Mi vampiro es alto, buenmozo y es francés. Tiene un cuerpo macizo y deseable. Le gusta vestirse de negro. Los botones de la camisa se desabrochan un poco, para mostrar la piel de su pecho, ilusionando a las manos con guarecerse debajo de los pliegues de la tela. Tentando a morderlo, cuando soy yo quien será mordida. Los brazos son fuertes pero no demasiado musculosos, lo suficiente como para hacerse notar debajo de las mangas. Las piernas, los pies, los dedos: largos, torneados, delicados. El pelo abundante y espeso, con esa cualidad que tienen los vampiros de jamás perderlo. Los ojos, entre carey y oliva, las cejas prominentes, tupidas. Su boca, de dientes gastados por tantos siglos cigarrillos, el labio superior un poco más abultado, por la presencia de los colmillos.

   Mi vampiro es charmant, políglota, bien educado. Sabe de historia y de literatura, y de arte. Ha viajado por el mundo. Y canta con una voz tan suave y vulnerable, que dan ganas de invitarlo al nido, a la cocina, y de cuidarlo. Esa invitación será, al fin, la perdición.

   Mi vampiro tiene buen gusto, y placer por las cosas bellas y exóticas, con un aire de decadencia, como todos ellos, seres de la noche, corazón de coágulos empedrecidos. Desafiando la creencia popular, o tal vez para sorprender al distraído, ostenta una colección de iconografía católica que avergonzaría a más de una capilla. Desfilan los santos, las vírgenes y los crucifijos. Nada de eso puede dañarlo. No significan nada para él.

   Me hizo suya dándome de beber su sangre. Primero, con un beso largo y estático, solamente presionando sus labios contra los míos, mientras yo ansiaba probar un poco más, y un poco más. Me atiborró de regalos, de objetos hermosos, me sedujo con planes y proyectos, con sexo apasionado, con palabras suaves y melodías en francés que cantaba acompañándose de su guitarra, sólo para mí en el sofá, con mi cabeza sobre su regazo.

   Mi vampiro parecía humano a la luz del sol. El sol no es un problema para ellos, pero no lo disfrutan. Tampoco disfrutan la vida humana, quizás le parece tonta. Las conversaciones emocionales, las caricias, y ese sentimiento tan rebuscado que nosotros llamamos «empatía». Los vampiros tienen otras formas de sentirte en carne propia. Y la empatía no es precisamente una de ellas. Les parecen agradables, eso sí, las reuniones nocturnas: por su superficialidad, por sus excesos, y, claro, por la conquista de posibles bocadillos. Personalmente creo que lo que más les gusta es ver cómo hacemos papelones mientras ellos, voyeurs, se divierten, impasibles.

   Mi vampiro me fue drenando lentamente. Al principio, obnubilada por sus castillos, sus riquezas, sus priviliegios, me pregunté: «¿Qué puedo yo ofrecerle, que no sea mi amor, y mis talentos?» Pero esos castillos, esas riquezas y esos privilegios eran arena en el viento, parte de la ilusión que creó para amarrarme.

   Un día, o una noche, mi sangre comenzó a aburrirlo. Los vampiros, pese a ser eternos, o quizás a causa de eso, se aburren muy fácilmente. Y además, verán: los humanos somos su comida. Uno no se compromete con su comida, más que al momento de comerla. Y así pasó también conmigo.

   Su poder fue tan intenso (debía ser un vampiro bastante antiguo), que aún drenada, desangrada y débil, seguía rendida a sus encantos. Al mismo tiempo, él tomaba cada vez menos de mí, buscando saciar su sed en otras venas.

   Al fin se aburrió completamente de mi esencia humana: del llanto, las risas, las emociones de los mortales, de cómo nos marchitamos. Ese día decidió terminarlo. Succionó mi sangre casi por completo, sin sed, con un gran desprecio y algunas lágrimas en sus párpados caídos.

   Así, mordida y drenada, me dejó en el camino, medio muerta. Sospechó (o supo) que mi instinto de supervivencia sería más fuerte que su encantamiento, y no se equivocó. Desperté maltrecha, tambaleando, y con lo puesto, volví a mi casa, lejos de él. No quiso matarme, pienso. Pero tampoco le importó si moría.

   La idiosincracia humana me esperaba más fuerte y calurosa que nunca. Empapada de emociones, de esperanzas, de muerte y de todas esas cosas, tan efímeras, tan insoportables y tan nuestras.

   Él siguió vagando por distintos lugares, buscando nuevas arterias que fluyan con la vivacidad que tenían las mías antes de ser laceradas durante años. No será difícil que encuentre sangre nueva. A todos nos encantan los regalos.

Etiquetas: relato romance vampiro

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