—Debes tener cuidado —dijo la madre—, ya sabes que hoy en día no se puede confiar en nadie, menos en extraños, pero creo que será bueno para ti conocer nuestro querido Ayacucho en Semana Santa. Las misas son muy bonitas.
Luego de varios intentos José había logrado que sus padres le permitieran salir de viaje a Ayacucho durante la Semana Santa. La familia materna era de esa ciudad, pero a raíz del terrorismo que vivió el Perú en la década de los ochenta, casi todos sus integrantes se habían trasladado a Lima, la capital.
José era un joven de dieciséis años, que si bien tenía problemas de conducta en el colegio por cuestionar las normas de disciplina, lograba obtener buenas calificaciones en los cursos de letras.
—No exageres mamá —dijo José—, ya sabes que no iré solo, me acompañará Alan y estaremos en la casa del tío Juan. Además, estoy seguro de que tu hermano te contará todo lo que hagamos, hasta lo que dejemos de hacer.
La madre de José tenía un hermano mayor que era sacerdote, el cual vivía en una de las comunidades de Ayacucho, a unos diez minutos en automóvil del centro de la ciudad.
A las diez de la mañana del viernes de semana santa, José y Alan -su amigo de infancia y compañero de clase del colegio- emprendieron ruta hacia Ayacucho en un colectivo que habían alquilado junto con otros pasajeros. La ruta estaba despejada, lo que les permitió llegar a Ayacucho al promediar las siete de la noche del mismo viernes.
—¡Llegamos muchachos! —anunció el chofer mientras estacionaba el vehículo frente a la plaza principal de la ciudad—. No saben las fiestas que se organizan en este lugar y lo bien que se disfruta.
—¿Fiestas religiosas? —preguntó Alan.
—Qué inocente eres, Gordo —interrumpió José—, la gente viene a Ayacucho en semana santa para divertirse, por eso le llaman la semana tranca: por la gran fiesta que se meten todos. Aquí lo que interesa es pasarla bien ¿De qué crees que vive esta ciudad? ¿de las velas y el incienso? No preguntes bobadas.
—Bueno, muchachos, hasta aquí llegan conmigo —sentenció el chofer— ahora cada quien por su cuenta. Buena semana tranca.
El chofer encendió su vehículo y partió por la misma ruta por la que había ingresado a la ciudad.
Poco después, José y Alan tomaron sus morrales y comenzaron a deambular por la plaza. Mientras lo hacían, vieron que frente a la catedral se encontraban varias personas adultas elaborando alfombras con pétalos de flores sobre la pista, todas con formas religiosas. Cada una de esas personas llevaba colgada en el pecho una fotografía en blanco y negro con el rostro de alguien distinto. Al lado, una banderola blanca con letras negras, en cuyo cuerpo se podía leer «Familiares de las Víctimas del Terrorismo de Ayacucho».
—¡Mira que bonita es! —dijo Alan señalando una de las alfombras—; debe ser un trabajo enorme hacerla.
—Seguro que sí, Gordo —respondió José con desdén—, pero vamos, deja de perder el tiempo, tenemos que llegar donde mi tío para acomodarnos, tomar una ducha y regresar a esta plaza. No estamos lejos. Tomemos un taxi y salgamos de aquí.
—Vamos —respondió Alan—, pero espero que tu tío tenga algo para comer, me muero de hambre, no he comido nada desde Lima.
—Tú solo piensas en comida —reclamó José— por esto estás gordo.
Los dos amigos tomaron un taxi cerca de la plaza y se dirigieron al sur de la ciudad. Eran las nueve de la noche cuando llegaron a la capilla de la Merced, donde el padre Juan, tío de José, era capellán desde mediados de los años noventa. Y es que en la zona existía escasez de vocaciones sacerdotales, debido a que la mayoría de los jóvenes viajaban a cursar estudios a Lima al terminar la escuela secundaria y pocos de ellos regresaban a Ayacucho.
El portón de la capilla estaba abierto, los dos amigos entraron y vieron un pequeño grupo de personas orando de rodillas, mientras el aroma a incienso inundaba el lugar. La capilla era pequeña y estaba bien conservada, destacaba su altar mayor con un Cristo crucificado en la parte central que se encontraba cubierto con una especie de manto oscuro, a cuyo pie se leía una frase tallada en madera «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá».
—Este es un altar hecho en España a mediados del siglo XIX —dijo una voz—. Fue traído por barco hasta el Perú con destino a México, pero terminó en este pueblo. Hoy es viernes santo y el Cristo debe estar cubierto en señal de luto.
—Hola, tío, no me había dado cuenta de que estabas aquí —dijo José.
—Descuida hijo ¡qué bueno que hayan venido! ven y deja que te dé un abrazo ¡qué grande estás! —dijo emocionado el padre Juan mientras le daba un abrazo a su sobrino. A José no le gustaban los abrazos.
—Tío, él es Alan, mi mejor amigo del colegio —indicó José mientras presentaba a Alan con su tío.
—Hola, Alan, bienvenido a estas tierras ayacuchanas y bienvenido a la Casa del Señor.
—Gracias, padre —respondió Alan extendiendo la mano y recibiendo el saludo del sacerdote.
—Pero bueno, vamos a la casa, seguro deben estar hambrientos.
José miró a Alan y esbozó una breve sonrisa.
Los dos amigos se dirigieron a una modesta casa que se ubicaba al costado de la capilla, donde los esperaban panes y queso hechos en la zona.
—Tomen este té, es para el mal de altura —dijo el padre Juan ofreciéndoles una infusión de hojas de coca.
—Descuida tío, a nosotros la altura no nos afecta ¿no es así, Gordo?
—Así es, somos inmunes.
—Bueno, superhéroes, debo dejarlos —dijo el padre Juan; tengo que seguir la vigilia y mañana debo madrugar para las confesiones y preparar algunas cosas para la misa de sábado de gloria. Espero puedan asistir.
—Gracias, padre —dijo Alan.
—Gracias, tío. Seguro que te acompañaremos.
—No tienen por qué —respondió el padre Juan-. Por cierto en esa puerta de la izquierda está su habitación, acomódense con libertad. Nos vemos mañana entonces. Buenas noches.
—Buenas noches, tío.
—Buenas noches, padre.
José y Alan terminaron de comer y entraron a la habitación. A los pocos minutos cada uno ya había tomado una ducha y se había mudado de ropa para salir al centro de la ciudad de Ayacucho donde esa noche comenzaban a llegar cientos de jóvenes deseosos de diversión y de involucrarse en actividades muy poco santas. Alan no pudo dejar de ver lo desarrollado y en buena forma que se encontraba el cuerpo de José causándole cierta envidia.
Una hora más tarde, los dos amigos salieron de la casa, tomaron un taxi y en diez minutos ya estaban nuevamente en la plaza, la que estaba totalmente llena de gente, la mayoría jóvenes en diversos grupos. Unos bailando, otros bebiendo, el espíritu de fiesta se podía percibir en todo el lugar
—Te dije, Gordo; esta va a ser la mejor fiesta de nuestras vidas. Será memorable y seguro la seguimos hasta mañana. Tenemos que conseguir un par de flaquitas.
—Pero ¿no acompañaremos a tu tío en la misa? —preguntó Alan.
—¿Estás loco? —respondió José. Esto de la semana santa es una cucufatería ¿o acaso crees en las fábulas que nos contaron los curas del colegio? Mira, Gordo; si Dios existe que se me aparezca y te juro que le preguntaría por qué permite que tanta gente buena sufra. Como dice el profesor de filosofía «ver para creer». Yo solo creo en lo que veo y en lo que toco y ahora lo que toca es conseguir algo para tomar que nos quite el frío y nos ponga alegres para la fiesta. Me han dicho que cerca de aquí hay una licorería donde vende todo sin preguntar mucho.
—Ya bueno, no dije nada —dijo Alan. Mejor vamos por el trago.
José y Alan salieron de la plaza por una de sus calles, caminaron unas cuadras y entraron a una licorería, la cual era atendida por un tendero ya avanzando en años.
—¿Cuál es el trago típico de Ayacucho, míster? —preguntó José.
—El aguardiente de uva —respondió el tendero—, pero ustedes son menores de edad y no quiero meterme en problemas.
—Ningún problema, míster —respondió José—, aquí este billete me dice que los problemas no existen. El tendero miró el billete, era uno de cincuenta soles.
—¿Una botella?
—Sí, una —respondió José.
El tendero movió algunos objetos detrás del mostrador y no tardó en tomar una botella de aguardiente sin marca, para colocarla delante de los dos amigos.
—Gracias míster —dijo José, tomó la botella y junto con Alan salieron de la licorería rumbo a la plaza.
—Apura, Gordo; no quiero que nos perdamos la fiesta.
—Espera hermano, más despacio, la altura me está matando —dijo Alan angustiado.
—¿ Pero dónde quedó el superhéroe? —preguntó José en tono de burla.
—Vamos, Gordo; déjate de dramas y acelera el paso ¿o quieres que te cargue?
Ya en la plaza, los dos amigos tomaron una de las bancas y se sentaron sobre los reposabrazos, uno frente al otro.
—Antes de entrar al ruedo, calentemos motores —dijo José entusiasmado, al tiempo que bebía los primeros sorbos del aguardiente de uva.
—Esto está fuerte. Te toca, Gordo.
Alan dio un sorbo del pico de la botella, frunció el ceño y escupió lo bebido al piso.
—No me gusta este aguardiente, sabe a mil demonios.
—Toma nomás, Gordo; dejate de bobadas ¿o no eres hombre?
—Claro que soy hombre y más que tú, en todo tamaño, pero ese aguardiente parece fuego. Prefiero una cerveza.
—Entonces como quieras, más aguardiente para mí -respondió José.
Habían pasado poco más de cuarenta minutos desde que había empezado a beber el aguardiente, cuando José comenzó a sentir los efectos del alcohol en el cuerpo.
—Hace calor —dijo.
—¡Miércoles hermano, tu cara..! —dijo Alan con sorpresa y temor.
—¿Qué pasa con mi cara? —preguntó José.
—¡Se está hinchando!
Alan sacó su teléfono del bolsillo del pantalón, encendió la cámara, la dispuso el modo selfie y se lo entregó a José, quien pudo ver que tenía el rostro enrojecido, los ojos saltones y los labios totalmente inflamados.
—¡Me está empezando a quemar la cara y me duele la garganta! —exclamó José alarmado, al tiempo que comenzó a sentir calor en todo el cuerpo y un extraño picor en las manos, mientras que la saliva se le espesaba en el fondo de la garganta.
—Alan, me está costando respirar, ayúdame a levantarme.
Alan ayudó a José a ponerse de pie. La combinación del alcohol y el pánico en su amigo le dificultaron la tarea .
—Gordo, me siento mal.
—Vamos —dijo Alan— tenemos que ir a un hospital.
José y Alan caminaron apoyados uno con el otro hasta las afueras de la Plaza, tomaron el primer taxi que se detuvo y se dirigieron al hospital de Huamanga.
—Alan, no puedo respirar —dijo José con la voz apagada.
—¡Vamos amigo, resiste, ya estamos por llegar!
Unos minutos después estaban frente al hospital Jesús Nazareno. Alan ayudó a bajar del taxi a José, quien ya no podía hablar e ingresaron por la puerta de emergencias.
—¡Mi amigo no respira, ayuda por favor!—. A los pocos segundos dos enfermeros tomaron a José por los brazos y lo llevaron a una camilla, para luego ingresarlo en una sala contigua. Alan quedó en el ambiente de espera aterrado, tratando de usar el teléfono celular para llamar a sus padres y alertar de lo sucedido, mientras José, en la sala contigua, perdía el conocimiento.
—Tú me buscabas —logró escuchar José. Era una voz suave, un susurro que llegaba a uno de sus oídos mientras intentaba, sin éxito, ver a su alrededor.
—No temas, volverás a ver pronto —dijo la voz.
—¿Quién eres? ¿Por qué no puedo ver? —preguntó José exaltado.
—No debes preocuparte, estoy aquí a tu lado porque tú preguntabas por mi.
—Creo que te has equivocado —exclamó José— debes haberte confundido de persona debe tratarse de algún otro paciente. Yo soy José Ricalde.
—No existe equivocación, sé quién eres. Ahora no puedes ver, pero todo pasará en un momento y responderé tu pregunta.
-¿Qué pregunta? ¿de qué hablas? —interrogó José confundido mientras pensaba que se trataba de algún trastornado que se encontraba en el mismo hospital.
—Dijiste que si me tuvieras al frente me preguntarías algo, me preguntarías sobre el por qué las personas buenas sufren.
José quedó congelado, recordó la escena de la plaza antes de la licorería. Pensó que estaba alucinando producto del aguardiente o de algún medicamento que le habían suministrado.
—¿Quién eres? — preguntó firmemente José.
—Mira mis manos —respondió la voz.
En ese mismo instante pudo volver a ver pero con dificultad. La sorpresa que le causaba la situación hizo que el retorno dificultoso de la visión pase a segundo plano.
José llegó a ver la silueta de un hombre vestido de blanco que le extendía ambas manos. En cada una de ellas había una marca de herida profunda, pero sin sangrar. Trató de verle el rostro, pero no pudo. Quedó estupefacto, no sabía qué decir.
—No temas, querido José; tú querías saber sobre el por qué las personas buenas sufren. Bueno, la respuesta la puedes hallar está en esta misma ciudad.
—¿Cómo que en esta ciudad? ¿a qué te refieres? —interrogó José.
—Cuando llegaste a Ayacucho pudiste ver a un grupo de personas elaborando alfombras de flores. Esas personas han sufrido mucho porque perdieron a algún ser querido por el odio del hombre contra el hombre, pero, pese a ello, aún mantienen la esperanza en la salvación. Comprendieron que este mundo es pasajero y conmemoran el viernes santo, el día en que el hijo del hombre se entregó por los pecados para resucitar al tercer día venciendo a la muerte. Y todo ello sin ver, sin tocar, solo por su propia fe. Bendito aquel que cree sin haber visto.
—Pero entonces tú…—dijo José— entonces… ¿Dios permite el dolor para probar la fe de las personas?
—Dios no quiere que sus hijos sufran. Es el accionar del hombre contra el hombre lo que crea el dolor y es precisamente en esos momentos en los que la fe es la correcta tabla de salvación, el puerto seguro, es la certeza de que más allá de este mundo existe un lugar reservado a los justos, a los mansos de corazón, a los buenos de espíritu y ello porque la muerte ha sido vencida en la cruz. En ello debes tener fe, José. No dudes de la fuerza de la fe.
—Joven, es hora de su medicación.
José abrió los ojos y pudo ver el rostro de una enfermera al lado de la cama donde se encontraba. Estaba aún en el hospital, le dolía un poco la cabeza, pero podía ver con normalidad.
—¡Puedo ver! —exclamó José emocionado.
—Claro que sí joven, los efectos de la intoxicación por alcohol ceden con el pasar de las horas. Estuvo cerca, si hubiese bebido un poco más de esa bebida adulterada no estaría aquí. Su amigo, el que lo trajo ayer, está afuera con sus familiares.
En ese instante José pudo recordar lo que había pasado. Recordó la plaza, el aguardiente de uva y lo que le dijo la voz.
—¡Nos has pegado el susto de nuestras vidas, hijito! ¿cómo te sientes? —dijo la madre de José mientras ingresaba a la habitación acompañada de su marido y de Alan.
— Mejor mamá, mucho mejor. Disculpa por todo, lo lamento sinceramente. Soy un tonto.
—¡Ay muchacho! —dijo el padre. Esta vez sí que la hiciste. Pero como dice tu madre, felizmente ya estás mejor. El médico dice que hoy podrás ir a casa. Esperamos tu alta antes del mediodía de hoy domingo.
—Hermano ¡qué bueno verte recuperado! pensé que no la contabas —intervino Alan.
—Gordo, amigo, te debo la vida. Disculpa por haber sido tan pesado contigo.
—Descuida hermano, lo pasado pisado.
—Señores por favor, tienen que salir, vamos a revisar a este muchacho antes de darle el alta —exclamó el médico de turno al tiempo que hacía el ademán de salida a los visitantes.
—Ya nos vemos luego hijito —dijo la madre—, permiso doctor.
Dos horas después José fue dado de alta, se dirigió con sus padres y Alan a la casa del padre Juan donde los dos amigos recogieron sus cosas y poco después emprendieron todos juntos el retorno a Lima.
José no contó a nadie lo sucedido mientras estuvo en el hospital.
Las manecillas del reloj marcaban las siete menos cuarto.
—Padre, ya tenemos todo preparado para la misa de sábado de gloria —dijo el Sacristán.
—¿Cómo está la plaza?
—Llena de jóvenes a tope, como siempre en estas fechas y no para cosas santas, espero que no armen un alboroto.
El padre José recordó la semana santa de veinte años atrás mientras miraba al Cristo crucificado, el mismo que conoció por primera vez aquel viernes santo que marcó para siempre su vida.
—Son jóvenes, déjalos. Dios tiene formas misteriosas para hacerse presente y seguramente lo hará, tengo fe en ello.
— Si Usted lo dice, padre.
—No dudes de la fuerza de la fe, querido Sacristán; te aseguro que Dios está presente en esa plaza, no dudes de la fuerza de la fe.
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