Daba gusto ver cómo el sol rasguñaba las estrías naranjas de las flores del chañar.
Llegué un febrero. Estaba obsesionado con las leyendas de las sierras del norte. Siempre me había interesado por las costumbres de los criollos.
Retirado de la academia la vida me ofrendaba tiempo de sobra para concretar los planes que hubiese postergado. Uno de esos proyectos había surgido durante una campaña en el noroeste serrano. Una médica rural y el cura de un convento franciscano habían mencionado que los cachilovienses tenían experiencia ancestral en el uso medicinal de la flora nativa, e incluso que atesoraban historias fantásticas.
Sin dar muchas vueltas, encargué a mi mejor amiga el cuidado de mi casa y mis gatos, y me empeñé en el registro de las leyendas de Cachilovío. Apenas llegué, los lugareños me indicaron hablar con «la viuda de Alfonso». Me dio apuro andar preguntando por la casa de una mujer de quien podía inferir, en tan sólo cuatro palabras, que estaba sola y quizás triste. Cuando la encontré, me recibió con esa candidez que suelen tener las personas mayores que han envejecido habitando el espíritu manso de la naturaleza.
Al lado del rancho de troncos su marido había construido una habitación para los nietos; pero apenas se casaron, sus hijos se fueron a la ciudad. Al morir su esposo, doña Elvira alquiló la habitación a los turistas que andaban de paso. Aunque sus ingresos constantes provenían de la venta de tortillas de grasa y de tapaditos de lana que tejía por encargo.
Le adelanté seis meses por la renta del cuarto. Me aseguré la tranquilidad de una cama limpia y un espacio para trabajar. Cachilovío sería el epicentro de mi investigación.
Al poco tiempo me sentí en casa. Y de a poco los amaneceres con llovizna se convirtieron en espacios de intercambio de cuentos con doña Elvira. Ella había terminado la primaria en tiempos en que la escuela enseñaba a los chicos a leer y a escribir, y, sobre todo, a pensar. Su talle era pequeño y sus pasos cortos. Dueña de un habla lenta, sin atolondramiento, transmitía una quietud interior contagiosa.
Muy flexible sólo tenía algunas reglas: el mate dulce. «Bastante amarga es la vida», repetía mientras echaba suculentas cucharadas de azúcar adentro del mate. Sentada en el banquito, doña Elvira podía pasar horas recordando su vida convidada con pan casero.
La otra regla era la siesta. Para ella era tan sagrada como la Virgen María de quien tenía varios tipos de imágenes. Algunos, enmarcados.
Una tarde, los estridores de las chicharras la obligaron a suspender la siesta por unos mates dulces en la galería.
—¿Sabe? En el pueblo dicen que acá los niños se enferman mucho de los bronquios.
—Sí, así es. ¡Mire! —señaló apuntando con el dedo índice hacia el cerro más alto—, allá arriba viven el Dalmiro, la Mirta y las tres hijas. La más chiquita todos los inviernos se amorata con el asma.
—¿Y qué hacen para ayudarla?
—Las noches de heladas Paulina aflige a la mamá con unos silbidos finitos que le salen por la boca. Si no fuera por su mamá, quizá no estaría entre nosotros.
—¿Por qué lo dice?
—Porque la Paulina estuvo muy grave. Ni respirar podía. Pensaron que se moría pero el tesón de la Mirta fue más obcecado que la muerte.
—¿Cómo?
—Sí, sí. La Mirta se empacó con que la hija no se le iba. Le rezó a la virgen del Caracol, a San Simón, a San Leo. No sé cuántas veces. Pasó días enteros dándole a la chiquita té de chañar de a cucharitas.
—La salvó.
—Claro, la Mirta es terca como una mula. No iba a dejar que la Paulina se le fuera como se le fue su mamá cuando ella tenía dos años. Por eso se puso dura. Los que la conocemos sabemos que tiene locura por esa chiquita. Siempre anda diciendo que tiene los ojos verdes de su abuela. Y la Mirta la quiso a su abuela… ¿eh? La Mirta nunca conoció a su papá. Se fue del pueblo cuando supo que la mamá estaba embarazada de la Mirta, y nunca más volvió.
—Menos mal que no murió la chiquita —expresé imaginando ese drama—. Me subí las alpargatas encima de los talones, pedí permiso y salí a caminar un poco.
Unos días más tarde me encontré ocasionalmente con las tres hijas de Mirta. Me acerqué con cautela para no incomodarlas. Llevaban los cuadernos y los lápices en las manos. A diferencia de las otras dos, Paulina tenía una mirada muy honda, inusual en las chiquitas de su edad. Me acerqué a ellas, les pedí permiso para acompañarlas no sin antes contarles que era el hombre que estaba parando en la habitación que alquilaba doña Elvira, y que ella me había contado que las conocía. Les pregunté sobre la escuela, los amigos, la maestra.
—La seño es buena y nos hace reír —dijo la mayor.
—Cuenta chistes —detalló Paulina.
Les compartí que de chico también había tenido una maestra entretenida, pero que yo faltaba mucho porque siempre estaba enfermo.
—Siempre estaba con asma cuando era muy chico —recordé y haciéndome el zonzo deslicé una pregunta que pretendí pareciera improvisada —. Me parece que doña Elvira me dijo que una de ustedes también es asmática.
—¿Eso que apreta el pecho? —dudó Paulina indicando con una mano la zona del cuerpo debajo del cuello.
—Sí, eso. Tu mamá te curó con tecitos de chañar, ¿no?
—Eso dice mi mamita —interpuso la mayor mirando hacia la escuela que todavía era una mancha blanca en el fondo del valle.
Las otras dos hicieron un silencio largo.
—Dicen que el té de chañar es bueno para la tos. Pero que lo mejor, y eso me lo contó el cura de un pueblo de por acá, es una mujer a la que llaman Chañasanadora. ¿Sabes de qué te hablo?
—Sí, tiene una voz muy dulce —respondió Paulina dando un largo suspiro—. Vive en el chañar.
—¡Ella te curó! —soltó la mayor,y como con una especie de pudor por su arrebatamiento, salió corriendo.
Las otras dos la siguieron dejando una estela de polvo a sus espaldas.
No volví a verlas.
Desde los primeros días en Cachilovío intenté sustituir a doña Elvira en las tareas que eran más físicas. Me incomodaba ver lo difícil que le resultaba levantar el hacha para cortar los troncos o la carga de los leños hasta el horno. Apenas insinué que quería ocuparme de esas actividades, ella me las delegó. Se ve que estaba agotada de tanto sacrificio.
Algo parecido ocurrió con las tortillas de grasa. Pasé varias tardes observándola arremolinar con la mano la harina, abrir el centro para la salmuera, la grasa derretida y reunir los ingredientes para amasarlos. Cuando sentí que había aprendido su arte, le pedí que me dejara armar y estirar los bollos. A cambio sólo le pedía unos mates dulces. Ella se ocuparía de pinchar las tortillas y de meterlas al horno. Aceptó mi ofrecimiento con gusto.
Fueron posiblemente aquellos gestos de cuidado los que me acercaron más a doña Elvira, quien entonces me confió historias de Cachilovío que hasta entonces había omitido.
Al parecer otro niño que también sufría de asma, un tal Danilito Aráoz, había subido la lomada que mira al pueblo, una tarde de calor agobiante. Acompañado por una prima mayor, al llegar a lo más alto ambos aprovecharon la base de un chañar para la ociosidad.
Lo que ocurrió después fue tan inesperado, que durante una semana perdieron la voz. Al recuperar el habla, Danilito contó que estando echado bajo la sombra del chañar, una voz delicada había brotado entre las hendiduras de la corteza pidiéndole que enroscase los brazos alrededor de su tronco.
—Danilito sanó —afirmó doña Elvira. O al menos no tuvo más de esas toses que lo hacían llorar —corrigió.
Otro día me contó que con el paso de las semanas la noticia de la sanadora fue llegando a oídos de otros poblados. Entonces los enfermos de los alrededores comenzaron a viajar hacia el villorrio cruzando las sierras a pelo de caballo o de mula.
Como no había autoridad ni nadie que los organizara, los forasteros rodeaban al chañar entrelazando los dedos de las manos unos con otros en un apelotonamiento desorganizado, que ocasionaba que las fajas de las cortezas del árbol se desprendieran de a cachos. Ya en el suelo, a algunas se las llevaban para hacer té. Otras quedaban hechas trizas debajo de las alpargatas.
Las visitas crecieron tan desproporcionadamente, que los chicos de Cachilovío ya no tenían casi espacio para visitarla. Y así fue como poco a poco les tomaron bronca. Pero como eran chicos no les quedaba otra que disimular el enojo y pedir de buena manera que se fueran. Pero sus súplicas no lograron una lágrima de los forasteros. Estaban demasiado ensimismados como para escucharlos. «Solo les importaba su salud. Su salud», repetía doña Elvira apretando los puños.
Al parecer la mayoría de los vecinos de otros pueblos viajaba hacia Cachilovío en la estación de las alergias, que era cuando aumentaban los catarros y las toses. O después de las últimas sequías que prácticamente no habían dejado ni un cultivo vivo.
Hasta ese momento mi tarea había consistido en observar y tomar nota de sus creencias. Sabía que aún me faltaban datos para terminar de comprender la cosmología de los paisanos del norte y en particular, para encontrar la explicación a un ánimo colectivo que sin excepción recorría los relatos de todos. Cierta tristeza casi melancólica. Una especie de anhelo que anidaba en un silencio misterioso.
Hasta que una mañana al alba, la lluvia campera creó la ocasión para compartir otra charla más en la galería de doña Elvira. Mientras esperábamos el fin del crepúsculo entre mate y mate, me confió lo que me faltaba saber.
Al parecer, un año atrás, poco antes de que el sol abriera en el horizonte, un forastero bajó borracho de su caballo. Tras dar unos pasos erráticos, se arrojó contra el chañar abriéndose la frente contra una de las raíces. Con la cara cubierta en hilos gruesos de sangre, como pudo se irguió de rodillas y se abrazó al tronco quedándose dormido abrazando a la Chañasanadora hasta que la luz del alba lo despertó. Al abrir los ojos, vomitó, y encendió un cigarrillo que no alcanzó a terminar. Aturdido, abandonó la colilla encima de los pastos secos, subió al potrillo y se fue. Un rato después, una ráfaga presagió una llamarada que en minutos se expandió hacia el resto del follaje. Los pastos que bordeaban a la Chañasanadora se encendieron y la superficie de las raíces comenzó a quemarse. En media hora una llamarada acabó con el chañar.
La quemazón fue el tema de conversación de Cachilovío durante meses, y a lo largo de semanas enteras «los niños del pueblo oyeron a la Chañasanadora gritar hasta desgañitarse», detalló literalmente doña Elvira. Y luego añadió: «A la misma hora en que el fuego la había devorado».
Tras la muerte del chañar, los niños de Cachilovío enfermaron. Las alergias y las bronquitis no les dieron tregua. «Varios de ellos murieron asfixiados», recordó doña Elvira persignándose después de inclinar la cabeza hacia la tierra. «Sus hermanos pidieron que los enterráramos cerca del chañar», susurró apoyando las manos sobre la mesa para no caerse. La tomé del hombro y de un brazo, y le pedí que se sentara. Los recuerdos le habían caído mal.
Después de aquel episodio, tomé la precaución de evitar cualquier conversación que pudiera descomponerla. Yo sólo estaba agradecido con el trato amoroso y siempre atento de doña Elvira. Con su cuidadosa manera de dirigirse hacia mí, como hacia el resto de los que nos relacionábamos con ella. Su nobleza era tan genuina que me dieron ganas de pasar un semestre más cerca de ella, disfrutando del aire de Chachilovío, de sus montes y perfumes silvestres y de iniciar allí, el primer borrador de lo sería mi séptimo libro.
Seis meses después, con poco más de cincuenta páginas escritas, pensé que era tiempo de volver a mi casa. Entonces ese lunes, después de darme cuenta de lo que sentía, busqué a doña Elvira para comunicarle mi pronta partida.
Me acerqué al rancho, pero no tuve suerte. No estaba allí. Al entrar a la sala creí escuchar unas voces en el fondo del jardín. Caminé hacia la puerta de atrás para acortar el camino, confirmando que aquellas voces eran las de los niños. Y apenas terminé de girar la perilla, noté que doña Elvira estaba sentada de rodillas mirando a los chiquitos con los ojos alargados por la ternura. Ellos regaban unos brotes verdes de unos pocos centímetros de altura, que habían sembrado en una esquina del huerto.
En ese momento el crujido de mis botas sobre unos pedazos secos de madera desvió la atención de doña Elvira quien, discreta, se aproximó a mí. Me miró a los ojos y me dio un abrazo largo. Creo que se dio cuenta de que venía a avisarle de que regresaría en unos días a mi lugar. Luego me miró de nuevo y con un movimiento firme con la mano, me pidió que volviera a mis actividades de ese día.
Un mes después, repasando en mi casa lo que había atestiguado en el fondo de la casa de doña Elvira, comprendí lo que había pasado. Aunque me pese, mi ciencia había sido contradicha. Con mis propios ojos había visto a aquellos brotes verdes de chañar hablando con los niños de Cachilovío.
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