Raquel, cincuenta y cinco años, separada recientemente de su ex marido, quien ejercía violencia psicológica y económica sobre ella durante casi toda su vida. Se habían puesto de novios despues de terminar la secundaria, aunque ellos ya venían mirándose en el colegio con cierto enamoramiento y picardía, pero él era un tiro al aire.
Luis era de esos tipos arrogantes que despertaban el rechazo de los hombres, pero el erotismo en las mujeres. De esos que nadie entiende cómo una mujer, no solamente bonita sino también inteligente y amable, se fijaría en alguien como él.
Raquel, finalmente, cayó en su red.
Raquel, una mujer interesante física y mentalmente, dispuesta, compañera y con carácter. Seguía luciendo su color «natural» de la juventud: corte a los hombros color cobrizo, flequillo y ojos celestes. Era bellísima y esbelta. Por decisión propia, pero influenciada por el propio marido, Luis, no cumplió su sueño de destacarse como modelo de alta costura. Adivinen qué… A Luis le daban muchos celos de, pasado el tiempo, dejar de ser el proveedor de dinero del hogar porque eso era lo que a él le daba poder.
Con el paso de los años, Luis comenzó a ponerse más riguroso con los asuntos económicos y psicológicos, él era experto en manipulación y con ello, influenciado por sus padres y sus malas juntas de la adolescencia, comenzó a manipular a Raquel con su cuerpo, con su entorno, con su trabajo. Así, de forma meticulosa, como trabajo de hormiga, logró de esa idea un hecho: Raquel, esa mujer empoderada y hermosa cargada de sueños por delante, de a poco comenzó a caer, una vez más, en las redes de un manipulador que solo deseaba que su esposa dependiera cien porciento de él. ¿Amigos?¿Familia?¿Trabajo? Bueno, quizás trabajo sí, pero ¿pedir un aumento?¿Cómo le pediría un aumento a su superior si él podía ayudarla? Era mujer, jamás la tendrían en cuenta para asumir un cargo más importante que el de una simple administrativa en una escribanía. Para Raquel, su destino ya estaba escrito y decidido, nada iba a poder cambiar el curso de su vida, al fin y al cabo no le faltaba nada, podían ahorrar, viajar y darse algunos gustos. Lo que ella aún no se daba cuenta era que todo ese castillo y vida de princesa que había construido era producto de la manipulación de Luis donde, gracias a ello, Raquel había dejado de lado su aspecto físico, sus relaciones familiares y afectuosas con sus amigas. A sus amigos hombres los había dejado de ver desde que terminaron la secundaria, a Luis no le caia bien que tuviera amistades masculinas y a nadie le caía bien el futuro marido de Raquel.
Pasaron los años y, angustiada por la situación, Raquel decidió utilizar parte del dinero que iba escondiendo para pagarse las sesiones de terapia. Fue entonces que persuadió a Luis para adoptar a un perro. Ante la negativa de Luis, llegaba la insistencia de su esposa. Luis llegaba muy tarde a su casa y Raquel, además de esperarlo todas las noches con la comida lista, se aburría; decía que solo se veían en la hora de la cena y se iban a dormir sin siquiera ver películas, ni series, ni programas de tv. Raquel empezaba a sentirse sola, incluso, dentro de su propia casa.
Pasaron algunos meses y finalmente, luego de tanta espera, había llegado Apolo, el nuevo integrante de la familia. Apolo era un perro macho ya grande en edad, tenía ocho años y una vecina que se mudaba a otro país se lo había dado a Raquel porque no podía costear los gastos de traslado en el avión. Apolo estaba acostumbrado a pasar largos ratos solo en su antigua casa, por lo que no habían señales de que él extrañara a su vieja dueña.
Apolo era un perro blanco, mestizo, de ojos marrones. Para Raquel era el perro más lindo que había visto en su vida, lo amaba, él era su compañía y la distracción entre tanta soledad. Raquel tenía el corazón roto, pero cada vez que ella salía con Apolo, su corazón se sanaba. Era su vía de escape, ellos jugaban por el parque muy tarde a la noche, donde solo algunos valientes sacaban a sus mascotas en medio de la tranquilidad y el sonido de los primeros grillos del verano. Mientras dejaban el lugar, otro perro se acercaba con su dueño a jugar con Apolo, era un border collie de pelaje brilloso y suave, algo más jóven que el mestizo de Raquel. No dejaban de buscarse y jugar cual cachorros que salían a la plaza por primera vez.
-¿Es macho o hembra?- Preguntó Raquel para estar alerta
– Hembra. Tiene seis años pero conserva la energía de un cachorro.- Respondía Jorge con cierta gracia al ver el juego de los animales.
Jorge era jubilado de Aerolíneas Argentinas, había trabajado casi toda su vida como piloto de avión. Decía que al momento de tomar la decisión de irse, le costaron muchas lágrimas asumir que ya no sería de utilidad para la empresa y que no se imaginaba su vida sin volar, siempre lo atormentaba el fantasma de la calma, de la monotonía del día a día y que lo invadiera la soledad. Él no quería jubilarse, pero su edad le pedía que descansara y disfrutara de la pequeña casa que habían comprado hacía unos años junto a su ex esposa, quien posteriormente falleció luego de una larga lucha contra el cáncer. Siempre decía que era un viudo consciente y recuperado, la muerte de Marta, su esposa, había sido un alivio para ambos; ella ya no quería seguir luchando, deseaba que Jorge pudiera tener un resto de vida lo más tranquilo posible y Jorge, aunque mostrando fortaleza ante la situación, no podía más. Él se encerraba en el baño de su casa para poder llorar sin que Marta lo viera porque al fin y al cabo la gente piensa que mostrar los sentimientos ante una situación irreversible es mostrar debilidad. Sin ser hipócritas, cuando todo indica que un ser querido está muriendo lentamente, no hay cuerpo que aguante tanta carga emocional, y Jorge lo sabía, pero aún asi no quería que su «viejita» viera como la fortaleza se desmoronaba poco a poco, día tras día.
Luego de un largo tiempo de juego y en el trayecto de la plaza a cada una de sus casas, Raquel y Jorge premiaban a sus mascotas por haber socializado de forma correcta una vez más, pero esa vez no era otro simple juego.
A las once de la noche era la cita indirectamente programada.
Pasados algunos dias, Jorge y su perra Nala, jugaban en el parque con su pelota rosa preferida. Jorge era un hombre muy dedicado, no había podido tener hijos con Marta y decidieron adoptar a Nala, su «hija de cuatro patas» como le gustaba llamarla. Ella le sacaba sonrisas y enojos como cualquier niño. Eran felices. Las noches eran su momento de tranquilidad, era esa pequeña dosis de descarga de energía y distracción para un sueño reparador al llegar a casa. A pesar de su energía, a Nala le gustaba caminar al lado de Jorge, con su paso tranquilo y las manos detrás como cualquier adulto mientras camina en la playa hacia la orilla para contemplar la eternidad del mar.
Caminaban por toda la plaza a paso lento, contemplando el silencio por momentos y alguna pareja que se sentaba en los bancos a charlar. A Jorge, instintivamente, le venía a la cabeza cómo era el barrio cuando era jóven y lo invadía la nostalgia de ver lo mucho que había cambiado. Era un hombre consciente de lo que había mejorado todo en calidad de construcciones y obras realizadas, pero como la mayoría de las personas que viven desde su niñez en el mismo lugar, nunca más el barrio sería como antes. Indudablemente, al recordar los años pasados, venía con ello el recuerdo de Marta y sus bailes en aquella época. Los boliches que frecuentaban ya no existían. La vida pasaba…
Jorge anhelaba volver a subirse a un avión.
Jorge, lo que realmente anhelaba, era sentirse libre porque volar es libertad, es huir, es estar literalmente en las nubes, y hoy Jorge estaba en tierra firme… Definitivamente. Lo aterraba la monotonía, el encierro, la soledad, se negaba a que los años futuros de su vida, hasta su muerte, sean sin su grupo de pertenencia. A veces Jorge llevaba consigo algún libro o una pequeña radio, le gustaba abstraerse de todo por momentos, pero cuando eso lo llevaba a lugares oscuros, acudía a sus dos objetos mientras su «hija de cuatro patas» olfateaba todo el entorno. Nala era su salvación.
Jorge y Nala estaban por terminar de dar su última vuelta a la plaza cuando su perra sale disparada al ver a un animal de color blanco que le movia la cola. Jorge, en cambio, activó sus alertas ante la corrida energica de Nala hacia otro animal que no lograba distinguir. Corrió tras ella y al llegar, allí estaban Nala y Apolo jugando como dos niños que esperan el momento del día para reencontrarse con ese nuevo amigo que se hicieron en la plaza.
A lo lejos, entre la oscuridad, Jorge vió a una mujer alta, esbelta, con vestimenta deportiva y el pelo recogido. En su mano derecha llevaba una correa y una botella de agua pequeña.
-Parece que reconoció a su nuevo amigo.- Comentaba Raquel mientras se acercaba donde todos estaban reunidos.- Me da tanta felicidad ver la emoción en sus colas…
Jorge reía mientras miraba como Nala y Apolo se revolcaban entre pasto y barro.
– Me parece que antes de dormir, habrá que pasar por un baño a sacar toda la mugre porque así no te vas a subir a la cama, ¿escuchaste Nala?
Raquel reía.
-A mi marido no le gustan los perros en la cama, no sabe lo bien que me haría. Uno de mis pequeños sueños siempre fue dormirme con un perrito acurrucado atras de mis piernas.- Contaba mientras la sonrisa desaparecía de su cara.- ¿Sabe? No tengo la confianza suficiente para decirle esto pero, primero, mi nombre es Raquel, porque nuestros perros al parecer se divierten mucho sin tanta presentación y nosotros ni nos presentamos. Segundo, este es mi momento de distracción, a esta plaza la conozco desde que tengo catorce años más o menos, no vivía muy cerca pero siempre veníamos con mi marido a pasear cuando eramos amigos. Eran lindas épocas.
– ¿Ya no lo son?- Preguntó tajante Jorge, identificando la nostalgia en el tono de Raquel.
– No lo sé, hoy veo esos momentos en un color sepia, como cualquier foto de aquella época, pero hoy creo que veo todo blanco y negro…
– Qué triste. Si me permite, y ya que estamos hablando así, a calzón quitado, quisiera decirle algunas palabras sobre eso, y puede tomarlo como el consejo de un desconocido o, si quiere, como el padre de la nueva amiga de su hijo de cuatro patas, como me gusta llamarla a Nala.
Raquel sonreía otra vez.
– No se quede en un lugar donde no es feliz, de nada sirve aferrarse a un presente sin color porque en algún momento sí lo tuvo. ¿Qué quiero decir con esto? Lejos está de mí aconsejarle a alguien, sobre todo a alguien a quien no conozco, que se separe de la persona que no la hace feliz, pero visto y considerando que tenemos dentro de todo una edad parecida, me permito decirle que los años se nos pasan más rápido de lo que pensamos. Creemos que todo será eterno, incluso que ellos dos lo serán, y en algún momento todo se acaba. ¿Estos son los momentos que la hacen feliz a usted? Bueno, entonces empiece a llenarse de ellos cada vez un poco más para poder apaciguar los momentos en donde no lo es. Le repito, yo no la conozco, no se su vida personal cómo será, ni su día a día, pero siendo una mujer tan bella y con una sonrisa tan natural, debería estar arrasando por la vida. Posiblemente lo esté haciendo en este momento, pese a que no hay nadie más que nosotros dos, perdón, más que nosotros cuatro, pero creo que se merece una vida más linda. Usted y Apolo. Yo lo intento cada día con Nala, luego de la muerte de mi mujer y mi reciente jubilación. Son cosas que, por momentos, siento que no puedo superar pero la veo a ella con su energía e incondicionalidad, que me dan ganas de que todos mis días, repito, hasta mi muerte, sean llenos de momentos lindos. Este es mi humilde consejo, me agarró inspirado hoy.- Concluyó Jorge con cierta gracia.
– Qué suerte tiene Nala de tener un padre de dos patas como usted. Creo que ya es tarde, deberíamos irnos. ¡Vamos Apolo, a casa!
– Sí, ¡Nala, vamos!- Llamaba Jorge mientras le colocaba la correa.
-Buenas noches, Jorge, ¿verdad?
– Jorge, encantado.- Respondía extendiendo la mano en señal de saludo cordial.
– Raquel, un gusto también.
– Buenas noches Raquel.
En el trayecto a casa, Raquel pensaba en aquellas palabras justas que un completo desconocido le había regalado desinteresadamente, mientras en sus mejillas corrían lágrimas de alivio y miedo. Era el momento donde Raquel debía tomar las riendas de su propia vida y decidir qué sería de ella de ahora en más. Mientras tanto y desde ese entonces, Jorge y Raquel se encontraban cada noche a hablar de sus vidas y conocerse un poco más, mientras que Nala y Apolo se divertían revolcándose entre el barro.
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Cada medianoche, Raquel sanaba un poco más su corazón y su autoestima gracias a las palabras de Jorge que, más adelante, cambiarían su vida.
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