S I N O P S I S
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Rhone cursa su último año de universidad en Literatura Inglesa; es tenaz, diligente y comprometido. Su pasión erradica en la poesía medieval, se pasa las horas de rato libre escribiendo cosas humanamente imposibles, desvive sus sueños en fantasías y nunca pierde la oportunidad de imaginar algo nuevo.
Erin, enfocada, decidida e inteligente, está por terminar su segundo año de carrera lingüística en la universidad. Habilidosa desde pequeña para la dicción, habla fluido más de ocho idiomas, incluidos latín, navajo y siux. Su fascinación son los jeroglíficos celtas, siempre está a la caza de antiguos dialectos por descubrir, ama confundir a la gente hablando en otro idioma y nunca se pierde la oportunidad de agregar una nueva palabra a su diccionario personal.
Ambos se conocieron en un viejo grupo de chat, bajo circunstancias poco convenientes. Desde ese día, a donde quiera que van, los persigue el caos. Pero todo empeora cuando la chica irlandesa recibe una carta de un desconocido, quien, aun así, no deja de firmar al final de la carta con su nombre…
CAPÍTULO 1
E R I N
Dublín, Irlanda.
Estoy por meter a mi boca la tercera hoja de lechuga rellena de mayonesa, cuando, a mi lado sobre la mesa, mi móvil vibra anunciando una nueva notificación. Lo ignoro, asumiendo que seguramente se trata de la pesada de mi amiga, Marina, quien no ha dejado de molestar desde el amanecer con que vayamos a la fiesta de esta noche.
Mis planes siguen siendo ignorar a la morena, pero cuando ésta sigue insistiendo con otros cinco mensajes consecutivos que llegan como notificaciones molestas, considero seriamente la opción de bloquearla. Y es que Marina es de esas personas que te llenan el teléfono de cincuenta mil mensajes con cinco palabras cada uno, razón por la que si existiera un Óscar a la persona más saturadora de mensajes, ese sería para Marina.
Sin embargo, cuando tomo el susodicho artefacto y lo desbloqueo para silenciar a mi amiga, descubro que no son mensajes precisamente de ella. Alguien me ha agregado a un viejo grupo de chat, lo cual explica que los mensajes llegaran tan rápido uno después del otro (ya que Marina también corre con la mala suerte de ser esas que tardan mil años en escribir), y que ninguno de ellos sea de alguien a quien yo conozca (o al menos no directamente).
Teniendo en cuenta que ninguno de los mensajes anteriores me concierne, decido enviar mi propio mensaje al grupo en busca de respuestas.
Erin: ¿Alguien de los presentes es capaz de explicarme qué hago yo aquí?
En lugar de responder cortésmente, me ignoran por completo y siguen hablando del tema presente (del cual nada entiendo porque me falta contexto). Ni siquiera son capaces de responder con un escueto «No lo sé», y estoy por salirme del grupo cuando un nombre conocido brilla en la pantalla como una señal del universo.
Marina: ¡He sido yo! Te he agregado porque estás en el curso de filosofía griega y además… Necesitaba artillería pesada.
Ahora todo tiene sentido…
Erin: ¿Pero de qué rayos hablas con «artillería pesada»?
Erin: ¿Y qué tiene que ver el curso?
Bloqueo el móvil con la intención de saborear mi desayuno vegano poco convincente. Si mi madre estuviera aquí diría que de verduras uno no puede vivir, que la vida del cuerpo amerita más densidad que un puñado de plantas. Le doy la razón en ello, después de todo remplazar un estofado de cordero marinado en gravy con una sopa de espárragos es como intentar convencer a un nazi de que Hitler no era el mismísimo Dios Todopoderoso.
No pasa mucho tiempo cuando soy acribillada por una incesante cadencia de notificaciones. Marina me escribe por el privado y me explica que todo lo que pretende era intentar convencerme de que la acompañe a la fiesta. Conociéndola, algo se debe traer entre manos para venirme con tanta insistencia, puesto que no es de las que allá a donde van tiene que llevar algo de compañía. Muy por el contrario, suele andarse por el mundo sin sentir la necesidad de ir acompañada.
Luego de discutir con ella un par de minutos más, la aviso que se me hará tarde para llegar a clases como no me apure. Resignada, acepta a reunirse conmigo en el campus y seguir con el ataque en nuestra cafetería predilecta, aquella donde sirven los mejores bagles
del mundo mundial. Pongo el móvil en silencio, costumbre que me permite concentrarme en mis estudios sin interrupciones, y recojo los restos del desayuno antes de dirigirme a mi habitación.
Me debato internamente entre si darme una ducha o no. Al final desisto de la faena. Ni siquiera me tomo la molestia de cambiarme los yoggers negros con los que dormí anoche o la delgada blusa sin mangas que deja al descubierto mis hombros trazados de tinta eterna.
Sí, tatuajes; para que me entendáis.
Por todo aseo personal me limito a cepillar mis dientes y quitar las lagañas de mis ojos con un poco de agua fría. Tomo mi chaqueta de cuero, las llaves de casa, la mochila del sofá junto a la entrada y compruebo mi aspecto en el espejo cerca de la puerta, detallando el desinteresado moño en lo alto de mi cabeza, las apenas perceptibles medialunas violáceas bajo mis ojos y el centenar de pequeños pendientes que adornan góticamente mis pálidas orejas.
Satisfecha con mi imagen, sonrío con suficiencia a la chica del espejo y salgo del apartamento para iniciar otro día común de clases en la Trinity College de Dublín.
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—No.
—Pero…
—No.
—¡Erin!
—Ya te dije que no voy a ir a esa fiesta, tengo cosas que hacer.
Marina tuerce el morro en desacuerdo, para después mirarme con cara de poca gracia cuando ve que no cambio de opinión.
Las puertas dobles de cristal se abren para nosotras cuando las atravesamos con dirección a los exteriores del campus. Una ráfaga de viento libre de vicios nos da la frescura que nuestras mentes venían necesitando desde hace rato, pero ni eso consigue disipar el ceño contraído que mi amiga me dedica.
—¿Qué parte de “conocí a un chico majo que me invitó a una fiesta y necesito que mi mejor amiga me acompañe porque me pone nerviosa” no entiendes?—cuestiona exasperada en lo que atravesamos el patio central, cuya superficie se haya colmada de un mullido césped color verde eléctrico; retoques de flores a matices rosas, morados y naranjas colocados con estrategia arquitectónica se deslizan allá donde alcanza la vista, según ascienden o descienden las protuberancias de la tierra.
—He entendido todo, Mari—le aseguro al compás del raspar de mis zapatillas con el caminillo adoquinado que nos conduce a las afueras del campus—. Lo que pasa es que yo necesito que tú entiendas que no puedo acompañarte a una fiesta en pleno jueves. Sabes de sobra que pronto tendré que entregar tres trabajos y que me gusta tener todo listo con antelación.
El resoplido que profiere bien podría haberse escuchado cincuenta kilómetros a la redonda. Yo, mientras tanto, sigo pensando que exagera la situación.
Es decir, sí, conoció a un chico que es medianamente decente a comparación de lo se suele encontrar hoy en día, pero conozco a Marina y sé que los chicos son un tema que tiene dominado al derecho y al revés. Comprendo a la perfección que se ponga nerviosa, pero la conozco y sé que a los cinco minutos de charla yo solo seré el mal tercio que no tiene velo en el entierro. La conciencia me pesaría de no ser consciente de que mi amiga es perfectamente capaz de rascarse con sus propias uñas.
En cierto punto de nuestro recorrido, cuando ya casi alcanzamos nuestro destino, Marina se detiene abruptamente y me obliga a plantarme a su lado cuando me jala del brazo sin aviso.
—Vale, esto es lo que haremos—descuelga la mochila de su hombro y comienza a hurgar en ella mientras continúa hablando—: Como no quieres ir a la fiesta y hacerme el favor de acompañarme a conocer un chico, porque eres pésima amiga y me abandonas en los momentos menos oportunos, irás a dejar esto en casa de un compañero como remplazo.
Me entrega un fajo de papeles impresos, unidos unos a otros por una grapa en la esquina superior izquierda, que me imagino son apuntes de un trabajo grupal.
—Eres una exagerada, Marina—reniego poco convencida, pero sabiendo que de alguna forma u otra ella espera recibir algo de mí.
—Marina nada. Irás a dejar esto en sacrificio de no acompañarme, así que vete haciendo a la idea.
Me debato internamente sobre cuáles son las ventajas y desventajas de acceder a su oferta. Acompañarla supondría una noche de desvelo que estropeará mi inicio del día por la mañana, cosa que no me simpatiza teniendo en cuenta que una de las cosas que más repudio es llegar tarde a compromisos. Por otro lado, llevar los papeles con su compañero se llevará mi tarde de relajo por el retrete, pero podré llegar a casa, tomar una ducha y cenar mientras termino trabajos con el televisor encendido.
Tomar una decisión no me resulta tan complicado, después de todo.
—Vale, dime dónde queda su casa.
Entusiasmada como si de un regalo navideño se tratara, saca un boli de algún lugar misterioso y garabatea al reverso de los papeles la dirección del chico. Analizo la ubicación en mi mapa mental de Dublín, concluyendo que en realidad no me queda tan lejos del campus y que no perderé tanto tiempo en la encomienda.
—Te veo mañana, ¿vale?—se despide Marina con un beso, el cual correspondo con un escueto movimiento de la mano—. Jamás me acostumbraré a tu rudeza, ¿sabes?
—Puede que no—levanto mi vista del papel y sonrío—, pero si tanto te molestara ya te hubieras marchado a otro planeta.
Achica los ojos con resentimiento hacia mí, saca la lengua en venganza infantil y se marcha sin más. Niego con la cabeza, seguro viéndome ridícula en pleno campus por no tener a nadie conmigo, pero poco me importa cuando recuerdo lo que me tiene aquí.
Resignada, emprendo el camino hacia la entrada del subterráneo. Llegar a la zona de mi destino toma apenas quince minutos, entre los cuales me entretengo socializando un poco en el grupo de chat al que Marina me añadió. El lugar es tranquilo, casi desierto, apenas pasan dos o tres personas por mi camino y se pierden después, dejándome en la soledad de mi caminata.
Es por ello que me extraña cuando, por el rabillo del ojo derecho, noto que dos oscuras sombras me siguen el paso más de lo normal. Ahí donde yo giro, ellos los hacen.
Mi yo paranoica se despierta en menos de lo que se dice “lechuga con mayonesa”. Con mi instinto de supervivencia bloqueado y mis neuronas sedadas, todo lo que atino a hacer es teclear un mensaje desesperado en el primer chat que abro. Cuando menos lo pienso, he dado a enviar en el grupo de filosofía griega.
Erin: Hay dos tíos que me siguen desde hace tres cuadras, ¿qué se supone que haga? ¿Los enfrento? ¿Salgo corriendo? ¿Llamo a emergencias?
No sabría decir si me sorprende lo rápido que obtengo una respuesta o el quién me le ha dado, teniendo en cuenta que la chica debería estar ocupada arreglándose para su cita.
Marina: ¡NO ME GUSTA ESA BROMA, ERIN!
Erin: ¡No es ninguna recochina broma! ¡Es en serio!
Juliana: ¿Te observan o solo caminan en la misma dirección que tú?
Erin: Van en la acera del otro lado de la calle, he podido notar cómo me miran de soslayo.
Ruth: ¡CORRE! ¡Y no mires atrás!
Lewis: No, no, lo más sensato es que llames a la policía. Ya después tendrás tiempo para correr si la cosa se pone seria.
¿Lewis también está en el grupo? Si él ni siquiera está en el curso, ¿será otro Lewis? No, eso definitivamente suena como algo que diría Lewis.
Erin: Chicos, no ayudáis.
Marina: ¡Exacto! Estamos hablando de la gran posibilidad de que secuestren a mi mejor amiga, no ayudáis solo parloteando, ¡haced algo, caray!
Lewis: ¿Y qué se supone que hagamos? ¿Que enviemos a la fuerza armada de mi padre? Porque dudo que él esté dispuesto a cruzar el Atlántico solo por una chica (sin ofender).
Roger: En serio, Lewis, cállate el hocico. No haces más que empeorar las cosas.
Estoy por pedirles a mis amigos que dejen de ser tan tozudos cuando un mensaje de un tal Rhone me intercepta.
Rhone: ¿Sigues sobre la calle Perricott?
Erin: Sí, ¿por qué?
Rhone: No cuestiones.
¿Disculpa?
Rhone: Sigue la calle hasta que veas una casa amarilla frente a ti, cruzando la calle. Una vez llegues a la esquina de la casa amarilla, gira hacia la izquierda tomando el curso de la calle Tucker. Continúa por tres cuadras y gira a la derecha.
No sé por qué lo hago, pero de pronto me encuentro siguiendo todas y cada una de sus indicaciones. Supongo que cuando eres consciente del peligro que corres ni siquiera lo dudas, te lanzas como foca al agua apenas aparece un halo de luz que promete seguridad. Así de impulsivo es el ser humano. O al menos yo formo parte de ese selecto grupo que tiende a serlo.
Continúo caminando en línea recta, procurando parecer relajada para evitar la sospecha. Busco la dichosa casa amarilla con la mirada clavada al frente, y cuando mis ojos dan con ella al otro lado de la calle, justo como indicaba el mensaje, éstos mandan señales de alivio a mi cerebro. Respiro aires nuevos de valentía a cada paso que doy al cruzar la calle. Según las indicaciones, giro a la izquierda sobre la calle Tucker y trazo mi camino con destino del tercer bloque de casas.
A medida que me acerco al punto de giro, me repito a mí misma lo poco que falta, acaso como un medio de distracción mental para no pensar en el posible riesgo.
En cuanto giro sobre la esquina indicada, acelero mi paso y busco con la mirada cualquier señal de vida. Justo frente a mí, y para mi gran alivio, hay un chico alto y rubio junto a la puerta de entrada de la segunda casa, que teclea sobre la pantalla de su teléfono con una sola mano y hunde la mano libre dentro del bolsillo de sus vaqueros negros.
Me aproximo hasta él con la intención de pedirle ayuda, a pesar de que alguien ya me estaba dando indicaciones desde el otro lado de la pantalla de mi móvil.
No voy a esperar al jorobado Rhone a que venga vete tú a saber cuándo…
Cuando estoy a cinco metros de él desacelero el paso, pero mis pisadas son tan ruidosas por el nerviosismo que el rubio eleva la mirada antes de que yo pueda decir nada. No sé qué encuentra en mi mirada, seguro el pánico justificado, pero al instante en que me mira a los ojos sus gruesas, profundas y rubias cejas se contraen entre sí en señal de desconcierto.
—Perdón que te moleste—inicio explicando—, pero…
No me deja terminar. El muy descarado me interrumpe.
—¿Tú eres Erin?—su voz es profunda, seria y aristocrática, pero no sé si es eso lo que me desconcierta más o el echo de que sabe mi nombre.
¿Habría estado esperando otra Erin antes de mí?
En otras circunstancias yo le habría increpado sobre el derecho que se cree de tener para preguntar semejante cosa con tan poca cortesía, pero justo ahora no me encuentro en condiciones de reclamar la falta de educación.
—Si lo fuera, ¿me vas a secuestrar?—pregunto en su lugar, ahogando mis ganas de soltarle un sermón sobre las reglas de interacción social.
—Si por lo que entiendo eres la Erin que estaba esperando, no soy precisamente el que planea secuestrarte.
—Espera…, ¿tú eres Rhone?
—El mismo.
Vaya, que al final no tuve que esperarle…
Justo en ese segundo sus ojos de un gris plomizo se desvían de los míos para mirar detrás de mí. Por toda reacción cuadra los hombros y aprieta sus labios en una delgada línea de tensión.
—Estupendo—masculla, mientras se gira con rapidez al auto que hay estacionado junto a la acera y abre la puerta—. Entra.
No lo dudo ni dos segundos cuando ya estoy sentada en el mullido asiento de un clásico Lincoln del setenta y tres. Rhone cierra la puerta para rodear el auto y entra al asiento del piloto.
—¿Los conoces?—es lo primero que se me ocurre decir mientras lo observó encender el motor.
Por la reacción que tuvo cualquiera diría que sí.
—No—dice secamente—, pero no me gusta nada cómo lucen.
Ya venía yo pensando lo mismo…
No me da tiempo a decir nada cuando, de un arrancón, se precipita hacia el frente, gira el volante con brusquedad hacia la derecha dejando un ligero humo en forma de U y avanza sin dudar en dirección contraria de donde vienen los tipejos. Aunque me aferro a los lados del asiento, he logrado controlar el grito que subía por mi garganta y evito así hacer el ridículo como primera impresión.
En lo que menos me acuerdo, ya hemos dejado a los perseguidores fuera del alcance de vista. Rhone gira un par de veces en calles distintas sin rumbo alguno, pero jugando una estrategia que me deja en claro que a mi lado no está cualquier cobrador de impuestos. Puedo deducir sin dificultad que pretende despistar a los sujetos.
Mi respiración continúa siendo algo dificultosa cuando su voz llega hasta mis oídos reclamando mi atención.
—Entonces; Erin, ¿cierto?
Su acento británico es demasiado marcado. El golpe seco al final de las palabras, el martillar en las tés, la laguna que ahoga su tono en la boca de la garganta. Sencillamente exquisito.
—Erin Dwarfster—confirmo con un asentimiento, aunque no pueda ponerme mucha atención por ir conduciendo—, oficialmente.
Me mira con un gramo de desconcierto antes de regresar la mirada al frente y concentrarse en conducir.
—Y el cabello, ¿es natural o teñido?
¿A qué viene semejante pregunta tan entrometida y ese cambio drástico de tema?
—Es natural, por parte de mi madre.
—¿Y eres de aquí? De Irlanda, quiero decir.
—Sí, de un pueblito cerca de las costas suroestes.
—A ver si entendí—una sonrisa divertida curva sus labios—. Eres irlandesa, te llamas Erin y además eres pelirroja por nacimiento, ¿qué sigue? ¿Acaso también eres un amuleto de la buena suerte?
—Ja, ja, qué gracioso—ironizo sin muchas ganas—. Pues no, para mi desgracia, suelo ser todo lo contrario. Constantemente me pregunto si no seré algún tipo de imán de problemas.
—Teniendo en cuenta lo que acaba de suceder, yo creo que sí lo eres.
Le lanzo una mirada de pocos amigos, pero no puedo sostenerla por demasiado tiempo, ya que aunque sonó un poco mal, se nota que lo dijo con intención de ponerle humor. Un humor exótico, hay que admitirlo, pero eso es lo que le da parte de su esencia al chico de acento británico.
Fecha inicio: Aprox. 26/11/2023
Fecha término: 29/04/2024
No. Palabras: 3,027
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