Encuentro la necesidad de escribir así la fecha: jueves diez de marzo del dos mil veintidós, porque en realidad son más de las doce en punto. Por lo que sería el viernes once, solo que al no haber dormido quiero indicarle a mi mente que estamos todavía en el día diez del mes de marzo. Esta vigilia no acaba todavía.
Sí, estoy trasnochando. Llevo un par de días sobrio, no recuerdo bien. Ni siquiera cigarro he querido fumar. Me complacería demasiado decir que fue producto de la voluntad. En realidad, ha sido más astucia a causa del debilitamiento que por cualquier otro motivo: estuve desde el viernes pasado, hoy jueves, con una infección en la garganta que poco a poco se hacía más agresiva. Cada día fue un tormento, fiebre, dolor de garganta, insomnio, sueños torpes casi de pesadilla. No comía mucho, solo bebía agua, la exagerada cantidad de un litro en las primeras horas del día, en la noche yacía indefenso, arrojado por el abandono de toda fuerza vital, que de mí pudiera nacer. Iba a orinar con placer, el único que conservaba porque tratar de aflojar los esfínteres era imposible, no solo por el estúpido trauma de no poder hacerlo si siento personas al rededor, el solo hecho de hacer fuerza hacía de mis amígdalas dos alfileres, sentía como se encarnaban, casi me hacían llorar. Por lo demás era una paridera de nuevos umbrales del dolor. No podía leer ni escribir, estaba más ciego de lo común y tener los ojos abiertos me cansaba demasiado, tanto como una larga jornada. Sólo tenía mis oídos mientras mi enfermedad no los tocaba. Para entretenerme con algo, ponía vídeos en youTube, los que mejor conocía y no me parecían molestos en el momento. eran sobre comedia, pero, así como estaba las encontraba tristísimas. Era una pena de verdad, me tomé con mucha seriedad cada chiste. Tal vez por no querer arruinar lo que en realidad me fascinaba, no hice ningún esfuerzo por poner otra cosa que tuviera más ánimo.
No sentía la fuerza para hacerme cargo de mí. En los primeros días las demás personas que habitaban la casa no se dieron cuenta. Me parecía una molestia ocasionada decirles que me hicieran el favor de comprar alguna medicina, que al menos pudiera tranquilizar un poco el dolor. Antes de pensar en cualquier clase de remedio, debía comer algo, lo tuve presente y de sobra. En el estómago no tenía nada más que las tres comidas del viernes y un almuerzo del sábado, había desayunado esa mañana, solo que de muy mala gana, o sea, muy poca cantidad y a la carrera. Al principio me arrepentía demasiado de eso, no sabía lo que se venía pierna arriba o amígdalas adentro.
Dormir en una habitación de un segundo piso se sentía como una mala decisión que desde el pasado venía a canjearse por el dolor. Cuando por fin pude bajar a la cocina, me encontré con casi todos mis alimentos podridos, me provocaba llorar. Tenía la comida calculada para unos 15 días, en medio de la enfermedad juraba que todavía quedaban cuatro días, no contaba con que el viernes era el día 14 de ese cálculo y no había contado el domingo, era lunes en ese momento. Casi desvanecido, hice lo que pude con lo que quedaba, lo siguiente fue tortura. Deseaba ser tanto una culebra constrictora o cualquier otro animal, menos yo. Mientras intentaba comer, mis compañeros de casa me sorprendieron sentado en la mesa invadido por los escalofríos. ¿Disimular? Imposible, escuchaba que decían “véalo, demás que tiene covid y no dice nada”. Intenté explicar la situación. Me auxiliaron, me dieron sopita de pollo, maravillosa solución a aquel deseo metamórfico.
No recordaba que tenía un seguro de vida, aunque intentar usarlo habría sido una perdida de tiempo. No había funcionado en ocasiones que estuve peor y llenarme de rabia frente a la inoperancia sólo empeoraría todo. Apenas el lunes recordé el seguro, sabía que era una solución rápida, no esperaba menos. Al llamar (lo hizo otra persona, mi garganta no me permitía hablar más de cuarenta segundos sin flagelarme) la respuesta era que la base de datos estaba caída y no podían atenderme, tendría que esperar hasta las cinco de la tarde, cierto fue que la médico no llego a mi casa hasta el miércoles a las ocho de la noche cuando ya estaba resignado a aliviarme por mis propios medios automedicándome.
En medio del mierdero algo mágico pasó a las diez de la mañana del martes, una banda de cumbia se desenvolvió frente a la casa. Tocaron cumbias populares, todas decembrinas. Esos instrumentos y las voces tan tradicionales me hipnotizaron. Caí en un profundo sueño al recordar cosas variadas de muchos años y de situaciones aparentemente inconexas. Debieron tocar unos treinta minutos, para mi cansado cuerpo fueron tres horas, mis sueños fueron acompañados de cumbias familiares “cómo quieres tú que te quiera cariñito… “. Me desperté con la fuerza suficiente para bajar a comer de nuevo y también para seguir alimentando mi ánimo con las palabras de los compañeros de la casa. Quise arriesgarme a ir por medicina, cualquier pastilla que me aliviara, no sin antes dejarme acompañar por mis cuidadores, bellos ellos. El sol estaba tan delicioso en la piel, el cielo bellísimo obsesionándome más que de costumbre, todas las personas si bien no me saludaban con confianza (estamos en una ciudad) se mostraban muy amables, cediéndome el paso y conectando su mirada a la mía con dulzura que extrañas veces se permiten demostrar los citadinos. La medicina surtió efecto, un matrimonio de azitromicina y de diclofenaco cada doce horas. Sus efectos desaparecerían faltando dos horas para tomar el siguiente matrimonio, en ese espacio, esas dos horas eran un regreso al dolor del que ya no podía quejarme ni quería hacerlo, solo esperar.
Esa primera noche medicado (automedicado) fue menos incómoda que las anteriores, descansé lo suficiente como para lograr reunir fuerza y asistir a mis responsabilidades y deberes. A las cinco de la madrugada me estaba bañando con agua fría. Cumplida la jornada, de regreso a casa, mi ánimo estaba un poco de pie. Quise volver a llamar a la aseguradora. ¡Qué decepción! Era miércoles y no me podían atender todavía. Esperé hasta que fueran las siete de la noche para llamar, oh sorpresa, si bien sí me habían atendido, el número directo al médico me lo dieron erróneo. No lo podía creer, parecía un chiste. Y el otro teléfono era de rango nacional, intentar contactar el médico por ahí era dar vueltas por las líneas de atención eternamente. Como si mi decepción hubiera sido escuchada todo el proceso no tardó más de treinta minutos. Lo último que escuché de la operadora fue decir “listo, ya tomamos sus datos, en breve te llaman para confirmar” para mi amarga sorpresa, producto de mi idiotez momentánea, se me había olvidado decirle que me llamara al celular del que hacía el proceso (era de una compañera) y no mi número personal, este no servía desde hace un tiempo para atender llamadas. Toda esta revelación después de unos cuarenta y cinco minutos esperando a que me llamaran.
Muy resignado dejé a un lado cualquier tentativa de llamada para reiniciar el proceso, la ira no tenía sentido, solo quise hacer ocio, ver televisión (cosa que no hacía en años) leí artículos pequeños para no desesperarme. Subí a mi habitación a dormir, solo quería que todo pasara rápido. Ya cómodo en mi camita, escuché que tocaban la puerta mientras una voz femenina se identificaba como médico. Salté de un solo esfuerzo de mi cama para abrir mi puerta, ¡por fin! Estaba aquí y eso me daba un placebo inicial, me sentía como los veinticinco de diciembre cuando era muy niño, había un pequeño festejo en mi interior. Tuvimos una buena conversación mientras se preparaba la inyección salvadora, yo por iniciativa le mostré las nalgas. La jeringa no la sentí y el líquido menos. Tremendo alivio anticipado. La médica ya se podía ir, la acompañé hasta la puerta. Hasta luego, señorita, la despedí y me fui triunfante a dormir, eran casi las 11 pm del miércoles. Increíble.
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