Es curioso como las redes sociales pueden cambiar tu vida sin ni siquiera pensarlo. Es lo asombroso de estas vidas virtuales que generamos sin muchas veces ser conscientes de las consecuencias que pueden tener, en como los que las observan en silencio, sin decir nada, hilan una vida a trozos con retales de tus mejores momentos, sin a veces saber realmente que es lo que te está pasando, o estás sintiendo de verdad. Otras veces te observan con anhelo de un momento vivido, pero también en silencio.

Todo empezó navegando en una de tantas tardes aburridas de domingo. Pasaba mi dedo por la pantalla de mi teléfono móvil subiendo y bajando las publicaciones sin mucho miramiento. Algo de repente llamó mi atención, esa mirada se me había escapado de la pantalla y tardé en encontrarla. Subí y bajé varias veces el contenido sin encontrar esa imagen. Respire e intenté tranquilizarme, esos ojos había movido algo en mí interior, pero la búsqueda fue en vano. Esa noche me costó conciliar el sueño, a mi lado Pedro dormía plácidamente ajeno a esa emoción que se había instaurado en mí. Al final el cansancio pudo con ella y me quedé dormido. La mañana siguiente la pasé despistado en la oficina mirando constantemente el móvil para ver si volvía a dar con esa imagen. Mi compañera de trabajo me observaba y se sonreía, sabía que algo me traía entre manos porque yo no solía mirar el teléfono en el trabajo, pero no dijo nada.

La semana transcurrió normal, de casa al trabajo y del trabajo a casa, un rato de tele, cocinar, la compra y poco más. La monotonía se comenzaba a instaurar en nuestras vidas, sin avisar, poco a poco como una célula que muta y sin darte cuenta va infectando tu cuerpo de algo que tarde o temprano terminará contigo. En pequeños momentos de lucidez en el día a día éramos consciente de ello, pero la propia inercia parecía que nos arrastraba, a Pedro más que a mí. Inventaba planes simples como salir a cenar por ahí o dar un paseo después del trabajo, algunos fines de semana le sorprendía con una noche de hotel en alguna ciudad cercana, pero nada lo despertaba de ese acomodamiento que se había implantado en su vida. Jamás me decía que no a un fin de semana fuera pero se le notaba que no disfrutaba como antes de esas actividades. Parecía siempre cansado, no se si del trabajo o de está relación que ya llevaba en marcha casi 15 años. A mí eso me cansaba, ¿Dónde había quedado esa chispa que nos movía? A lo mejor se había marchado sin avisar, de la misma forma que este abatimiento se había instaurado en nosotros.

Dos semanas tardó en aparecer en mi vida de nuevo esa mirada, María Gómez Cabrera. ¿De que me sonaba a mí ese nombre? No sabría decir de qué, esa mirada me transportaba al pasado, pero en qué época y lugar me preguntaba constantemente. Abrí su perfil sentado en el coche, ahora era yo el observador que revisaba su intimidad como un lobo que desde la oscuridad de los matorrales observa un rebaño de ovejas que pastan tranquilamente. Miraba sus fotos y no encontraba nada que en mi mente despertara un recuerdo, hasta que llegue a una carpeta que se llamaba años 90. Allí estaba ‘la chafas’ como así la llamaban en el instituto. ¿El por qué de ese apodo? Mejor lo dejamos en su intimidad. En mi interior se despertaron los recuerdos de esa época, que aunque no fueron fáciles para alguien con un despertar sexual distinto al de los demás como el mío, la recuerdo con cariño. Entre en la carpeta de sus amigos a ver si veía a alguien más de esa época. Y como no, allí estaba el Charly, Ricar, Lola y sorprendentemente José Barrios que ahora era su marido. Jamás me habría imaginado que terminaran juntos. ¿Qué vueltas da la vida? Como diría mi madre. De repente miré el reloj y se me había hecho un poco tarde ya, llegaría al trabajo con unos minutos de retraso por haberme ensimismado con estás nuevas tecnologías que poco a poco por curiosidad o abatimiento del espíritu nos absorben o casi abducen.

Al llegar a casa por la tarde se lo conté a Pedro. El tan sólo respondió que bien. Eso planchó la alegría que traía por haber encontrado a alguien de mi adolescencia, que había despertado las ganas de saber más sobre como le irían las cosas a mis compañeros de batallas. Decidí guardármelo para mí hasta que en algún momento su estado de ánimo mejorara y estuviera abierto a compartir eso conmigo. Por la noche después de cenar vimos nuestro capítulo de rigor en la plataforma de series que teníamos contratada y cada uno nos enfrascamos en nuestros pensamientos algo alejados del contenido visual que se plasmaba en la televisión. Cuando terminó nos lavamos los dientes y nos fuimos a la cama. Durante el capítulo había decidido escribir a ‘la chafas’ para retomar el contacto con los antiguos compañeros de instituto. Eso me hacía sentir vivo, ilusionado por algo de nuevo. Claro está no le dije nada a Pedro, tan sólo lo abracé por la espalda y lo bese en el cuello. Seguía sintiendo algo por él, aunque ese sentimiento había madurado al igual que yo y nuestra relación. Intenté llevar esos besos a algo más, necesitaba intimar con él, sentirme deseado por la persona a la que amaba. Él en cambio, se movió como si el hecho de que lo besara le molestara y con un tono de voz que usaba a menudo cuando algo le molestaba sentenció que era hora de dormir. Yo me di media vuelta y lloré en silencio hasta quedarme dormido.

Por la mañana desde el coche aparcado en el parking del trabajo le envié una solicitud de amistad a ‘la chafas’ y esta vez subí a tiempo al trabajo. Tardé varias semanas en recibir respuesta a mi solicitud, pese que ella publicaba a diario todo lo que hacía. Imaginé que no sabía quién era, había cambiado mucho. Ya no era ese chico con gafas y pelo alborotado que siempre iba con su carpeta de la mano y sus vaqueros bien ajustados, introvertido para algunas cosas y extrovertido para otras. Nunca había destacado por nada en particular, por lo que había pasado inadvertido en mis primeros años de instituto. Ya a mitad del segundo año socialicé con mis compañeros, con los que hice piña. Cuando terminamos la selectividad cada uno tiro para un lado, las facultades son lugares grandes en los que aunque estes con antiguos compañeros al final no los ves y poco a poco se va perdiendo el contacto. Y de esto han pasado ya más de veinte años.

La respuesta llegó en forma de mensaje privado. En el me preguntaba si yo era el compañero de pupitre de Jorge. Al responderle que sí me dijo que estaba organizando una quedada en un bar de la ciudad para reunir a antiguos alumnos del curso. Me pidió que avisara a alguien del grupo de alumnos con el que aún tuviera contacto, pero la verdad es que yo no había vuelto a saber de nadie. Me dio el día, la hora y el lugar del evento pero no me aceptó como amigo en la red social. Entendí que llevábamos muchos años perdidos el uno del otro y que realmente amigos ya no éramos, pero el gesto me entristeció un poco. Al llegar a casa lo comenté con Pedro, le explique la forma tan fría de su respuesta, hasta el punto que se lo leí textualmente. El parecía en otro mundo, sumido en sus pensamientos, en ese vacío que le consumía cada día más y del que no parecía tener ganas de salir de él. Respiré hondo y le pregunté si quería acompañarme, así haríamos algo distinto y me apetecía compartir eso con él. Presentarle a mis antiguos compañeros de clase. El me preguntó si en esa época ellos sabían que yo era gay. Respondí que no, en esa época con aceptarlo yo tenía bastante. Pedro miró al suelo y dijo que mejor se quedaba en casa, no tenía ganas de ser el centro de atención siendo el novio del compañero salido del armario veinte años más tarde. Sus palabras hirieron mi corazón, no entendía esa excusa barata para decirme que no quería compartir eso conmigo. Después de ver nuestra serie en el sofá, esta vez cada uno sentado en un borde de este, se levantó a lavarse los dientes y yo busque algo que ver en el menú. Encontré una película que me había quedado con ganas de ver en el cine y ese sería mi plan de esa noche de viernes. Sin ni siquiera decir nada, se fue a la cama. Yo esa noche después de que terminara la película decidí dormir en el sofá.

Habían transcurrido dos semanas desde el día que dormí en el sofá. Era la primera vez que sentía la necesidad de no dormir junto a Pedro. El hecho de haber dormido en el sofá me hizo que pensar, ¿Seguía enamorado de él? ¿Realmente nuestra relación iba bien? Las preguntas se iban amontonado en mi cabeza como hojas de otoño que caen sin más y forman montones. A mitad de semana le pregunté después de tomar café tras llegar a casa. Él se sorprendió por la pregunta, me dijo que el estaba bien. Era feliz como estaban las cosas y no sentía que la rutina se hubiera instado en nosotros. Es cierto que ya no tenía tantas ganas de hacer cosas o de hacer el amor, pero pensaba que era una etapa más de la vida. ¿Y si esa etapa continua para siempre?, pregunté con miedo. Él se encogió de hombros e hizo una mueca en forma de sonrisa. No parecía importarle que las cosas siguieran así. Yo en cambio me sentía raro, ya no hacíamos cosas en común fuera de ese momento de televisión por la noche. Habíamos dejado de planear nuestra vida y la estábamos dejando a la deriva, en manos de un mar que parecía arrastrarnos a una calma extraña, sentía que en cualquier momento esa calma podría volverse tormenta y nos pillaría sin saber dónde agarrarnos. Le hice saber mis inquietudes, lo exprese de la forma más sincera posible, pero parecía que sólo yo veía los fantasmas que acechaban nuestra relación. Pedro seguía en sus trece que esos fantasmas sólo estaban en mi mente. Él no los veía. Impotente dejé la conversación, no tenía sentido hacerle saber como me sentía cuando no era capaz de ponerse en mi piel. ¿A lo mejor era cierto que sólo yo podía ver esos fantasmas? Por lo que me dejé llevar por esa marea de monotonía que inundaba mi corazón de vacío.

Ese sábado era la reunión, quedaban aún tres días y durante la cena saqué de nuevo el tema. Pedro guardó silencio. Miro su plato de ensalada y sin levantar la mirada me dijo que ya sabía la respuesta. Le pedí o más bien le rogué que por favor me acompañara, me hacía ilusión compartir esa parte de mi vida con él. Se negó en rotundo. Me volví a sentir vacío. Sentía que cada vez nos estábamos alejando más y más, pero Pedro parecía no querer verlo o a lo mejor tenía razón y era yo el que veía cosas que no eran. Me di cuenta que ya no recordaba la última vez que habíamos hecho el amor de una forma sincera, romántica, con cariño. Últimamente no era más que un acto tosco para contentar a uno de los dos. Lo sentía frío e impersonal. Me entristecí y decidí salir de ese sentimiento pensando en quien de la pandilla acudiría a la cita. El viernes por la tarde tras llegar de trabajar, preparé la ropa que me iba a poner y la dejé lista sobre la cama de la habitación de invitados. Planché el vaquero y la camiseta. Busqué un jersey adecuado porque aunque comenzaba a asomar el buen tiempo por la noche solía refrescar bastante. Deje también preparados los calcetines, la ropa interior y cepille concienzudamente las zapatillas de deporte. No volví a preguntar nada más. Pensé que sería mejor así. Al acostarnos le bese el cuello y le di la buenas noches, no obtuve respuesta alguna. Me tumbé en mi lado de la cama y me quedé dormido pensando en quienes y cuántos acudiríamos a la cita.

Llegue pasados unos minutos a la quedada de antiguos alumnos. María y Jose ya estaban allí con tres o cuatro personas más que no reconocí. Los salude y comenzamos a hablar de como nos iba la vida. Me contaron que después del instituto se perdieron la pista, cada uno siguió su camino y por casualidad se reencontraron en una fiesta de cumpleaños de un amigo común. A partir de ahí comenzaron a hablar a verse y ahora tenían dos hijas. Algo que jamás ninguno habría pensado en esa época de compañeros de clase. Pedimos una cervezas y poco a poco fue llegando la gente. Muchos de ellos venían acompañados de sus parejas e incluso de sus hijos. Me alegro mucho verlos y conocer como sus vidas habían cambiado. Era grato volver a saber de esos amigos de la adolescencia con los que compartías sueños, proyectos e ilusiones. Con los que te juntabas y fantaseabas sobre futuros trabajos, novias y proyectos de un futuro tan incierto e ilusorio que ninguno llegó a cumplir. Ninguno se extraño cuando conté que tenía novio, que llevábamos ya casi 15 años juntos. Me preguntaron por qué no había venido y tuve que estar escudándolo toda la noche. Mientras hablamos de pie en un reservado de un bar de tapas, los camareros no hacían más que sacar platos de comida y bebidas. Todo marchaba entre risas y caras de sorpresa. Para muchos parecía que no había pasado el tiempo, para otros este había sido algo injusto. Llevábamos allí casi dos horas y todavía se iba incorporando gente. De repente alguien me agarró por los hombros. Yo estaba hablando con Charly de como la vida nos había cambiado a todos. Sentí unas manos fuertes sobres mis hombros, los apretaba ligeramente como diciendo no te vas a escapar. Me giré lentamente y no podía creer que mi compañero de pupitre, Jorge, me hubiera reconocido así de espaldas. Nos abrazamos, fue un abrazo corto, intenso y que movió algo en mí. Creo que hasta me sonroje un poco, nos saludamos y comenzamos a hablar, pero de repente alguien se lo llevo para que saludara al resto de los compañeros. Me disculpe y fui al baño. De camino observe que Jorge me seguía con la mirada. Entré al baño y me lavé la cara, el simple contacto me había excitado, pero no sexualmente. Es como si hubiera despertado algo en mí que estaba latente, dormido y ni siquiera me había dado cuenta de que esa parte de mí estaba ahí de esa manera.

Salí del baño y me acerque a un camarero a pedir una cerveza, tenía la garganta seca y necesitaba que algo calmase esa sensación dentro de mí. Tras beberme la copa casi de un trago, la cambié por otra y de nuevo me imbuí en la nube de gente. Comencé a hablar con unos y con otros, siempre con la sensación de que Jorge me observaba. En varias ocasiones desde la distancia me sonrió. Yo ruborizado le devolví la sonrisa. La velada transcurría tranquila, ya se notaba que llevábamos más de cuatro horas allí, la gente había dejado de comer y se veían cansados de tantas horas de pie. María fue pasando con una hoja con el cálculo de la comida y la bebida e iba tachando a la gente según pagaba. Parecía que la fiesta llegaba a su fin. Comenzaban a intercambiar sus números de teléfono o redes sociales. Alguien grito de repente ¡Foto! Poco a poco nos fuimos juntando, los más altos detrás, los de mediana altura en medio y algunos nos pusimos de cuclillas en una tercera fila improvisada. Intentaba mantener el equilibrio y de repente una mano se posó en mi rodilla, la calidez del tacto me tranquilizó. Mire y era Jorge quien me sujetaba. Respiré hondo y puse mi mejor sonrisa.

Comenzaron las despedidas. Besos por aquí, abrazos y apretones de manos por allá. La euforia de la fiesta iba desvaneciéndose poco a poco dejando un sentimiento de soledad. En mi mente apareció de nuevo la imagen de abandono que sentía en casa. Decidí irme, pero la verdad es que no quería volver a casa. Me despedí de María, Jose, Charly y algunos otros. Busqué con la mirada a Jorge, con el cual no había hablado en toda la noche pero no le vi. Salí a la calle y en la plaza sentado en un banco estaba Jorge. Me acerqué a despedirme, de nuevo algo en mí se encendió cuando lo vi cara a cara. En la suya también se despertó un brillo en sus ojos. Le pregunté si no volvía a casa, el confesó que no tenía ganas y yo sincerándome le dije que tampoco las tenía. Se levantó del banco y comenzamos a andar por la calles sin un rumbo fijo. Hablamos de como nos había ido en ese tiempo, se interesó por mi relación con Pedro, yo pregunté si había estado con alguien y me confesó que había tenido varias relaciones con chicos pero ninguna había funcionado. El buscaba algo más que las luces de neón y la purpurina que avasallaba la cultura gay, quería algo serio y real, casarse algún día y por qué no, tener hijos. En mí despertó ese anhelo que con Pedro no podía obtener, despertó las ganas de vivir de nuevo. Eso hizo sincerarme con él. Le conté que en nuestra época de estudiantes estaba enamorado de él, pero que no me atrevía a decírselo. Jorge se rió, rozó su mano con la mía mientras andábamos y me dijo que a él le había pasado lo mismo, por eso nunca se sentó con nadie más aunque sus amigos no paraban de decirle que se fuera más cerca de ellos. En ese momento nos paramos, nos miramos a los ojos y dejamos que nuestras manos se rozasen una vez más. No sabría decir quién dio el paso, pero poco a poco nos acercamos cada vez más sin dejar de mirarnos a los ojos y nos besamos. Un beso suave, dejándonos sentir, dejando que el tacto de nuestros labios se reconocieran. Entrelazamos nuestras manos, ya no era solamente un roce, queríamos sentirnos. No se cuánto duro esa escena, pero sé que en ese momento mi vida cambió. Que curioso como las redes sociales pueden cambiar tu vida sin tu ni siquiera pensarlo.

© César Jiménez. 2020.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS