10 intentos para acabar con mi esposa

10 intentos para acabar con mi esposa

J. A. Gómez

23/02/2024

 Después de casi veintidós años he decidido divorciarme de mi mujer. Pero nada de divorcio al uso. He tomado la firme decisión de acabar con ella por la vía del asesinato premeditado. Aquí dejo por escrito diez intentos por acercarla al Creador. Tal vez en un futuro me sirva para no cometer los mismos errores. Comencemos.

Primer intento: Caída accidental de maceta.

 No estaba muy ducho en esto de asesinar y menos a la peinabombillas de mi parienta así que comencé con un clásico: la maceta que “accidentalmente” cae desde las alturas.

 —Calvo barrigón bajo a comprar mi revista de cabecera —me espeta la foca de mi señora con voz de pito atragantado—. ¡Ah! Mamarracho, no te olvides de regar los geranios y en lo que llego pasa la aspiradora…

 —Sí, mi lucero, no te preocupes que regaré tus plantitas y pasaré la aspiradora por cada esquina y por cada rincón…

 La pelazarzas de mi esposa es fea, sí, muchísimo. Tan fea que cuando se acuesta los monstruos se asoman para ver si está dormida. Dejando las bromas a un lado como cada jueves bajó al quiosco a comprar su revista de cotilleos favorita. Siempre que lo hace se detiene a hablar con doña Eulogia, la vendedora de cupones que tiene su modesto puesto en la calle.

 Mi plan no podía fallar. Yo ya había tomado posiciones en la terraza. Plantado como un manzano agarraba la maceta (geranios) con cierto nerviosismo pero totalmente decidido a llegar al final. Mediante el uso de fórmulas avanzadas de trigonometría, complejos diseños 3D, energía oscura reabsorbida y reentrada espacial calcularía, sin margen de error, en qué momento soltar el tiesto.

 En la calle la muerdesartenes de mi señora parecía un punto ancho entre dos paréntesis. Por no variar ya estaba de palique con la de los cupones. Seguro que le faltaba vida para poner a parir a esa panda de vagos y vividores que salen en las portadas de las revistas. Por una vez me venía como anillo al dedo y una cosa era evidente; desde un octavo piso el golpe sería incompatible con la vida.

 ¡Bien machote! Vamos allá. Extiendo los brazos y voilá, dejo caer la maceta. ¡Qué despiste! Un triste accidente, por desgracia el mundo está lleno de ellos. Adiós querida mía, no veré más tu bigote de cerdas metálicas ni tus patillas de bandolero andaluz. Me meto para adentro y, frotando las manos, espero acontecimientos…

 Llegan gritos desde la distancia. Ha debido ser una muerte rápida y al mismo tiempo traumático para quienes hayan tenido la mala suerte de presenciarlo. Dejo pasar unos segundos antes de asomarme y entonces…

 ¡Maldita mi suerte! No necesitaba ser un lumbreras para desgranar lo sucedido. Una rata asquerosa había emergido de algún sumidero o de algún callejón de mala muerte, corriendo por la acera como Pedro por su casa. Debió asustar a mi esposa, ésta tuvo que ser la de los berridos de castrón en celo que escuché.

 Pero puedo sacar más punta al lápiz, desmenuzando los hechos hasta el último dato. Quizás entrase en pánico al imaginarse al roedor subiéndole por las piernas. A saber qué podría hacer la rata pululando a sus anchas por la cueva de los horrores. Pero ese pensar tan perturbador debió proporcionarle arrojos…

 Echándose hacia atrás de forma poco elegante pero efectiva se libró tanto del bicho como de la zona mortal de impacto. La física nunca falla, la maceta en caída libre no podía corregir la dirección que llevaba, golpeando a la rata y espachurrándola como a una cucaracha. Un par de geranios quedaron allí, a modo de improvisadas flores para la tumba del roedor desconocido.

Segundo intento: Un clásico: secador a la bañera.

 —Cabestro caraflema ¿te importaría no hacer tanto ruido? —Rumia mi morsa desde la bañera.

 —Lo siento pastelito mío, estoy pintando mis soldaditos de plomo y se me ha ido al suelo el sargento de artillería.

 —A tu edad y con boberías de chico —espeta la muy ignorante. ¡Qué sabrá ella de coleccionismo!

 Ni soldaditos ni hostias; tengo el secador del pelo (del suyo porque el mío hace años que ni se le ve ni se le espera) en la mano y el interruptor diferencial deshabilitado (está mal que lo diga pero soy un manitas para las pequeñas chapucillas del hogar).

 La repugnante de mi esposa está sumergida en la bañera. No hay rincón allí dentro que no esté ocupado por alguna vela aromática. Madre mía que cuadro, parece un cachalote que se ha comido a otro cachalote.

 Tiene el cabezón echado para atrás, reposando sobre una pequeña toalla plegada. Se ha puesto dos rodajas de kiwi en los ojos y una crema apestosa en la cara ¿para qué? Le salen las ubres fuera del agua… con esos dos globos reflotaban el Titanic. Menos mal que el resto de su cuerpo queda sumergido y no puedo verlo…

 ¡¡Es el momento!! ¡Con un par Carlos! Entro al baño sigilosamente. Tan callado que escucho un cuesco. Burbujea en el agua antes de salir al exterior, apestando el baño. Es lo que tienen las lentejas y las hemos comido a lo largo de la semana. No tardaré en sumarse a esta peculiar sinfonía flatulenta…

 Voy hacia la pared y ¡¡ea!! Enchufo el secador con la discreción de una madame encamada con el señor ministro, casado y con cuatro hijos. La miro, ella no se entera, está en el Nirvana de la espuma y apuesto que soñando ser encalomada por uno o varios de esos actores pipiolos que tanto le gustan. ¡Pobre ilusa!…

 Me alejo un poquito, un par de pasos nada más. Tropiezo con una pantufla rosa y resbalo con una cáscara de naranja ¿qué diantres hace ahí? A pesar de mi cuerpoescombro he nacido con los reflejos del puma y me recompongo sin ser descubierto. Viéndola por última vez la boca me adquiere regusto a cebolla quemada ¡qué curioso! ¡Allá va! Tiro el secador a la bañera y salgo de allí con presteza de gacela joven…

 ¡Recórcholis! ¿Qué ha pasado? No escucho gritos, no huele a cuerno quemado. Entro atropelladamente y allí sigue, con el secador flotando bajo sus domingas. ¿Pero qué demonios ha sucedido? Otro cuesco burbujea antes de emanar al exterior.

 Tengo mal pálpito así que me asomo a la terraza y voilá. No había luz en ninguno de los pisos del edificio de enfrente, evidentemente aquí tampoco. ¿Apagón general? ¿Obras? ¡Tócate las narices!

 —Carlos, gañan ¿me puedes explicar qué hace aquí el secador? —Pregunta tras haber retirado las rodajas de kiwi de los ojos. Metida en el agua da la impresión de estar en su estado natural. Una sirena emparentada con las ballenas…

 —Esto… esto… pues cielo no sé. Es curioso ¿verdad? Se habrá caído del estante o tal vez fuese Amadeus (el gato). Lo importante es que no ha pasado nada, galletita mía. Se ha ido la luz en el barrio, de no ser así habrías muerto electrocutada.

 (Increíble mi mala suerte. Tan pésima que si me tiro al vacío resulta que está lleno).

Tercer intento: Envenenamiento.

 Dicen que suele ser lo más socorrido cuando el crimen es perpetrado por mujeres. Mucho más refinadas (normalmente) no necesitan derramar sangre, ni ensañarse con su víctima cosa que suele suceder cuando es un varón quien comete el delito.

 Estamos terminando de cenar. Estaba más lleno que el metro de Tokio en hora punta. Claro, así tengo este barrigón de nueve meses. En fin, a lo que voy que me disperso. Noté a mi señora con ganas de mambo (ya me entendéis) lo cual para mí era más una incomodidad que un placer. Imaginaros a vosotros mismos haciendo guarrerías sexuales con un hipopótamo… pues eso.

 La mentada cena vino acompañada de vino gran reserva (también ya eran ganas de gastar a lo despreocupado). Sin embargo no estaba mal traído pues podría considerarse como una fina y elegante forma de despedirla de este mundo.

 Previsor como soy había pasado el día maquinando el método. Ya sabéis, depurando cada detalle, sopesando pros y contras. Como parte del plan había comprado un delicioso pastel de chocolate al que a posteriori añadí cierto elemento fundamental ¡cianuro! No hay nada mejor para potenciar sabores. Mi contrayente muere por el dulce (así está) además en esta ocasión sería de forma literal. ¡Qué mente privilegiada la mía!…

 —Mi lindo meloncito dulzón mira; de postre te he preparado este riquísimo pastel de chocolate. Solamente para ti y para nadie más ¿qué te parece? Para que luego digas que no tengo detalles.

 —Vaya pelado mío te has superado e incluso me has sorprendido un poquito.

 (La frase la acompaña con el típico gesto de cerrar dos dedos de la mano).

 —Pero dime Carlos ¿lo has hecho tú o lo has comprado? Pregunta la inquisidora sin dejar de reajustar la goma de la braga.

 —Bueno cerecita eso no importa, lo importante es el detalle. (Hostias, es más lista que el hambre) Pero prueba, prueba un pedacito ¿pedacito he dicho? No, de pedacito nada ¡Un buen trozo!

 —¿Y tú? ¿No quieres degustarlo? —Añadió echando hacia adelante el escote. Se la veía aún con ganas de guerra marital…

 —No tesorito mío de los Andes, yo me alimento viéndote comer… (Asqueroso mentiroso, si estás a punto de enviarla al otro barrio).

 Hasta aquí pulgar hacia arriba pero (¿por qué siempre tiene que haber un jodido “pero”?) cuando se disponía a hincarle el diente suena el teléfono fijo de la sala. Insiste en cogerlo, insisto en que no lo coja; vuelve a insistir en hacerlo y yo vuelvo a insistir en que no lo haga y así podríamos estar el día entero. ¿Y si era algo importante? En eso basó su argumentación final. Tal vez su madre hubiese roto la cadera (no caería esa breva) o su padre la otra pierna (para el uso que les da). No había manera además siempre termina saliéndose con la suya. Al rato de ponerse al aparato dice:

 —Semental castrado, es para ti.

 Nos quedamos ambos de pie; ella escuchando y yo platicando con un redomado imbécil emperrado en colocarme un seguro de decesos. Tras mandarlo a la mierda regresamos a la mesa…

 El grito que pegó mi mujer salió, sin exagerar, del sistema solar. Os cuento, el gato estaba con la patita más estirada que la pierna de madera de un pirata. Su boca rezumaba espuma y restos de migajas del pastel se apilaban entre los dientes…

 —Pero… Dios mío ¿qué le ha pasado a mi Amadeus? —Preguntó con cara desencajada y estómago encogido.

 —Esto… esto… pues no sabría decirte cielito lindo. Es horrible, espantoso, dramático. Estoy tan anonadado como tú. ¿Habrá sido un infarto? Yo diría que sí, tiene pinta de haber sido cosa del corazón. No debió sufrir (anda que no).

 Mi mujer lloró como una Macarena, impotente ante desgracia de semejante calado. Yo me compadecí del metiche de Amadeus, cagándome una y mil veces en la madre que parió (que no tenía culpa) al del seguro de decesos…

 Terminé enterrando al gato en el descampado, con honores de caído en combate. Con él fueron la botellita de cianuro y el resto del pastel. Evidentemente debía deshacerme de cualquier evidencia que me relacionara con este nuevo y estrepitoso fracaso…

Cuarto intento: Crucero por el mediterráneo. Empujón y al agua.

 Bueno, bueno, bueno. Nada como un buen crucero para quitarse el estrés. La foca-morsa de mi consorte quedó encantada cuando se lo propuse (sobre todo al correr este menda con los gastos). Mi estrategia asesina iba más allá de llorar por los dineros gastados pues no se trataba de un crucero como tal sino la excusa idónea para deshacerme de ella. Perfectamente planeado hasta el último detalle, nada podía torcerse.

 Al caracaballo de mi media naranja le encantaba acercarse a babor o estribor a pasar largos intervalos contemplando la infinidad del mar (como si tuviese algo que ver más allá de los plásticos formando islas).

 Usando agilidad de ardilla y sigilo del leopardo de las nieves me colocaría detrás de ella y entonces ¡zas! De un enérgico empujón la enviaría directa al agua. Podría ser el nuevo Moisés pero con más tetas, culo y patillas. Sin embargo esto último que he dicho no se sostiene porque ¿qué cesta soportaría tal tonelaje? En fin, céntrate Carlos. Una vez en el mar ¿quién escucharía sus gritos desesperados? Yo desde luego no pues según para qué cosas tengo mal oído…

 La oportunidad la pintan calva y mi alopecia es evidente ¿sería entonces una incuestionable señal del destino invitándome a proseguir? Claramente. Allá que la vi, la longanizas de mi señora en el lado de babor con la mirada perdida en quién sabe dónde.

 Prácticamente no había personal a la vista salvo unos niños tocando los huevos a sus padres y un puñado de alemanes descansando en las tumbonas dispuestas a lo largo de la piscina. El agua sospechosamente lucía amarillenta ¡qué asquito más grande!

 Una larga hilera de plantas trepadoras me servirían de parapeto. Ni los dioses más recelosos podrían evitar la tragedia que estaba a punto de desatarse. Me acerqué a ella por la retaguardia, usando para ello mi loable sigilo de leopardo de las nieves. ¡Qué ganas le tenía! Digo a ella, no al leopardo.

 Como ave de rapiña me acerqué sin hacer ruido. Sin darme a descubrir, tal cual una pitón encaramada al árbol, esperando por algún desafortunado bicho que pasase por debajo. Por fin detrás ¡joder que espalda más ancha, si parece Rambo! Y vaya culo, me recuerda a un elefante de seis toneladas. Acerco mis manos injuriosas, asiento firmemente los pies para no tener un resbalón inoportuno. A la de tres la tiro por la borda. Uno…dos…y…

 —¡¡Carlos!! ¡Hija!! ¡Qué sorpresa! —Exclama efusivamente una voz femenina que rápidamente reconozco. La madre que me parió, esto no puede estar pasándome…

 La pelagallos de mi esposa se gira al momento. Yo ya había bajado los brazos, haciendo como que contemplaba la grandiosidad del cielo.

 —¿Cómo harán las nubes para no caerse? —Cavilo en voz alta.

 Mi esposa ni caso y con razón, anda que vaya pregunta. Por fortuna todas las atenciones son para aquella voz femenina y su acompañante…

 —¡¡Mamá!! ¡¡Papá!! Pero ¿qué hacéis aquí? —Brama la pelagambas de mi señora.

 Sí amigos eran ¡mis jodidos suegros! Anda que no había cruceros ni días en el año como para coincidir en el mismo viaje. ¡Maldita sea! Me pasaría el crucero soportando los aires altivos de la lamecharcos de mi suegra (siempre me consideró poca cosa para su hija) y al calzonazos de mi suegro (tan pringao como yo)…

Quinto intento: Paseo en bicicleta por el lago.

 Nada mejor que un paseo en bici para deshacerme de mi mujer de buena vez. Puede parecer una tontería pero no creáis. Los carriles bici suelen ser polivalentes es decir, sirven tanto para bicicletas como para personas. Este en concreto discurre paralelo al río. ¿La nueva maquinación? Aprovechar el tramo de bajada en obras para propinarle un buen empujón. Con esa torpeza que la caracteriza se irían al río tanto ella como la pobre bicicleta. Un penoso accidente por culpa de vallas mal puestas, cemento roto, agujeros y adoquines levantados. En fin amigos ¿qué podría salir mal? Lo más complicado convencerla para subirse a una bicicleta. Pero lo conseguí, ahora bien no queráis saber cómo que aún sigo con terrores nocturnos…

 —Barrigón mío ¡qué descubrimiento! Me encanta esto de pasear en bici ¡qué divertido! Pero también tiene su dificultad ¿sabes? Tengo mucho miedo a caerme. Seguro que lo has hecho adrede para reírte de mí, que nos conocemos. Por lo demás correcto, mira el día que hace, espléndido. Por cierto pichacorta esta bicicleta me queda pequeña ¿no crees? —Me dice sin dejar de tocar el timbre mientras lucha por avanzar dos metros en línea recta.

 Pequeña, pequeña, pequeña… dice la perroflauta de mi esposa. El problema no radica en la bicicleta sino en sus michelines. Carnes al peso metidas en un chándal azul más apretado que el moño de una vieja. Me pregunto lo que tardaría en partirse el cuadro o en reventar la rueda trasera…

 —Sí cielo, a mí también me gusta mucho (mentira cochina, detesto las bicis desde que de pequeño tirara accidentalmente al tío Venancio por un barranco, dejándolo tonto de por vida).

 La gente se dispersaba hacia las mesas del parque mientras que otros optaban por entrar a tomar algo en la cabaña-bar. La susodicha era famosa por su carne de búfalo y culebra tibetana frita. ¡Perfecto! Casi no hay moros en la costa. Por si las moscas pedalearemos unos pocos metros más…

 ¿El plan? ¿Otra vez? Si ya os lo he dicho. Grosso modo sacar la pierna y dar un fuerte golpe a la bici de mi mujer. Por descontado todo será culpa del mal estado del carril bici. Fruto del impacto perderá el control y fruto de la inercia irá directa al río ¡cuidado truchas que ahí va la mega-piraña! Comenzará a chapotear intentando ponerse a flote mas finalmente la gravedad vencerá; siempre lo hace. Yo, valiente marido apenado, me tiraré a rescatarla pero ojito tomándomelo con calma, nada de prisas no vaya a ser que consigan reanimarla. Pero una cosa es lo planeado y otra el cómo se despliegan las vicisitudes del destino.

 Me regala una penetrante mirada torva y yo, cortésmente, saco la lengua (la sargento michelines y el tontolculo que les escribe, dos pies para el mismo banco). En ese impás de boberías adolescentes aprovecho para sacar la pata, estirándola como a una sábana bajera.

 Sin embargo medio segundo antes mi mujer frena en seco por una jodida lagartija a la que no quiere pasarle por encima. La bici se queda clavada allí mismo y mi pie alargado, pasándose de frenada, impacta de lleno en el careto de un gran danés que pasaba justo en ese instante. Su dueño viene con la correa en la mano, sin aliento. Parece ser que el can se le ha escapado ¡qué bien todo!…

 —¿Se encuentran bien? —Preguntó a lo lejos.

 —Sí, no hay problema señor. Qué perrito más bonito el suyo –contesta mi señora mientras el animal roe mi gemelo buscando quizás la sustancia del hueso.

 Claro que no hay problema. Intento usar la propia bicicleta a modo de parapeto aunque sin demasiado éxito. Pronto comienza a roerme la otra pierna…

 Gracias a Dios el propietario, un treintañero con complejo (pene pequeño = perro grande) me lo quita de encima, volviéndole a echar la correa. Mi mujer no para de jactarse de mi desgracia, es más, me llama blando, espetándome que ante lo mamarracho que soy es normal que los animales me ataquen…

 Tuve que ir al hospital a ponerme la tetánica y de regalo veinte días con curas. Éstas me las hacía un enfermero más peludo que Chewbacca (en un cuarto oscuro fijo volvería locas a todos). Solamente parlamentaba de Dios y milagros asociados. Añadí a mi lista negra además de perros y lagartijas a santurrones vestidos de blanco.

Sexto intento: Acuchillamiento por la espalda

 Suena sanguinario pero necesario. La noche sería larga. Acabábamos de cenar, bueno cenar yo, ella más acertadamente devorar. Tozuda como una mula de tiro no le apetecía irse a dormir. Insistía en ver uno de esos programas presentados por famosos venidos a menos que venden toda clase de mierdas. Según rumiaba le interesaba especialmente la nueva colección de lencería. Imaginarlo era morirse de la risa empero verlo en vivo y en directo sería morirse ¡literalmente!

 Según aseguraba la presentadora estaba especialmente diseñada para reanimar a muertos de cintura para abajo. Mi señora me guiñaba con picaresca un ojo ¿cómo debía interpretarlo? Anda que tiene delito pues para “acoplarnos” yo tendría que llevar mi barriga a un lado y ella la suya al contrario. Y aún así dudo que la “nave” pudiera “entrar a puerto”…

 Esta nueva maquinación pasaba por coger un cuchillo de la cocina, acercarme por la espalda y clavárselo con saña, hasta el hueso. Después tiraría algunas cosas por el suelo, desordenaría las habitaciones (no mucho para evitar trabajo a mayores); rompería objetos (básicamente las fotografías en las que salimos juntos) y para concluir dejaría entornada la puerta de casa. Ya sabéis, las tonterías típicas para fingir un intento de robo. Con mi astucia de zorro viejo este sexto intento sí, éste será el definitivo.

 Allí estaba, sentada en el sofá viendo la televisión (madre mía se mueve menos que un espantapájaros). La chimenea encendida y en la pequeña pantalla lo último en ejercicios pasivos. A saber; te pones unos parches no sé dónde y mediante vibraciones de no sé qué pierdes peso. Claramente a mi señora los ojos se le debieron poner como platos ante tal prodigio moderno. Nena, una cosa es que el aparato de marras ayude a adelgazar y otra que haga milagros…

 Me acerco a la cocina con los guantes puestos. Cojo el cuchillo más grande y me regreso. Me aproximo con el sigilo de una leona escondida entre las hierbas del Kalahari y la agilidad de la jineta ibérica. Sin hacer ni el más pequeño ruido, de hecho ni escuchaba mis pasos pero sí el cuesco que se me acababa de escapar…

 Me presento a su espalda dispuesto a hundirle el cuchillo en la chepa. Probablemente la puñalada atraviese un pulmón así que la muerte quedará asegurada. Nada puede fallar esta vez; a la sexta va la buena…

 En televisión hablan de un peluquín cien por cien hecho a base de pelo natural. Vaya, este producto sí que podría interesarme… ¡Deja de dispersarte Carlos! (me digo a mí mismo). Calculado al milímetro, al por mayor y al por menor; no, no habrá nada en este mundo que me impida, ahora sí, acabar con la meapilas de mi manceba. En realidad sí lo había ¡me cago en mi estampa!…

 Despejé la incógnita que descifra la vida; calculé los días que llevaría al ser humano poner un pie al otro lado de la galaxia y calculé la velocidad de una bala montándome en ella. Todo menos la alfombra con cabeza de cebra que nos habíamos traído de Marruecos. Me metí tal hostia contra ella que hago campana, balanceándome hacia delante con el cuchillo en ristre.

 En los anuncios un señor delgaducho asegura que sus pastillas azules funcionan hasta con los muertos ¡y realiza ofertas por volumen de compra! A ver si no se entera mi mujer porque de lo contrario ya le faltaría tiempo para llamar…

 Me he trastabillado por esta alfombra de mierda. ¿A quién se le ocurre comprar esta horterada? ¡A mi señora! Vaya leona del Kalahari y vaya jineta ibérica que estoy hecho. La ley de la palanca no falla, consecuentemente me precipito encima de mi mujer. Busco corregir la trayectoria y lo consigo… a medias. El cuchillo queda clavado en la mesita baja, dejándome los piños en la leñera.

 —Pero soplagaitas ¿estás atontado? ¿Qué haces? ¿Estás bien? —Inquiere sin quitar la vista de la televisión.

 —Fí… fí… fí —respondo bisbiseando sin dientes…

 —Carlos ¿y ese cuchillo? ¡Ya estás con tus rarezas!

 —Pues esto… verás… verás… ¡¡mira!! ¡Una araña! Cielo, una araña grande, gorda, peluda y más fea que tu madre recién levantada. Mírala sobre la mesa, supón que llega a picarte. Por suerte la he matado con el cuchillo…

 —¿Dónde? ¿Estás seguro? Yo no veo bicho ninguno, ni en la mesa ni en el cuchillo…

 —Vaya cielo que torpe soy, he debido fallar el golpe. Tú no te preocupes porque… ¡mírala! ¡Mírala! ¡Es una viuda negra con más pelos que yo en el trasero! (Que ya es decir). Allá está, bajando por la pata de la mesa. ¡¡Quieta!! Déjame hacer a mí que esto es altamente peligroso pues su picotazo es letal. ¿Por qué te crees que el Vietnam derrotó a las fuerzas de los Estados Unidos? Mientras que los americanos tiraban balas a mansalva el Vietcong lanzaba estos bichos a “puñaos”…

 Su picadura haría que el cuerpo se te llenase de sarpullidos viscosos. Horas después los ojos se te caerían de las cuencas (las domingas no pues ya se encargó la gravedad hace años) y antes de morir pasarías dos días con sus noches yéndote por la patilla…

 De certera patada la mandé al fuego. Evidentemente a lo único que metí la coz fue al aire. Ni araña ni hostias no obstante me convertí en insospechado héroe de esta película. Me lo quería agradecer con una visita a la alcoba mas pensarlo me producía retortijones así que salí del apuro diciéndole que me quedaría a ver un partido de la siempre interesantísima liga Birmana.

Séptimo intento: El túnel del miedo.

 Lo que me ha costado convencerla para ir al parque de atracciones y sobre todo al túnel del miedo. Me ciño a los hechos para no irme por los Cerros de Úbeda. Los dos en una especie de vagoneta desplazada sobre dos raíles más torcidos que una lombriz con lumbago. En derredor todo oscuro como el ojete de un grillo. ¡Perfecto!

 El bosquejo trazado por mi prodigiosa mente es el siguiente: me he traído de casa la maza de la carne, la misma con la que mi mujer machaca la misma para supuestamente dejarla más tierna. Ya sabéis esas cosas de mujeres. La llevo escondida en el interior de la chaqueta.

 En el momento adecuado la sacaré para propinarle un fuerte golpe en la cabeza. Puesto que se trata de mi señora no tengo claro si con una buena hostia será suficiente. Ya veremos llegado el momento. Luego me desharé del arma y pediré ayuda pues alguien ha atacado a mi amada esposa. El mundo está lleno de gentuza ¿en qué lugar quedamos las buenas personas?…

 No veo a nadie por delante ni tampoco por detrás ¡estupendo! La oscuridad es prominente. Según la zona por la cual pasemos aumenta o disminuye. Destacan colores rojizos y luces llenas de telarañas de pega que no alumbran un carajo ¡perfecto! Saco la maza con cuidado… ¡joder! Todavía huele a carne. Mi esposa no se da cuenta, está asustada ante lo que pueda surgir tras cada esquina. Si fuese la niña de la curva y se le apareciese a mi señora del susto la curva se pondría recta y la niña no volvería a ser la misma…

 —Cielo me da mucho miedo este lugar ¿cuánto falta para terminar el tour? —Interpela inquieta, apretándome el antebrazo.

 —No tengas miedo mujer, yo te protejo pues soy tu paladín (rematadamente cínico). De cualquier modo ya no queda mucho.

 Vuelvo a otear la contorna, ni un alma. Hemos llegado a un punto lleno de rocas de pega, sangre por las paredes (color verde), muchas telarañas y un montón de tablas podridas arrimadas a una pared de atrezzo. Suena un ruido familiar pero no presto demasiada atención. Con la mano derecha levanto la maza, preparándome para asestar un único, salvaje y definitivo golpe. La suerte ha terminado para mi cónyuge; nadie la salvará esta vez ¡por mis muertos que no! O eso creía…

 Un mal actor caracterizado para la ocasión sale rompiendo el muro de tablas podridas. Es una copia mal hecha del de la motosierra de Texas, ya sabéis, el del careto de cuero. Babea, ladra, vocifera y amenaza, esforzándose en que la careta no le cubra los ojos. Da lo mejor de sí el flemillas, acelerando una motosierra de cartón a la que de tanto girar se le despega la cadena (de pega). La máscara se le descoloca por momentos, dificultándole la visión. No tarda en trastabillarse y venírsenos encima…

 Mi mujer es muy sentida para estas cosas. Asustada se agacha para esquivar el barrido de la motosierra de pega y claro justo coincide con mi maza bajando a todo tren. Pero (recordad amigos, lo que viene después de “pero” siempre suele ser una mierda) en lugar de golpear la cabeza de mi señora, como estaba previsto, atizo la del imbécil con cara de culo prieto. Lo dejo allí mismo noqueado, tirado en el suelo como una colilla y sangrando copiosamente. ¡Mierda! Rápidamente me deshago de la maza, tirándola entre las tablas de atrezo. Mi mujer se incorpora asustada, desubicada y sin aliento…

 —¿Qué ha pasado Carlos?

 —Nada grave pichoncita. A uno de los actores le ha debido dar un aire y se ha desmallado. Tal vez se haya deshidratado. No te preocupes se repondrá que los actores están acostumbrados a vivir al límite.

 Minutos después y previamente a salir por patas del recinto pude ver de reojo al actor en cuestión medio grogui, subido a una ambulancia hablando con un agente de la autoridad. Por fortuna entre la oscuridad y la confusión no pudo vernos con la suficiente nitidez como para describirnos.

 —¡Te odio! ¡Chupacables! ¡Tiralevitas! ¡Soplaguindas! En tu vida vuelvas a traerme a estos sitios —amenazó la pintamonas de mi mujer mientras se recolocaba el sostén. Madre del amor hermoso, si te metes dentro de su sujetador en la vida te encuentran…

Octavo intento: En el cine.

 Esta idea me surgió en el retrete, empujando como un cosaco (cosas del arroz blanco). No frunzáis el ceño porque el excusado es el emplazamiento donde mejores ideas  afloran. Si no ¿dónde creéis que estaba el inventor del papel higiénico cuando le llegó la hora de limpiarse y no tenía nada a mano?…

 A la panoli de mi mujer siempre le han gustado las películas de amor, romanticismo y esas cosas estúpidas que vuelven a las personas aún más estúpidas. Tanto amorío y tanta leche para en X años tirarse los trastos a la cabeza.

 Venga a litigar por el coche (para la ex), el perro (para la ex), los niños (para la ex), la moto (para la ex), las cuentas de ahorro (para la ex) y la casa (para la ex). ¿Qué nos queda a los hombres? Pues lo mejor, nada más y nada menos que un doctorado en borricos…

 A lo que voy que por h o por b me vuelvo a dispersar. La sorprendí muy mucho muchísimo al invitarla a ver una película en cartelera titulada “Pasión en el África salvaje”. (Yo la sufriría como sufro con mis hemorroides). Digo ¿qué pasión puede haber en un lugar que ronda los cuarenta grados? Si estás todo el día más sudado que el sobaco de un obrero asfaltando carreteras en julio.

 Mi mujer aceptó sin dudarlo ni por un segundo. Así que llegado ¡el domingo! Para allá que nos fuimos, a la última sesión del día. Desde primera hora de la mañana se había levantado algo de frío, lloviendo a ratos. Tanto lo uno como lo otro podían ser aliados a tener en consideración. La gente no suele salir mucho cuando el tiempo no acompaña. ¡Por fin sería un viudo alegre!…

 Mientras mi señora devoraba su barrica de palomitas, disfrutando de la película yo, con la excusa de ir al baño, ausentaría mis posaderas del lugar. Evidentemente para hacer la marcha falsa. Me acercaría por la retaguardia para estrangularla con mi corbata de lunares a lo flamenca gitana. Así son los gustos de mi señora y no exagero cuando digo que incluso elige el color de los gayumbos que debo ponerme. Ya, perfecto manual del calzonazos…

 Entramos levemente mojados por la lluvia. Tras sacudirnos el agua acumulada en los hombros le compré su pertinente barrica de palomitas y su tonel de zumo de piña. Sí amigos mi mujer no come, mi esposa devora, tritura y engulle. Para mí no pedí nada porque tenía el estómago achicado. Nos metimos en la sala ocho; cuatro gatos pelados medio dormidos. Vamos lo tenía claro, cuatro imbéciles queriendo ganar puntos con sus mujeres. (Al menos yo tenía un motivo de verdadero peso)…

 Luces fuera y al rato comenzaba a rodar aquel contubernio en forma de joya del séptimo arte protagonizada por actores y actrices de medio pelo. Al completo y sin excepciones sudados bajo los calores del África salvaje. Media hora después mi señora continuaba con el hocico hundido en las palomitas y los ojos fijos en la gran pantalla. Lloraba emocionada ¿llorando por qué? Yo lo único que veía era un mono muerto en el suelo tras haber calculado mal la distancia entre dos ramas. Una hiena lo olía y parece ser que no le agradó pues tras mearle encima se fue y mira que estos animales lo comen todo…

 Una de las protagonistas, de nombre rimbombante, declaraba su amor a un indígena más negro que el moco de un minero. Resulta que éste estaba amancebado con uno de la tribu. Sí amigos, en el África salvaje parece ser que también “entienden”… Un drama insufrible. Dudaba entre pegarme un tiro o dos, para asegurar.

 Yendo a lo sustancial puse en marcha la segunda parte de mi infalible plan…

 —Cariño, me ha venido un apretón, voy al baño —ni caso me hace, sigue llorando por el desamor de la otra y el mono muerto…

 Camino para que me vea hacerlo empero en nada estoy a su espalda ¡joder, a pesar de la oscuridad su silueta se prolonga como la carpa del circo de los horrores! No te disperses Carlos, tú a lo tuyo. Saco la corbata, con ella estrangularé a la peinaovejas de mi parienta…

 En pantalla el protagonista masculino, guapo y cachas (mi doble), lucha a muerte con un león entrado en años mientras su chica gritaba horrorizada. No por lo crudo de la escena, sino por un mandril encaramado a un árbol más torcido que la torre de Pisa. El primate no paraba de enseñarle el culo pelado, agitándolo de lado a lado como si fuese un balancín…

 Corbata fuera, la extiendo, la amarro bien para que no se me escurra y ¡zas! Rodeo su cuello, apretando con fuerza. En pantalla el león va ganando; el adonis de pacotilla ha perdido una mano en la reyerta. Su chica recibe en toda la cara una descarga escatológica del mono. El animal semeja reírse de ella, balanceándose todavía más. El otro mono, el muerto, se cubre las narices. Pues sí que debe oler mal la cagada para molestar incluso a un muerto. Éste se levanta para ir a espicharla cincuenta metros más adelante. Con suerte allá no le llegará el petazo, pudiendo morirse a gusto…

 Pero ¿qué clase de película hemos venido a ver? Sigo apretando reciamente. Mi esposa se revuelve como una gata salvaje empero cualquier esfuerzo está abocado al fracaso. Debe estar medio muerta, a punto de encontrarse con el sumo Creador ¡perfecto! Pero entonces…

 —Tú, bebecharcos ¿qué haces ahí de pie como un espantapájaros? —Pregunta mi esposa sin alzar en exceso la voz. Me quedo descompuesto y sin querer resultar sincero de más creo que me cagué encima. Me quedé a cuadros, igualito a cuando ves una pintura modernista e intentas darle algún sentido. Giro la cabeza y veo a mi mujer dos asientos más a la izquierda. ¿Pero qué carajos? Bajo la mirada y la realidad se despliega con crudeza… ¡me había equivocado de persona! Rápidamente dejo de apretar, saco la corbata y la escondo en el bolsillo. Le tomo el pulso, aún estaba viva, menos mal. Me escurro hacia el asiento contiguo al de mi mujer…

 —Justo venía del baño y esa señora de ahí me ha preguntado si sabía a cuánto estaban los tomates en la frutería de la esquina. ¿Cómo iba a saberlo? Le dije que no tenía ni idea. Allá la dejé con sus cosas, diría que ha decidido echarse una cabezadita…

 —Carlos ¿a qué hueles? —Me pregunta retóricamente.

 (A nubes en primavera no te jode) —Mejor no preguntes mi vida. Algo ha debido sentarme mal.

 Maldita sea, entre la penumbra, la película del carajo y la tensión había vuelto a meter la pata. Lo mejor salir de allí sin esperar al término de esa bazofia mas resultaba innegociable convencer a mi parienta con argucias y rápido, antes de que la otra volviese en sí, terminando la sala llena de policías. ¡Puaf! Menuda peste que voy arreando…

Noveno intento: Visitando el zoológico.

 Domingo por la mañana. La morsa bigotuda de mi mujer y éste que les habla llegan al zoológico. Sinceramente no me atrae lo más mínimo mirar bichos que debieran estar sueltos en su medio natural.

 La noche del sábado había dado infinitas vueltas en la cama y a mi cabeza (en ese orden, creo). Podría ser buen lugar para poner punto y final a la vida de mi esposa. Es más, hasta visualizaba el lugar concreto: el foso de los cocodrilos del Nilo. Sí amigos, ya los faraones los usaban como aterradora arma de guerra. Los cargaban entre varios esclavos en enormes catapultas y cuando el enemigo estaba a tiro aflojaban cuerdas. Para allá que disparaban a esos grandes lagartos; con las fauces bien abiertas y el estómago bien vacío…

 Dejamos atrás la jaula de unas aves de gran tamaño que no conocí. También dejamos atrás cuadrúpedos con cuernos desproporcionados que tampoco identifiqué. Recorrimos jaulas y espacios abiertos llenos de fauna pintoresca.

 Dos jirafas robándole la comida a unos conejillos de indias; una cebra coceando al veterinario, dos tigres devorando no sé cuántos kilos de carne arrojados desde una trampilla, un elefante escupiendo agua al público y dos leones desdentados a los que un trabajador masticaba la comida… todo muy lúdico.

 Pero mi mujer quedó estupefacta ante la jaula de los loros jíbaros del Amazonas. Tenían tantos colores en sus plumas que dolía verlos. No sé mi mujer pero yo los noté especialmente alborotados. Mi señora se acercó a ellos (seguro que entre loros y una cotorra se entienden)…

 —Hola bonitos, mirad que lindos sois. Ojala el patán de mi esposo fuese tan sólo la mitad de guapo —les decía como si pudiesen entenderla.

 (Feo, dice ella que es más fea que cagar “pa” dentro).

 —¡Cállate gorda!… ¡Gorda más que gorda! —Garrea uno de los emplumados en perfecto castellano.

—¡Carlos! ¿Lo has escuchado? ¿Has escuchado lo que me ha dicho?…

 —Desde luego amor mío estos pajarracos son de lo que no hay. Espera que le voy a dar lo suyo…

 —Tú que vas a dar ¡calzonazos! ¡Pito “pa” dentro! ¿Adónde vas con barrigón de burro preñado y esa calva franciscana por la que resbalan las moscas, pasándose de frenada? Me espeta el muy sinvergüenza, agitando las alas al tiempo que levanta una pata.

 Observo para un lado y para el otro. Cojo al animal del gaznate y le meto contra los barrotes, dejándolo grogui perdido…

 Pasando por alto este desafortunado incidente acabábamos de llegar al foso de los cocodrilos del Nilo. Bien.

 Aprovecharía la multitud para propinar un empujón a mi señora, mandándola de cabeza al infierno. En cuestión de minutos la despedazarían igual que una legión de pirañas a un diplodocus con la mala idea de darse un baño.

 —¡Qué pasada Carlos! No pensé que fuesen tan grandes.

 —Yo tampoco. Debe ser que de cerca las cosas adquieren diferente perspectiva. ¿Quieres acercarte un poco más? Así los verás mejor…

 Así lo hizo, se inclinó sobre el muro. La alambrada estaba rota, un cartel alertaba del peligro: “Mantener distancia de seguridad hasta reparación del vallado”. Miré en derredor, más gente que en la cola del paro. Ocasión propicia para arrearle ese empujoncito de nada. De tanta muchedumbre ¿quién se percataría? ¿Verdad? Vuelvo a mirar. Alargo los brazos, apoyo las palmas de mis manos en su espalda y…

 El condenado loro de antes se me tira encima en plan halcón peregrino. Me lanza picotazos en la calva a diestro y siniestro. Mi mujer y los demás se apartan sobresaltados. Todos salvo un par de viejos (con mal oído y vista) que fruto de mis desenfrenados giros (por quitarme de encima al pajarraco) empujo accidentalmente al foso. La gente se cubre los ojos, algunos hasta el de la retaguardia; gritos de espanto sacuden el aire, a los niños les dan la vuelta, cuatro señoras se desmayan…

 Los viejos están dentro de las fauces de aquellos pesos pesados de la naturaleza ¡qué horripilación! Vuelan dentaduras postizas, ropa de pana, placas de titanio, un DIU, dos prótesis de cadera y un peluquín…

 —¡¡Quita maldito pájaro!! ¡Mira lo que ha sucedido por tu culpa!

 —¡Calzonazos! ¿Qué querías hacer con la vaca-burra de tu mujer? —Garrea entre picotazo y picotazo—. ¡Calzonazos! Sois tal para cual ¡calzonazos! ¡Bragas que eres un bragas! —Todo esto en lenguaje castellano aderezado con violencia de la calle. Tenía la calva más roja que la corbata de un comunista.

 Los trabajadores del zoológico finalmente lograron quitarme el ave de encima. Dijeron no haber visto jamás semejante reacción en ese tipo de pájaros, pacíficos por regla general. ¿Cómo había salido de la jaula? Misterios de la naturaleza. Nos volvimos para casa y nunca más regresamos al zoológico. Mi plan se había ido a la mierda… otra vez.

Décimo intento: Sicario de poca monta.

 Llega un momento en el cual lo mejor es dejar ciertos asuntos en manos de profesionales. Si lo anterior había fallado ¿por qué no contratar los servicios de un sicario? Alguien desconocido que hiciese el trabajo sucio por mí.

 En una nave abandonada ubicada a las afueras de la ciudad hablé con un tal Aquilino aunque en realidad podría llamarse de cualquier manera. No hubo demasiados preámbulos ni demasiadas cortesías.

 La mitad del pago por adelantado y el resto a la conclusión del trabajo. El plan por mí mismo trazado tenía su epicentro en el parque. Por supuesto la parte más latosa sería convencer a mi señora de salir a pasear empero si logré hacerla subir a una bicicleta esto estaría chupado. Lo primordial era una cosa: hacer pasar el asesinato por un vulgar robo con trágico final.

 El pocasluces de Aquilino no tenía más que apuñalarla; ofreciese resistencia al atraco o no. Vamos dejarla lo que viene siendo muerta y bien muerta. Una vez mi parienta pasase a mejor vida esperaría un tiempo para que Aquilino se largase bien lejos. Más tarde efectuaría una llamada a emergencias poniendo mi mejor voz de dramaturgo y mis mejores lágrimas de cocodrilo.

 Domingo por la mañana. Otro domingo más pues sí ¿algún problema? El resto de la semana algunos trabajamos.

 Paseando por el parque con la insufrible de mi manceba agarrados de la mano como si tuviésemos quince años. Le costaba caminar (aunque lo disimulaba bastante bien). Solamente tocaba aguardar por el malnacido de turno que pondría punto y final a nuestro matrimonio…

 —¡Oh! Cielo que día tan espléndido ¿no crees? —Me pregunta sin apear la vista del cielo—. Cuanto me alegra que hayas insistido en venir. Hasta te encuentro menos adefesio de lo normal…

 —Sí almendrita mía, es tan bonito que dan ganas de creer que Dios existe —le contesto con guasa, sin quitar mis ojos del escote de una cuarentona que pasaba corriendo…

 —Tú siempre igual, tomándotelo todo a pitorreo. ¡Y deja de mirarle las tetas a esa pelandrusca!

 —Por cierto ¿has cerrado la casa antes de salir?

 —¿Otra vez? Cerrada a cal y canto.

(Más cerrada que las piernas de una mojigata en una bacanal).

 —¿Y has sacado la basura? Mira que después hay malos olores.

(Tus pedos sí que huelen mal)

 —Sí cielo. Las bolsas están en el contenedor, perfectamente reciclado hasta el último plástico y la última botella.

 —¡Progresas adecuadamente! Y el gas ¿lo has cerrado?

 —Sí mi vida, también he cerrado el gas.

 (Lo que te cerraba yo a ti era la boca con el mocho de la fregona).

 —¿Y la televisión? ¿La has apagado? Mira que eres mucho de dejarla a lo tonto encendida…

 —Sí mi colibrí, la he apagado.

 —Y ¿has comprado aceite? Se me ha olvidado cuando bajé ayer a la tienda y sin él no puedo freírte esas empanadillas que tanto te gustan.

 —Por supuesto mi tesoro pirata. Una garrafa de cinco litros para que no sea por aceite.

 —¿Y has colocado la ropa en el tendedero? Mira que si la dejas de cualquier manera luego huele mal…

 —Sí mi querido alfajor navideño, la ropa perfectamente colgada, lista para revista.

 (Tu aliento sí que huele a alcantarilla y no me quejo)

 —¿Y has limpiado el horno de la cocina? Ojo que después se van quedado pegotes y al final cuesta mucho más dejarlo impoluto.

 —También lo dejé hecho y ¡quieres parar ya! ¿Hemos venido a disfrutar del paseo o a que me estés repasando la lista de tareas?

 De repente mi mujer se queda con la palabra en la boca, poniéndose en alerta como un perro guardián al que quieren usurpar su territorio. Poco me faltó para darle un morreo al desgraciado de Aquilino…

 —¡¡Alto!! ¡Alto los dos! Esto es un atraco y yo soy el atracador—. El desgraciado tropieza, se le cae la navaja, se agacha y la vuelve a coger…

 —¡Vosotros! Aligerad bolsillos —se le bajan los pantalones hasta los tobillos. Rápidamente se los sube, apretando más el cordel que hace funciones de cinturón—. ¿Qué miráis? ¡Qué estoy “mu” loco! Vamos, rapidito y sin tonterías, aflojad la pasta —grita Aquilino con serias dificultades para mantener el equilibrio. El muy anormal está borracho como una cuba.

 —¡Cariño! Es un atracador de esos que atracan y lleva un cuchillo en la mano —berrea mi mujer como si yo no tuviese ojos en la cara para verlo.

 —Ya lo sé pero técnicamente no es un cuchillo sino una navaja. Es mejor no resistirse.

 —¿A qué esperáis? ¡Qué estoy “mu” loco! Darme el dinero “u” “sus” rajo las entrañas.

 Se queda parado, mirándome con los mofletes coloreados por el vino, la lengua trabada y la verticalidad en serio peligro. Le devuelvo la mirada, asintiendo con la cabeza. Esta era la señal convenida para clavarle bien hondo el arma en la tripa. Aquilino titubea, la madre que lo parió. Vuelve a dudar. Me mira, lo miro, me mira y lo vuelvo a mirar. Le hago gestos con la cabeza como diciéndole: “a ver hostias”.

 Se acerca a mi mujer con el brazo en ristre, tambaleándose. Vuelve a tropezar y se cae, dejándose algunos dientes en el piso. Se incorpora a trompicones.

 —¡Quietos los dos! ¡No intentéis nada que estoy “mu” loco! —Grita amenazando sin demasiada credibilidad. (Loco no sé pero gilipollas un rato).

 Afortunadamente mi mujer está tan bloqueada que no reacciona. El reflejo de la silueta del papanatas de Aquilino se marca en la hoja. La tragedia parece inevitable. De esta vez sí me voy a librar de ella ¡Dios existe!…

 ¿Se decide o no? Sí, repentinamente se ha empoderado. Camina hacia ella un par de pasos ¡maldita mi calavera! La cosa se vuelve a desmadrar. Un taxi viene descontrolado cuesta abajo, llevándose por delante los arbustos y parte del parterre que rodea los susodichos.

 —¡Apártense que voy cuesta abajo sin frenos! —Grita impotente el taxista, un señor de mediana edad con cara de cura y ojos de pato.

 No sé como demonios hizo pero mi mujer fue la primera en echarse a un lado. La adrenalina o el instinto de supervivencia convirtieran su media tonelada en el peso equivalente a dos plumas de faisán. La sigo, tirándome al otro lado, más que nada para no ser el tonto de la película que muere el primero. Tonto no creo pero listo de más tampoco porque terminé con la cara metida en una cagada de perro que más bien parecía (dadas sus proporciones) boñiga de vaca.

 El catacaldos de Aquilino no reacciona, la borrachera que llevaba era de las que sientan cátedra. No hacía más que menear la navaja, buscando aguantar el equilibrio mediante la técnica de separar las piernas. De repente echó la pota, doblándose como un alambre.

 Allá venía el coche sin frenos con el señor taxista dentro, alertando a los presentes para que saliesen de su trayectoria.

 Se llevó por delante a dos canes que se estaban oliendo el culo mutuamente; a una corredora que no corrió lo suficiente y al zampalimosnas del Aquilino. Su navaja salió por los aires, clavándoseme en el pie tras varias piruetas y tirabuzones.

 El vehículo chocó frontalmente contra la farola más tocha del paseo. A consecuencia del violento impacto el ocupante salió disparado tal cual fuese una bola de cañón. Dio con sus huesos en una barca de remos bogada por dos monjas que susurraban por lo bajini cómo sería intimar con un varón…

 Peor suerte corrió el soplagaitas del Aquilino. Habíase quedado enganchado entre la defensa y el capó. Dada la melopea que cargaba entre pecho y espalda no debió percatarse de la visita de la flaca y de verla sería por cuadriplicado. ¡Un inútil menos! Algunos días después leí en la prensa que cuando lo sacaron de entre los hierros era más acordeón que persona…

 Lo dicho amigos míos, he desistido. Me ha quedado claro que acabar con mi mujer es simplemente imposible. Debo sufrir esta cruz hasta que Dios quiera.

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