadáver, yacía en el suelo durante unos minutos. Recordé aquella vieja conversación con un humano: «Te contaré sobre el minotauro de Creta, tu aspecto me lo recuerda, son iguales». Iguales. Ahora que lo pienso, tal vez los mitos se usan para generar expectativas, como nuestro dios Huluo que venció a las bestias del planeta Drum, quienes devoraban mundos. Ese mito siempre me encantó en mi infancia porque solo nací para la batalla, y esa fue mi perdición.
Recobré el sentido. Cuando me levanté, estaba sentado. Creí que era una alucinación, pero era él. Reconocí su cicatriz en la boca, la misma que le hice antes de que huyera después de asesinar a mis hijos y esposa. Ya sea por maldición divina o por la gloria de la lucha, el reptiliu cobarde estaba ante mis ojos sentado sobre el cadáver de uno de mis subordinados. «Sabía que no morirías tan fácil, así que esperé a que recobraras el sentido», dijo con una sonrisa burlona. A lo que contesté con voz ronca: «Por mi esposa muerta y por el sufrimiento de mis hijos, juro que arrancaré de tu cuerpo las tripas con mis propias manos». «Eso lo quiero ver», respondió con un tono desafiante.
En ese momento se abalanzó sobre mí con su armadura completa. Aunque de la misma contextura, él se arrancó la pechera y yo la mía con un movimiento rápido y preciso. Su golpe fue rápido y brutal, saltando sobre mí y clavando sus garras en mi espalda. Se encaramó sobre ella y desgarraba mi piel con saña. En un afán desenfrenado, agarré su cabeza con mis gruesas manos y golpeé mi frente con la suya haciéndolo escupir sangre roja. Con fuerza estrelle su cuerpo contra una roca rompiéndola por completo. Sin embargo, aprovechando su agilidad, clavó sus garras derechas en mi costado derecho arrancando una costilla que clavó en mi pierna. La sangre brotaba a borbotones y, con un grito de dolor, procedí con mis manos a arrancar las escamas de su rostro mientras él intentaba corresponder con una poderosa mordida. En ese instante, de una manera rápida, agarré un trozo de roca y antes de que pudiera morder mi cuello, la estrelle contra sus dientes haciéndolo retroceder de un golpe. La sangre no paraba y el sol dorado se ocultaba en el horizonte, robándome las últimas fuerzas. Mi enemigo se preparaba para un último ataque y, mientras perdía mi fuerza, sabía que debía luchar, no por mí, sino por ellos, por los caídos. Esperé en el momento adecuado del ataque. Sabía que se impulsaría con sus dos piernas para saltar sobre mí y morder mi cuello como aquella vez. En ese instante se abalanzó sobre mí clavando sus dientes en mi yugular. Con un mujido mientras se aferraba con fuerza, arranqué mi costilla de mi pierna y la clavé en la parte más frágil de su cuerpo, su abdomen. De un arranque de fuerza, abrí su abdomen de abajo a arriba con un grito frenético que lo hizo soltar mi cuello. Sin embargo, con mi otra mano sujeté sus vísceras las cuales arranqué de un estirón. Al caer arrodillado frente a mí con mi último aliento, apreté su cabeza mirando fijamente sus ojos. Miré sus pupilas con odio mientras agonizaba y, con mis últimas fuerzas, lo apreté hasta que extirpé su vida en un segundo. A los segundos caí y, mientras mis últimos suspiros se reunían con mis hijos, mi esposa y mis ancestros, una paz serena invadió mi cuerpo. Ya era hora de descansar.
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