Fue en primavera, una tarde cálida de noviembre, a mis 8 años. Vivía en un pueblo rodeado de vegetación, tranquilo, repleto de habitantes despreocupados. Solía salir a jugar a los parques que colindaban con las casas del vecindario. Me reunía con mis amigos y todos juntos nos disponíamos a aventurarnos en fantasías hasta fatigar nuestra mente inocente. Para terminar de agotar nuestras energías hacíamos una última cosa; jugar al “escondite”. En el parque había árboles muy grandes, juegos, arbustos, piletas, y, detrás de unos inmensos sauces, un acumulo de agua estancada, tierra y flores silvestres; el lugar perfecto para esconderme tranquilamente.
Mientras la pequeña voz de mi amiga entonaba la cuenta hasta diez, yo corría rápidamente a escabullirme en mi nueva locación secreta. “Allá voy”, se escuchaba a lo lejos, mientras sentía el torpe ruido de los zapatos de mis amigos marcando firmemente el suelo en su intento de escabullirse. Y así, uno tras otro iban siendo encontrados, solo faltaba yo.
El llamado de los padres interrumpía abruptamente el juego. Ya era muy tarde. Los pequeños corrían rápidamente hacia sus casas , fatigados, listos para descansar y comenzar un nuevo día.
Sin embargo, para mí no habría un nuevo día. Desde hace 5 años que jugar con mis amigos se volvió diferente. Tampoco eran los mismos niños con los que jugaba. Aunque me escondiera detrás de un poste, jamás me encontrarían. No hacían el intento de buscarme tampoco, después de todo no podían verme.
Fue hace 5 años, en primavera, una tarde cálida de noviembre, a mis 8 años. Era un día normal, los niños corrían por el parque inventando historias. En un momento, la curiosidad capturó la atención de uno de los pequeños al divisar varios «puntos negruzcos» pasar rápidamente a través del sauce viejo al final del parque. El niño corrió a comentar su hallazgo con los demás pequeños y, en conjunto, emprendieron su camino para dilucidar qué era lo que había visto. Al acercarse más al sauce, podían ver con claridad que aquellos «puntos» escurridizos en realidad eran cucarachas y baratas que se dirigían detrás de las largas cortinas de hojas que adornaban el árbol viejo. La curiosidad de los niños no se detuvo ahí, querían saber el por qué aquellos insectos estaban tan interesados en lo que había detrás. Un poco dudosos, se convencieron de traspasar las hojas del sauce, todos juntos. Inmediatamente tras ingresar al otro lado, el horror les inundó el cuerpo.
Los gritos y la corrida despavorida de los pequeños alertó a todo el vecindario. Jamás había ocurrido algo que alterara la tranquilidad del pueblo. Los padres, desconcertados, consolaban a los pequeños que no podían formular ni una palabra. Los niños solo lograban señalar el parque, al fondo, donde se ubicaba el enorme sauce viejo. Inmediatamente un grupo de adultos se dispuso a averiguar el origen de todo esto. Caminaron por el parque en dirección al sauce, atravesaron la pesada cortina de hojas y se detuvieron ahí. Pálidos, el estómago les dió un vuelco, algunos corrieron a llamar a las autoridades, las lágrimas brotaron como grifos rotos recorriendo el rostro de otros y unos cuantos, se desplomaron al suelo, en silencio, sin poder procesar lo que estaban viendo.
Ese día, una tarde cálida de noviembre, a mis 8 años, un grupo de personas encontró, detrás del inmenso sauce viejo, mi pequeño cuerpo que yacía parcialmente hundido en el agua estancada de un húmedo suelo rodeado de flores silvestres.
Mi vestido, antes blanco, estaba ubicado en mis brazos en un intento de vestirme nuevamente. Había adoptado un tono amarillento, verdoso.
Mi cuerpo, que antes se acaloraba de tanto jugar, se encontraba frío, pálido, entumecido.
Mis piernas, con las que corría por todo el parque, estaban tapizadas en un rojo cobrizo.
Y, mi boca, por la cual dejaba esbozar una radiante sonrisa al corretear a las mariposas que revoloteaban por los jardines, ese día, hace 5 años, en la cálida tarde primaveral de noviembre…
Se había convertido en un nido de cucarachas.
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