Cuidado con lo que desees

Cuidado con lo que desees

Claudio E. Vives

18/02/2024

En una época remota, cuatro jarrones de cobre sellados con una tapa de plomo fueron escondidos en distintas regiones, distantes unas de las otras. Cada jarrón contenía un genio atrapado en el interior. La leyenda contaba que al liberarlos otorgarían tres deseos a quien los rescataran del encierro, los cuales debían ser pedidos en un plazo no mayor a cien días. Pues tal tiempo se consideraba suficiente para pensar con detenimiento los mismos.

Primer jarrón: Abdel Fatta encontró y liberó al primero de ellos al romper, con un cuchillo, el sello de plomo. Anoticiado por el genio de la recompensa que le concedería, se dispuso a solicitar el primero de los deseos. Pensó un rato, poco tiempo en realidad; era un hombre ambicioso y simple, y sus pensamientos estaban puestos sólo en un objetivo: bienes materiales. Entonces, como era de esperar, el pedido fue en esa dirección.

—Genio, deseo tener una fortuna como jamás se haya visto para ser así el hombre más rico del mundo.

En un instante, Abdel Fatta se vio montado sobre una inmensa fortuna, con su casa transformada en un fastuoso palacio donde el lujo y la riqueza resplandecían por doquier. Salas de ébano cuyas puertas relucían adornadas en incrustaciones de plata. Cuartos de mármol blanco con las paredes adornadas de valiosos tapices dorados. Salones rebosantes en conocidas monedas de metales preciosos: dinares, cequies, dacmas, scherifies. Su fortuna se completaba con vastos territorios y minas de oro y plata. Todo lo cual permanecía bajo la atenta mirada y guarda de numerosos y leales servidores.

Pero Abdel Fatta ambicionaba más. «¿De qué vale la riqueza sin poder», se decía.

—Genio, ya he pensado mi segundo deseo.

—Escucho y obedezco —contestó este.

—Quiero ser el hombre más poderoso sobre la Tierra.

En un parpadeo Abdel se convirtió no sólo en el rey del Estado con el mayor ejército que se haya visto, sino también del más próspero para poder sostener ese poder. La bonanza brotaba por todas partes. Nadie pasaba hambre. Las artes y la cultura resplandecían en cada rincón de las ciudades. Los soldados repelían con éxito todo intento invasor de envidiosos reyes vecinos que se atrevían a perturbar la paz. El reino era inigualable.

Esto hubiese bastado para cualquiera, pero no para Abdel. No es que estuviera insatisfecho ni pensara que los deseos no habían sido cumplidos al pie de la letra, sino que un hecho lo apenaba, una sombra en el futuro. Pues la vida es corta y lamentaba no tener el tiempo suficiente para disfrutar de todas sus posesiones y poder como él quería. Y sólo vio una forma de lograrlo. Por lo que cerca del plazo de días estipulado, dirigiéndose al genio, hizo su tercer y último pedido.

—Genio, mi tercer deseo es ser inmortal.

Dicho lo cual, el alma de Abdel fue separada de la prisión mortal que constituía su cuerpo, asegurándose la inmortalidad, pero ya sin poder disfrutar de las riquezas y el poder otorgados. Así, el espíritu de Abdel Fatta vaga por la eternidad en la nada del espacio.

Segundo jarrón: Transcurrió casi una centuria de años desde el hallazgo del primer jarrón hasta que un hombre halló el segundo y rescató al genio encerrado en él. Bahir, tal el nombre de quien lo encontró, era tan ambicioso como Abdel Fattar, por lo que solicitó los dos mismos primeros deseos. Si la fortuna de Abdel había sido extraordinaria, las inmensas riquezas que le fueron otorgadas a Bahir lo eran aún más. Los salones de los palacios relucían adornados con finos mantos de seda hilados con las más delicadas hebras de oro y plata. Numerosos cuartos rebalsaban en perlas y riquísimas prederías procedentes de la generosidad de la tierra y los mares: topacios, turquesas, cornalinas traslúcidas en todos los colores, rubíes, esmeraldas y por supuesto diamantes. Además de artesanías manufacturadas con ellas, tales como: jarrones de jade, collares y brazaletes.

En cuanto a sus territorios abundaban en praderas y bosques que iban más allá de donde alcanzara la vista. Vastos lagos, arroyos, extensos ríos y montañas que se perdían en las alturas, daban la impresión que sus dominios llegaban hasta el mismísimo cielo. Varios meses de viaje eran necesarios para divisar los límites del reino.

¡Y qué decir del poder que el genio otorgó a Bahir! Su palabra era Ley. El ejército se componía de bravos y leales soldados que eran comandados por los jefes de regimientos más prestigiosos e inteligentes en las artes de la guerra, con una sapiencia tal que se decía que podían doblegar a cualquier ejército extranjero en cuestión de horas con la mitad de guerreros que el enemigo.

Viéndose Bahir en la cúspide del mundo, pensó día y noche en el tercer y último deseo; no podía equivocarse. Pero nada le faltaba y su desesperación iba en aumento a medida que se acercaba el plazo establecido y ninguna idea lo satisfacía. Sin embargo, un día, al borde de la expiración del plazo, la sonrisa volvió a iluminarle el rostro cuando una mañana conjeturó, en lo que creyó un momento de extrema lucidez, que si él fuera un genio podría hacer y deshacer a voluntad cuanto capricho le pasara por la cabeza sin tener que preocuparse por lo que poseyera o no, ya que con un simple deseo sus ambiciones más profundas serían cristalizadas. Entonces, se dirigió al genio y le ordenó que lo convirtiera en uno igual a él.

Concedido el pedido, el poderoso Bahir, convertido en genio, espera en un jarrón de cobre el momento que alguien lo libere.

Tercer jarrón: Debieron pasar varios siglos desde el hallazgo del segundo jarrón hasta que Amal Jaziri descubriera al tercero de los cuatro, y liberara al prisionero en él. Desconociendo las dos historias previas, aunque con una mente tan ambiciosa como la de aquellos hombres, no fue original en los primeros dos pedidos, repitiéndolos.

Si las fortunas de Abdel Fatta y Bahir eran envidiables, la de Amal dejaba sin habla. Toda piedra preciosa y metal de valor formaban parte de su inmensa riqueza, con habitaciones repletas de joyas que sólo eran dignas de portar por lo más alto de la realeza. Las cúspides infinitas de los palacios parecían perderse en las noches en el firmamento, y los tapizados de seda con lentejuelas y brocados de oro y terciopelo brotaban como langostas en cada rincón de las amplias estancias de las construcciones, cuyas ventanas se componían de celosías de oro. El personal se conformaba, entre otros, con servidores, guardias, esclavos y mensajeros. Y lo más espectacular era el jardín del palacio principal, a cuya vista se presentaban fuentes en alabastro custodiadas por siete portentosos leones esculpidos en oro rojo.

Los territorios de Amal se internaban en los mares, en donde desplegaba su influencia a través de embarcaciones lujosas y el comercio de finas mercaderías. Una fortuna tal que aún en el caso de que viviera mil vidas le hubiera sido imposible derrochar.

En cuanto al poder que poseía, no había mortal por encima de él. Las armas del ejército estaban construidas con metales preciosos, y sus corceles, los más fuertes y veloces, vestían sillas de brocado. Bajo su ala se cobijaban veinte reyes tributarios, que aportaban también a sus soldados más temerarios para formar parte del ejército principal. Como era de esperar no sólo en tierra desplegaba sus fuerzas Amal. Una flota de naves guerreras surcaban los mares y azotaban a cualquier enemigo que intentara invadir el territorio o asaltar las embarcaciones comerciales.

Al igual que Abdel y Bahir, estuvo deliberando con el tercer deseo. Creyó que podía ganar tiempo con una ocurrencia que le cruzó la cabeza. Demandó, entonces, que se le otorgaran tres deseos más. El genio al escuchar tales palabras atinó a reír fuertemente, tan fuerte lo hizo que las montañas cercanas retumbaron con el estrépito de la risa.

—No puedo concederte tal pedido, eso caería fuera de las reglas. Tampoco hubiese permitido que en tus primeras solicitudes llevaras el límite de tiempo a una mayor cantidad de días.

—¿Cómo saber entonces que es lo que puedo o no pedir?, pues si hago una pregunta, la respuesta a la misma será tomada como un deseo.

El genio rió con ganas otra vez y respondió:

—Si ese es tu temor, aléjalo de ti. Puedes hacerme cuanta pregunta quieras; ninguna será tomada como tu encargo final.

Dicho lo cual, Amal atosigó al genio día y noche con preguntas de toda índole. El genio nunca perdía la paciencia y contestaba de buena gana. Y un buen día por fin llegó el momento que Amal creyó hallar la clave. Sin embargo, alzó la codicia al mayor nivel posible. Sin pensar más, se dirigió al genio y, con voz clara y sonora, dijo:

— Genio, quiero ser una deidad.

—Ese es un pedido que está más allá de mis poderes, pero consultaré a los dioses para saber si quisieran otorgarme, por única vez, el don para cumplir con tu demanda.

El genio cerró los ojos, entró en lo que pareció un estado de profunda meditación y después de varios minutos los abrió lentamente, suspiró y dijo:

—Eres afortunado. Los dioses me han concedido esa gracia, aunque no envidio tu suerte. —Y antes que Amal pudiera esbozar siquiera una palabra, completó—. Que tu voluntad sea cumplida.

Otorgado el pedido, Amal comparte en el llameante y caluroso reino de Shaitán un lugar entre sus hijos.

Cuarto jarrón: Soy quien ha narrado las historias anteriores, el último genio de los cuatro jarrones. A través de los tiempos, por medio del susurro de las contadas brisas que golpea el exterior de mi prisión, mis hermanos me contaron sus historias. Han transcurrido muchos siglos, que fueron acumulándose uno sobre el otro. La humanidad ya no camina por estas tierras: es un vestigio del pasado, tan sólo un recuerdo. Supe de su gigantesca evolución, y como al agotar los recursos del planeta, se marcharon a otros mundos por fuera del sistema solar. Hoy, la Tierra le pertenece a otra especie. Una que vino después de los hombres, que organiza y planifica cada paso en forma meticulosa; de sueños desconocidos. Me he preguntado de continuo cuales serán estos. Si tendrán algún punto de semejanza con los de los hombres. Si toda inteligencia desea las mismas cosas sin importar su procedencia. Pronto sabré la respuesta, pues escucho, en la caverna en la que yace escondido el jarrón, a un excavadora acercándose. Y cuando me encuentren y liberen, al fin podré conocer los deseos ocultos que abrigan. La de aquellos creados por los que se fueron, los que llevan consigo en sus mentes la evolución de la inteligencia artificial.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS