Había una vez, en un rincón del mundo, un pueblo rodeado de colinas verdes y campos dorados, un niño llamado Emiliano, era muy frágil e inocente, Emiliano poseía un don especial: cantaba al cielo mientras sus suspiros cargados de anhelos se elevaban hasta lo más alto de las estrellas.
Siempre tuvo una conexión profunda con la naturaleza y con las riquezas de su pueblo, los demás niños evitaban a Emiliano, envidiaban sus talentos, su voz y sus sueños.
No merecía su pureza, ni tanta gentileza. Sus suspiros se perdían en el viento, cuestionaban el motivo de su existencia, se volvió distante e inexpresivo, excluido, Caminaba, corrompido por la maldición de las perversiones maquiavélicas de los envidiosos, suspirando al viento ocultaba sus temores, suprimiendo sus emociones.
Ya no caían lágrimas en sus mejillas, ser distinto no era malo, pero, todos querían, moldear al niño que suspira, uno más de la mentira.
El peso de ser fuere en un mundo que no cede ante la debilidad, te carcome hasta secarte y con perversidad, cambiarte.
El niño que suspiraba al viento, apodado por los viejos, se posaba durante noches, sobre piedras escarpadas, mientras observaba con anhelo a las estrellas, sus peticiones a lo alto del lugar, como un lobo solitario que aúlla a la luna, Emiliano se preparaba, para al cielo suspirar una vez más.
En noches doradas, Emiliano suspiraba, antes de iniciar su canto brotaba, campos dorados en la noche danzaban, ovaciones entonaban, su voz aclamaban.
En melancolía, el viento murmuraba, Su canto al cielo, el alma tocaba.Emiliano con pasión, al cielo elevaba, Melodías que, en el viento, durante años se inmortalizaban.
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