Cap. I – El largo camino al cementerio
Imaginó otro escenario en el cual no hubiese seguido la secuencia de pasos que había dado. Sin embargo, si bien la revelación del cementerio había resultado insidiosamente cruel, no haberla tenido hubiese llevado a un final peor al acontecido. Retrocedió en el tiempo.
No, no era un día más. La ansiedad lo ganaba mientras conducía. El tráfico no colaboraba con su estado de ánimo, todo lo contrario. A mitad de las vacaciones, sin viajes a realizar, pero con algunos planes programados, una urgencia en el trabajo se los alteraba. Ya lo habían perjudicado con el mismo proceder en vacaciones anteriores; parecía a propósito. Lucio no sabía cuanto lo demoraría la «urgencia», pero si que la visita al cementerio sería corta. Esta vez haría las cosas a su modo. No se dejaría ganar por la presión de un directivo que calificaba de urgente un capricho personal, manejándole los tiempos de descanso.
Primero, presentaría sus respetos a su gran amigo de la secundaria. Lamentaba volver a saber de él por una trágica noticia publicada en los principales medios capitalinos: un accidente automovilístico en horas de la madrugada en la ruta 2. El vehículo, según las hipótesis, se había salido del camino, mordió la banquina, volcó y fue a parar contra unos arbustos. No se visualizaron en el lugar rastros de frenadas ni se presentaron testigos. Se creía que el conductor se durmió al volante. Al leer los nombres de las tres víctimas, reconoció el de quien conducía: su amigo Juan José Andrada; no conocía a los dos acompañantes. Por la reconstrucción del hecho se pudo establecer que horas antes, al regresar de un simposio de Ingeniería Civil en Mar del Plata, habían cenado en una de las parrillas ubicadas al costado de la ruta.
Imaginó la escena. Tres compañeros deciden hacer un alto para disfrutar del sabor de un asado como sólo esos lugares saben dar. Amenizan la charla entre bocados y acompañan la comida quizás con vino tinto de la casa y postre al final. A la hora de pagar, revisión de los precios, de la suma, división del total por tres, algún cambio que falta y la discusión eterna: ¿cuánto se debe dejar de propina?
Regresan al auto, bromeando, con las piernas entumecidas. Ya en la ruta, la digestión de una comida abundante y la hora del día hacen que la modorra de a poco se adueñe de ellos. —¿Acentuada por un descuido con el alcohol?—. Uno de ellos duerme despreocupado, el que vigila al conductor cabecea, los párpados le pesan, las pestañas se le adhieren unas a la otras negándose a despegarse, y el sopor echa el último candado a la vigilia. El conductor, sin nadie que lo controle y le dé charla, cae dormido. Cuando la conciencia retorna, el vehículo gira como un trapecista en el aire. Vértigo, adrenalina, dolor, silencio y oscuridad.
Un automovilista, horas después, divisó lo que parecían las ruedas de un auto por encima de las ramas de unos matorrales que lo aprisionaban. Se detuvo, bajó y, al observar el interior del vehículo, llamó al 911. Al arribar la ambulancia nada se pudo hacer; los metales retorcidos cobijaban tres cadáveres.
El asunto le daba vueltas en la cabeza. Un hombre manejando de noche luego de una cena que presumía inadecuada, y un breve descuido que termina con años de construirse una vida.
—¡Qué muerte más absurda! —maldijo— ¡Cómo vas a terminar así!
No le tomaría mucho la visita al cementerio, aunque las cosas otra vez no se ajustaban a sus deseos.
—¿Y ahora qué pasa? —se preguntó al girar en una esquina y enfrentarse con una caravana de autos que se extendía hasta el semáforo a dos calles.
Consultó la hora, paciencia no le sobraba, tiempo sí, por el momento. La fila se desplazaba con lentitud. Oyó unos bufidos y martilleos, de máquinas mecánicas, que se amplificaban a medida que avanzaba. Al llegar a la esquina, se dio cuenta que los autos provenientes de la izquierda doblaban y tomaban la calle por la que transitaba.
Completó la primera cuadra. Unos obreros, detrás de unas vallas de protección, sobre mano derecha, desmantelaban con unos taladros el hormigón de la calle.
—Debió estar bastante estropeada para que la arreglen fuera de época de elecciones —murmuró con ironía.
El semáforo, a una cuadra, cambió a rojo y quedó enjaulado y aturdido entre los estampidos y los repiqueteos de la maquinaria. ¿Qué le sugirió su mujer? ¿Qué tuviera calma?, ¿Qué no hiciera un mundo de cada cosa que le molestaba? Ojalá fuera así de fácil. De todos modos, aunque sonaran a frases hechas y repetitivas, en el fondo sabía que ella tenía razón.
Lo del trabajo, en cambio, era más fácil de resolver; había personal para cubrirlo. Sin embargo, debía reconocer que los años de experiencia y conocimiento del manejo de diversas herramientas con las que se habían desarrollado los sistemas informáticos, y algunas nociones de matemáticas financieras, le daban una ventaja sobre el resto. Por eso estaba a cargo de un conjunto de programas; si bien no críticos, sí importantes. Lo que era retribuido con un dinero extra en el sueldo, que venía muy bien, eso sí. Entre varios podían hacer la tarea de él con un poco más de tiempo y paciencia. Pero paciencia no sobraba y tiempo menos: las cosas siempre eran para ayer, urgentes. ¿Urgentes? No, ya lo sabía por experiencia. Una de las pocas cosas urgentes del sector era la liquidación de salarios; este no era el caso. «Urgente», ¡cómo no! Como si la vida de alguien dependiese de ello, como si fuera un cáncer. Si las cosas funcionaban de determinada manera y sólo se trataba de cambios para hacerlas más eficientes, una semana más, una menos sin modificaciones, no hacía diferencia. No, la urgencia venía por otro lado: compromisos de tiempos asumidos sin consultar y pelea de egos entre directivos. A mayor cantidad de contestaciones positivas y soluciones rápidas dieran, mayor cantidad de puntos cosechaba un director con su superior.
Echó una mirada a las notificaciones del celular; todas del mismo fastidioso origen. Odiaba esa falsa dependencia extrema.
Avanzó un poco y a mitad de cuadra el auto vibró, al igual que él, a causa de un estruendo rítmico, grave, profundo. Las ventanillas crujían, el cuerpo le retumbaba, parecía que un elefante zapateaba al lado del auto. Echó un vistazo por el espejo retrovisor. Un coche, con vidrios polarizados y las ventanillas delanteras abiertas, escupía música de reggaeton a todo volumen. ¿Por qué no puede ser, por lo menos una vez, un buen rock?, pensó.
La luz cambió a verde; sin embargo, los vehículos no se movían. Típico, el primero en la fila, con la mirada perdida, no estaba prestando atención al cambio de señal.
Hizo sonar la bocina. Otros se le unieron, en prohibido rito urbano. Conductores, sin distinción de género, que mutaban en repentinos machos alfas, bramando por avanzar. La fila se movió con lentitud. Un enorme sedán blanco, por delante de él, marchaba retrasado con respecto a los demás autos, como si tuviese el freno de mano puesto.
—¡Qué hace este tipo! —exclamó molesto.
El sedán cruzó al tiempo que el verde mutaba a amarillo, por lo que él tuvo que frenar ante el cambio a rojo.
—¿Por qué no acelerás antes? ¡Seguro era un viejo manejando como si estuviera de paseo! —vociferó y remató— ¡Siempre van por delante, nunca atrás!
Miró el reloj del auto, iba algo retrasado de acuerdo a sus tiempos. Decidió cambiar el trayecto a seguir por uno con menos semáforos, aunque algo más largo.
—¡Uy!, no me habré…, no puede ser. —Intentó extraer la billetera del pantalón, pero el cinturón de seguridad se lo impedía.
—¡Agh! —protestó y presionó la tecla para destrabarlo. Sacó la billetera y la revisó.
—¡No puedo ser tan imbécil! A ver…, ¡no!, ¡acá está!, ¡qué lo pario! ¡Si, acá está! ¡Sí! —exclamó, mientras alzaba un papel a forma de trofeo.
Unos bocinazos lo interrumpieron; el semáforo resplandecía en verde.
—¡Ya va!, ¡ya va!, justo a mí me pasa esto! —rezongó mientras regresaba el papel y la billetera al bolsillo, y procedía a colocarse el cinturón de seguridad, el cual se comportó como todos los cinturones de seguridad ante un apuro: se atascó.
—¿Quién arma estos malditos aparatos? —Tiraba de él, y lo único que conseguía era que se trabara aún más—. ¡Má sí, no me lo pongo nada!
Ni bien avanzó unos metros, el sistema de seguridad del auto vino en su ayuda; el agudo pitido de la alarma del cinturón sin abrochar se le clavó en el tímpano. Sin nadie por delante, aceleró. En la siguiente intersección dobló a la derecha y debió frenar ante un coche grisado, yendo por delante de él, a la mínima velocidad permitida.
—¡Otro más! —exclamó resignado.
En la siguiente intersección Lucio activó el guiñe para doblar, el coche por delante dobló, aunque sin señalizarlo.
—Como dije, otro de paseo como si estuviera en el campo. Nunca una señal para saber que van a hacer.
El próximo semáforo se puso en rojo. El otro automóvil cruzó a tiempo.
Meneó la cabeza y resopló. El celular sonó. No le prestó atención. Miró por el espejo retrovisor y vio que el auto por detrás maniobraba para pasarse de carril. Aprovechó el alto para volver a intentar colocarse el cinto de seguridad que continuaba decidido a ganar la cinchada. Logró estirarlo un poco, y por la ventanilla vio que el otro auto ya estaba a la par de él; el conductor le hacía señas para que bajara el vidrio. Soltó el cinturón y abrió la ventanilla.
—¿Por qué no pasaste?, la luz del otro lado estaba en rojo todavía, tenías tiempo —le espetó.
Absorto por el cuestionamiento y con la boca a medio abrir sólo atinó a decir:
—¿Eh?
—No hacía falta frenar, todavía no se había puesto verde del otro lado —lo aleccionó, repitiendo lo dicho con otras palabras.
Esa absurda queja lo sobrepasó. Pensó en Laura: su esposa. Una mujer con mucha paciencia, ojalá él tuviera un poco de esa paciencia. Laura le había expresado alguna vez una frase que le quedó grabada, aunque nunca la había llevado a cabo: «No le des a los demás el poder para arruinar tu día». Quizás era el momento adecuado para ponerla en práctica, o quizás, como tantas otras veces, debería dejarlo para otra ocasión.
Miró de reojo. Creyó ver cinco ocupantes en el vehículo, uno de un modelo viejo, descontinuado, en el que la pintura lucía acorde a la cantidad de años que aparentaba.
—El de adelante iba despacio y se puso la luz en rojo, por eso frené —respondió fastidioso ante algo tan evidente. Y volvió la vista al frente con el ceño fruncido.
—Está bien, no te enojes, te digo porque casi te choco —explicó.
¡Ah, bueno!, ¿qué dice el reglamento?, me parece que iba mas o menos así: de acuerdo a las condiciones de tránsito, visibilidad y estado del camino, deberá observarse con respecto a quien está por delante, una distancia prudencial de tal manera que si este frena, se pueda hacer lo mismo para evitar embestirlo.
Sí, era una respuesta adecuada que le permitiría hacer alarde de sus conocimientos del código de tránsito y cerrarle la boca al desubicado ese, al menos así lo creía. Sin embargo, se abstuvo: lo extenso de la explicación, sus tiempos y nervios no daban para una discusión inútil que podía escalar en virulencia.
Al cambiar la señal a verde, el otro auto arrancó por delante y entonces vio unos detalles que no había podido observar desde su anterior ángulo de visión; al coche le faltaba el espejo lateral, una óptica, un foco trasero y la patente trasera tambaleaba amarrada al paragolpes con un par de alambres. Se mordió el labio inferior.
Después de unas calles, giró y se topó con un embotellamiento. En medio de la cuadra, se levantaba un colegio de fachada imponente, con dos alas extensas donde proliferaban las que serían las aulas, y la parte central, enmarcada por columnas, exhibía la bandera nacional que pendía en lo alto de un mástil. Algunos alumnos pujaban por ingresar entre gritos y corridas al colegio, y otros hacían lo mismo intentando salir. Imposible retroceder, varios autos le taponaban ya esa salida y al frente, otros, formaban un laberinto estacionados en doble fila. Avanzó en zigzag con la marcha en primera. Colegiales, padres, maestros aparecían desde ambas manos, cruzando en desorden la calle, llevados en conjunción con la hojarasca que el viento del otoño levantaba. Unos padres conversaban entre sí sin prestar atención al entorno, mientras los infantes alborotados saltaban alrededor de ellos. Los vehículos atrapados contra la acera hacían rezongar las bocinas y rugir los motores, con la intención de intimidar a los que permanecían en doble fila para que les liberarán el paso.
Antes que la alarma del cinturón volviera a chillar, cual niño en busca de atención, aprovechó, que un coche salía y otro estacionaba, para abrochárselo. Una motocicleta, de un repartidor de comida, al sobrepasarlo, le rompe el espejo retrovisor del lado del acompañante, sin detenerse ni voltear, como si nada hubiese pasado. La vista se le nubló. Cerró los ojos. Dejó caer la cabeza al volante meneándola en negación, conocía un amplio repertorio de insultos para proferir, pero no le quedaban ganas para hacerlo. Deseaba un respiro. El pulso le cabalgaba en tropel. ¿Qué era lo que le había recomendado el médico para la presión alta? Resumiéndolo en una frase trillada: «Evite las emociones fuertes, no utilice sal en las comidas, tome las pastillas que le receté de acuerdo al prospecto». El celular sonó por enésima vez. Un bocinazo lo regresó al presente, levantó la cabeza y reanudó la marcha.
Y así, de la remake del tránsito de cada día, fueron apareciendo personas que, cual zombis, cruzaban sin mirar con la vista perdida en la nada; bicicletas que se le cruzaban por delante; motos que lo acosaban por un lado y por el otro; autos estacionados que, sin previo aviso, reanudaban la marcha saliéndole por delante. Todo como si fuera un juego de «esquívame, si puedes», hasta que por fin llegó a la tierra deseada: el cementerio.
Cap. II – El Archivo
Al llegar advirtió la presencia de un trapito (cuidacoches), por lo que estacionó lejos de él sobre esa misma cuadra; acto inútil. Por el espejo retrovisor lo vio, al acecho, acercándose al trote. Bufó y se imaginó enfrentándolo al tiempo que le cantaba unas verdades. ¡A ver!, pago en término el impuesto automotor, que me aumentan cada dos por tres, para que construyan y arreglen las calles. Hacen poco y nada de eso, y encima venís vos, que de ese impuesto no pagás un centavo, te adueñás de la calle y me chantajeás con que me cuidás el auto por unos pesos. ¿Y de quién me lo cuidás?, ¡de vos mismo, por supuesto! No te doy nada, ¿y qué pasa?, cuando vuelvo tengo el auto rayado, los neumáticos desinflados, me falta un limpiaparabrisas o descubro un foco roto.
Y si me rehúso a darle algo sin decir nada, peor aún, seguro es un karateka que me rompe la cara o tiene atrás un mafioso que se dedica a recaudar con esto.
—No, mejor estaciono en otro lado y listo —dijo en voz alta y encendió de nuevo el motor.
Avanzó y aparcó en la siguiente manzana donde no vio a nadie que fuera a exigirle un pago, tras lo cual descendió con paso apresurado. El celular vibró una vez más. Lo desenfundó, lo desbloqueó y desactivó por ocho horas los mensajes del trabajo. ¡Ahora sí, ya basta de zánganos!
Se encaminó hacia la entrada, resguardada por gruesas columnas. La fachada, a ambos lados, presentaba ventanales antiguos, de vidrios repartidos, con persianas de madera que se dirían desdentadas de haber estado dispuestas en forma horizontal. Alguna vegetación mural crecía, en la altura, emergiendo de grietas y rendijas de paredes carcomidas por el tiempo; cuya pintura, por tramos, sufría de un sarpullido que formaba una fina costra que se descascaraba, caía y terminaba barrida por el viento. El aspecto exterior le anticipó lo que encontró dentro. Era como si una neblina de moho se hubiese ensañado con las galerías, escalinatas, monumentos y bóvedas. El húmedo verde musgo brotaba por doquier, infectando el sitio. En el recorrido se cruzó con diversos dolientes que lloraban por los deudos, lo que acrecentaba el aspecto lúgubre del lugar.
Vio una fila en una oficina, se acercó y leyó el letrero escrito a mano con fibra roja sobre una hoja de papel pegada sobre el blindex de la puerta; no era allí. Preguntó al encargado de la entrada por el archivo.
—Por la escalera, primer piso, primera puerta a la derecha.
—Gracias —respondió ya con el ánimo más sosegado.
Subió por la escalera de pequeñas y desgastadas baldosas rojas. Al llegar a la planta alta, enfiló hacia la dirección indicada y notó una puerta con un pequeño cartel perpendicular a ella, a una altura de escasos centímetros por debajo del marco superior, con la palabra «Archivo». Se dirigió allí, la puerta estaba abierta y una tabla de madera, a modo de estante, pendía de dos ménsulas rebatibles a la mitad de la altura del marco. Dentro de la oficina había una mujer de unos veintitantos años.
—Hola, buen día, quería consultar para visitar la sepultura de un amigo que falleció la semana pasada —dijo.
—Buen día, ¡cómo no! ¿Tiene los datos?, ¿nombre completo, fecha de fallecimiento y número de documento del difunto? —preguntó la empleada.
—Sí, ya te los doy —contestó y sacó la billetera. Revisó dentro, no encontraba la anotación. Buscó con cuidado en cada uno de los compartimentos, sin éxito.
—Ya va, un momentito que no encuentro el papel donde los anoté —se excusó.
—Sí, no hay apuro, busque tranquilo —dijo ella, dio unos pasos hacia atrás y se dedicó a hojear una carpeta.
Revisó si no se le había traspapelado entre los billetes: nada.
—Permiso —dijo, y sacó sus tarjetas de compras, documento de identidad, licencia, cédula verde, tarjeta del seguro, billetes, el carnet sindical, el de la obra social; no aparecía.
—¡Será posible!, ¿dónde lo puse? —expresó ya más impaciente.
¡Ah!, el bolsillo del pantalón. Puse la billetera y el papel en el bolsillo después de sacarlos en el auto.
Introdujo la mano y tanteó, pero sólo encontró un hilo deshilachado de la costura interior.
—Pero ¿cómo puede ser? —exclamó mientras sus palpitaciones aumentaban.
—Disculpame, no lo encuentro, parece que lo perdí en el camino —agregó.
—Lo lamento, no puedo hacer nada sin los datos —respondió ella.
Masticó bronca y no le quedó más que saludar y marcharse.
Abandonó el edificio maldiciendo el descuido. Si bien era hábil con los números en lo referente a cálculos matemáticos y contabilidad, distinto era cuando se trataba de memorizarlos, extraño o no, siempre le costaba hacerlo. ¿Por qué no lo anoté en el celular?…, ya me acordé, no lo tenia a mano cuando averigüé el número y después se me pasó. Con la cabeza gacha murmuraba con saña, sin prestar atención al entorno. Los transeúntes al verlo venir se hacían a un lado y miraban de reojo a ese hombre, de mediana edad, que hablaba y discutía solo.
Subió al auto y al sacar el freno de mano vio, al costado, el papel. En el semáforo, al volver a guardar la billetera y el papel en el bolsillo, este había caído al piso del vehículo.
Lo levantó, con fastidio, y volvió raudo al cementerio. Brincó de dos en dos los escalones, llegó al primer piso y al llegar al archivo, se topó con cuatro personas haciendo fila. Cerró el puño. Resopló, como perro disgustado, con no más opción que esperar.
¡Puede ser posible?, no había nadie y de golpe cuatro. Y la primera en la fila tiene como mil años, seguro se pone a conversar y tarda tres horas.
Los minutos pasaban y el tiempo, acarreado por una tortuga, aminoraba la marcha. Una y otra vez giró sobre sí mismo y se ladeó de un lado al otro en procura de entender el por qué de la lentitud en atender. Al fin, la anciana se retiró. Sin embargo, al pasar junto a él, como si hubiese oído un llamado, se detuvo y regresó al archivo con paso lento.
—Disculpe, señorita —oyó que decía—. Ya que ha sido tan amable conmigo, ¿me podría indicar que colectivo me deja en plaza España?
¡Uf!, ¿Por qué no le pregunta a alguien afuera o al guardia?, abrió los brazos en resignación dejándolos caer pesadamente sobre el costado del cuerpo, como si cargaran lastre.
La señora, en forma pausada, preguntaba ante cada duda que le surgía, y cada tanto pedía si le podía repetir parte de la respuesta; le fallaba la audición. La joven al frente de la fila la ayudaba repitiéndole al oído.
Miró la hora en el celular preguntándose si no debía cambiar sus planes y horarios. De inmediato desechó la idea: no volvería a pasar por lo mismo, y menos daría el brazo a torcer ante los superiores del trabajo.
—¡Ay!, ¡ja, ja, ja! —rio la octogenaria— Ahora que recuerdo, mi hija me dijo que una vez que termine le mande un mensaje, así me pasa a buscar. Perdón, qué distraída soy.
No puede ser, no puede ser. ¿Quién me los manda?, ¿el enemigo? Pasó a su lado sonriendo despreocupada, dueña del tiempo, por lo menos del que le quedaba.
La siguiente en la fila se retiró rápido. Lucio sonrió al quedar sólo dos personas por delante.
El próximo, un hombre de la misma edad que la suya, es atendido y despachado rápido. Por fin las cosas marchaban. Sin embargo, al turno de la mujer por delante, volvió la demora. Agachó la cabeza, su pie marcaba, como un metrónomo, el ritmo de los segundos que pasaban. Giró y echó un vistazo detrás de sí: continuaba en el último lugar. Ensayó los mismos pasos impacientes al compás de la espera. Echó una ojeada al interior de la oficina y no vio a la recepcionista. Transcurrieron otros eternos minutos. Volvió a mirar. Nada.
—¿Dónde fue la encargada? —preguntó.
—Al baño —le contestó la mujer.
—¿Y no hay nadie más para atender?
—Parece que no.
Introdujo una de las manos en uno de los bolsillos de la campera que llevaba puesta, sacó un frasco y de él una pastilla, y la ingirió.
Al rato volvió la empleada.
—¿Sí?, ¿a quién buscaba?
—A pelusa Godoy, falleció el ocho.
—¿De este mes?
—Sí, sí.
—¡Ajá!, ¿y el nombre verdadero, es…?
—Perdón, dije pelusa, acostumbrada a llamarla así. El nombre. ¡Ay!, se me fue. ¿Cómo era?…, empezaba con E…, Elsa, Elena…, Ernestina, eso: Ernestina Godoy.
—¿Sin segundo nombre?
—¡Mmmh!, no le conocía.
—Bueno, está bien con esos datos.
¿Cómo? ¿Y el número de documento? ¿Para qué me lo pidió a mí entonces? Por teléfono me avisaron que lo necesitaban, hace un rato lo solicitó, ¿y ahora dice que no hace falta? Encima tuve que pagar a Dateas para averiguarlo. ¡Claro!, me hizo volver al auto para darle a todos estos la oportunidad que se pusieran delante para enfermarme.
—¿Ernestina Godoy? —se preguntó la empleada— Me suena, creo que la abuela de una amiga que tenía, del barrio, se llamaba así.
—Qué casualidad sería porque la nieta es amiga mía.
—¿Y cómo se llama?
—Estela Zampani.
—¡Sí!, es ella, ¡qué coincidencia! Vos, ¿cómo te llamás? —preguntó la empleada
—Florencia Noguera, ¿y vos?, así le comento.
—Marcela Blanco. La última vez que la vi éramos adolescentes y le perdí el rastro al mudarse de barrio.
Y yo lo que perdí fue la paciencia, ¡aunque no hace tanto, eh! Lo que me faltaba: ¡sociales! Lucio se mordió el labio inferior, meneó la cabeza y desvió, resignado, la mirada hacia un costado.
—¿La ves seguido? —-quiso saber Marcela.
—Sí, vamos a la misma clase de aerobic. Ahí la conocí, y con el tiempo nos hicimos amigas —explicó Florencia.
—¡Ah!, ¡qué bien!, ¿y cómo está?
—Todavía dolida por la pérdida.
—Claro, me imagino. Y a la abuela, ¿de dónde la conocías?
—Ella vivía a la vuelta del gimnasio, a veces Estela la visitaba y a mí me quedaba camino a casa, así que la acompañaba hasta la puerta. En algún momento me invitó a pasar y nos conocimos mejor. Una señora muy agradable.
—Sí, yo la recuerdo más que todo de verla en los cumpleaños de Estela —comentó Marcela, y mirando el racimo de crisantemos que portaba Florencia en una mano, preguntó:
—¿Le viniste a traer unas flores?
—Sí, es lo menos que puedo hacer por su memoria.
—¡Ay!, ¡qué dulce!, ya te digo donde se encuentra.
—Gracias —dijo Florencia y sonrió.
Mientras esperaba, Lucio miró el interior de la oficina con más detenimiento. Era llamativo. El tiempo también se había detenido ahí, pero si en la fila eran minutos, en el archivo eran décadas. No vio una sola computadora en la cual consultar información. A cambio, varios armarios de metal, ficheros, pintados de beige, se recostaban y distribuían sobre tres de las paredes. En el medio de la oficina, en forma perpendicular a la entrada, se levantaba, a algo menos de dos metros, una estantería de madera conteniendo varias carpetas, de tapas duras y ancho lomo, que bloqueaban la vista entre uno y otro lado. La única pared libre daba a la calle donde dos altos ventanales añosos dejaban pasar la luz del día. El cielorraso, como toda construcción antigua, se elevaba a un poco más de tres metros de altura. En él sobresalían, recorriéndolo al ras, unas vigas recubiertas de material, que iban de lado a lado entre las paredes enfrentadas y que dividían al cielorraso en grandes paneles. En cuanto al resto del mobiliario, además de ficheros y otras estructuras con estantes, había dos escritorios, dos sillas y un taburete de madera en el que descansaba un viejo teléfono de línea.
Marcela buscó en las fichas de uno de los archiveros, se detuvo, tomó una y dijo:
—Es para el lado de la calle 76; sector J, fosa A23.
—Gracias, entonces cuando la vea a Estela le comento que te vi. ¿Cómo me dijiste era tu apellido?
—Blanco, Marcela. Sería lindo volver a encontrarla. ¿Y si mejor me pasás el número del celular?, así le doy una sorpresa por WhatsApp.
—¡Dale! Esperá que lo busco.
Mientras las mujeres charlaban, Lucio deseaba comentarles su apuro o pedirles si podían acelerar el trámite, pero sabía por experiencia que por más cuidado que pusiese en las palabras elegidas, tomarían las mismas por inadecuadas y ofensivas, por lo que prefirió esperar y callar.
Florencia apoyó la cartera, que traía colgada al hombro, y las flores sobre el estante de la puerta. Abrió la cartera y revolvió dentro. Monedero, llaves, peine, tarjetas, pañuelos salían sin pausa, hasta que apareció el celular.
—Acá está —dijo, mientras lo colocaba a un lado y volvía a guardar lo demás.
Lo sacó de la funda y…:
—Qué raro, toco dos veces la pantalla, pero no me aparece para poner la clave.
—¿Estará sin carga? —preguntó Marcela.
—No, lo dejé toda la noche conectado y esta mañana estaba con carga completa.
—¿Se habrá apagado?
—¡Claro! Hoy se me trabó la pantalla y lo apagué, y después me distraje y me olvidé de prenderlo. ¡Qué memoria la mía!
—¡Ja, ja, ja!, no te preocupes, no pasa nada, no hay apuro.
¿Qué? ¿Cómo no hay apuro? ¿Qué hago yo acá? ¿Estoy de adorno? Lucio masculló bronca y giró para buscar apoyo sobre los que esperaban, pero continuaba solo.
Después de unos impiadosos instantes, el celular se encendió, y Florencia abrió el WhatsApp.
—¿Lista para agendarla? —le preguntó a Marcela.
—Sí, decime.
—Eh…, tengo abierto el WhatsApp. ¿Dónde me fijaba para ver el número?
—A ver, creo que era en los tres puntos del menú.
Pero ¿por qué no busca en Contactos? ¡Por Dios!
—No, ahí no aparece. Para, ya sé. Acá, al abrirlo para mandar un mensaje, hay que tocar en el nombre. Sí, acá está.
Florencia le mostró el número, el cual Marcela agendó.
—Buenísimo, en un rato le escribo, pero, esperá, no me sale como que tenga WhatsApp. ¿Lo habré escrito mal?
—Me dejás ver, ¡eh!…, no. No termina así, en vez de 663 es 633 —la corrigió, señalándole con el dedo.
—Ya lo arreglo —contestó Marcela y editó el número—. Y…sí, ahí lo tomó bien.
—Saludala ahora a ver si contesta.
—¡Ah! ¡Qué buena idea!
¿Qué buena idea? ¡Qué buena idea! ¡No, basta, ya es demasiado!
—Disculpá, ¿falta mucho?, es que se me hace tarde para llegar al trabajo —interrumpió Lucio.
—No, ya va, lástima que no vino antes, no había nadie —contestó Marcela sin mirarlo.
Ante lo sorpresivo de la respuesta, Lucio dudó, no dijo nada y se quedó mirándola, no fuera cosa que estuviera equivocado y haya sido otra la que lo atendió, pero no, era ella.
—Bueno, le mandé un saludo, después me fijo si contesta, si querés pasá de nuevo antes de irte y te digo. No hace falta que hagás fila, ¡eh! —dijo Marcela.
—Dale. Nos vemos después. Chau. —saludó Florencia
—Chau.
Florencia caminó hacia las escaleras y pasó al lado de ese individuo impertinente sin mirarlo.
—Hola, de nuevo, hace un rato estuve acá, encontré los datos que me faltaban, en realidad sabía el nombre y la fecha de fallecimiento, pero no recordaba el documento, aunque parece que no era tan necesario, ¿no? Cuando llamé por teléfono me dijeron que lo necesitaban, hace un rato también —expresó procurando que la voz le sonara lo menos alterada posible.
—Es verdad, usted estuvo aquí hace un rato, no lo había reconocido, aunque en ningún momento me dijo que le faltaba sólo el documento. De todos modos, ¿llamó de mañana o de tarde?
—De mañana, ¿por?
—Por nada, para saber nomás. Me da el papel, por favor.
Se lo dio y se quedó pensando que le habría querido decir.¿Habría dos turnos para los empleados?, el horario parecía algo acotado para eso.
Ella se retiró hacia los ficheros. Mientras buscaba, el celular le sonó, miró la pantalla y sonrió al responder. Reinició la búsqueda. El celular sonó otra vez. Leyó el mensaje y continuó con la tarea. Buscó aquí y allá. Al rato se oyó un timbrar que provenía de un pasado no muy lejano del que sólo iban quedando testimonios en las oficinas: ring…ring…ring.
Marcela contestó el teléfono fijo.
—Hola…, sí, todavía no lo encontré.
Guardó silencio y después de unos instantes añadió:
—Sí, busqué ahí. —Hizo una pausa—. Entonces me pasó mal el día: dieciséis me dijo y es veintiséis. En un rato llamo. —Y cortó.
—¿Eh? ¿Cómo?, ¿estabas buscando otro?, tampoco me comentaron que se podía por teléfono. Si sabía me hubiese ahorrado el mal trago de venir hasta acá arriba.
—No exagere, además, era el director quien me ordenó una búsqueda por una exhumación a realizar. ¿Y qué quiso decir con mal trago?, ¿se refiere a mí?
—Me chocaron cuando venía para acá —trató de excusarse sin dar más explicación.
No tenía nada que ver con subir al archivo, pero ante esa confesión, ella se hizo un momento para mirarlo y preguntarle:
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sólo me arrancaron el espejo del lado del acompañante.
—Bueno, debería alegrarse que haya sido nada más eso y no algo peor.
¿Por qué cuando le pasaba algo malo, siempre debía alegrarse de que no le hubiese pasado algo peor?
Ella volvió a la búsqueda.
—Acá está.
Él sintió esas palabras como mágicas, el fin de su pequeño calvario. La liberación de la tensión del cuerpo fue tal que estuvo a punto de trastabillar y caer.
Marcela descolgó el teléfono de línea. Presionó tres números y se llevó el tubo al oído, luego de unos segundos informó:
—Está en el sector G, fosa 98.
¡Uf!, era el otro, por lo menos ahora se dedicará al mío, espero. Los músculos se le volvieron a tensar.
Ella cortó y él preguntó en tono irónico.
—¿Hay otro más o ahora sí el mío?
—Sí, ahora sigo con el suyo.
Y ya fuera de sí.
—¡Al fin! ¡Qué suerte tengo! Después de soportar el tránsito, la rotura del espejo, los taladros, que me estén mensajeando a cada rato los inútiles del trabajo; tener que buscar, sin necesidad, el papel en el auto para tener un montón de descerebrados por delante que no tienen más que pavear todo el día y hablar por celular: al fin me toca. Y yo que me quejaba. ¡Soy un afortunado! ¿Dónde ubico la capilla del cementerio para dar las gracias?, ¿eh? —finalizó.
Sintió la descarga relajante de toda esa tensión acumulada en la mañana, aunque lo disfrutó por escasos segundos; de inmediato se remordió por la reacción.
—Oiga, no sea insolente, que no le doy nada, ¿sí?
—¡Claro!, porque me aguanto todo esto al divino botón, ¿no? —contestó a forma de excusa.
Marcela observó ese rostro desencajado. No se molestó en contestar, acaso para darle una tregua, y a continuación se dirigió a uno de los ficheros. Puso la mano en la manija de uno de los cajones y en ese instante se oyó un crujido áspero, como una laja de piedra pesada raspando contra otra, que agrietó el silencio momentáneo de la habitación. De inmediato, retiró la mano del tirador e hizo una breve exclamación de sorpresa. Giró la cabeza hacia Lucio con una mirada que dejaba traslucir algo de asombro.
—¿Qué?, yo no hice nada —se atajó él, por las dudas, ante esa reacción.
Ella no contestó, volteó y se dirigió hacia otro fichero; uno más viejo, con signos de óxido y la pintura saltada. Abrió uno de los cajones, el cual se movía sobre rieles, con el chirriante ruido de un tranvía frenando sobre su trocha y con no más pasajeros que unas tarjetas acartonadas, opacas, descoloridas por el tiempo, a la espera que las sacaran de su ostracismo para tomar un poco de aire. Agarró una y lo cerró.
Él vio algo extraño. ¿El cajón es más largo que la profundidad del mueble? Naaa. Vi cualquiera.
Marcela se acercó al escritorio, tomó una tarjeta en blanco, copió los datos de la otra, volvió al fichero y archivó la copia en lugar de la original. Luego, le alcanzó la original a Lucio y dijo:
—Tome.
Él la leyó para sí: Sector Ñ, fosa 18, Panteón de las Sibilas.
—¿Sobre que calle es esto?
—Del lado de la 137 —respondió ella.
—Gracias, prometo no molestar más —le afirmó.
—No se preocupe por «eso».
Capítulo III – Sector Ñ
Sin más que averiguar, bajó presuroso. Enfiló por una de las calles internas del cementerio hacia la 137. ¿Debía ir con su mujer a Capital a comprar mercadería en el mayorista ese fin de semana o el próximo? Esperaba acordarse, al salir del trabajo, de comprar el regalo de cumpleaños de Luciana, su hija.
¿Panteón de las Sibilas? Le sonaba mitológico. Próximo a la 137, leyó los carteles. La última sección era la N. Recorrió hacia un lado y otro. Nada. Leyó la tarjeta de nuevo. La numeración de fosa existía sobre el sector N, pero no correspondía a su amigo, por lo que no era error de tipeo de Ñ por N. Vio, a lo lejos, un hombre que por la vestimenta parecía ser un empleado encargado de tareas de mantenimiento; decidió ir a su encuentro para preguntarle. Apenas dio unos pasos cuando un viejo de ropas desgastadas y algo sucias, al que no había visto, lo hizo detener:
—¿Está buscando el Panteón de las Sibilas, sector Ñ? —le preguntó.
Lucio abrió con desmesura los ojos.
—Sí…, ¿cómo supo?
—¡Ja!, todos siempre me preguntan lo mismo. Si estuvieran en mi lugar, entonces verían lo que yo. Una tarjeta en la mano, idas y vueltas, gestos de contrariedad y fastidio en el rostro. No es difícil adivinarlo.
—¿Entonces existe el sector?
—Claro que sí —le confirmó el viejo—. Se llega por ese angosto pasillo, detrás del fresno, que corre pegada a aquella bóveda. Luego hay que seguir las indicaciones que aparecen —dijo señalando hacia el árbol.
—Deberían poner esas indicaciones más a la vista —recomendó Lucio—. En fin, gracias por decirme como llegar —completó y se dirigió hacia el sitio.
—Espero encuentre lo que busca.
El pasillo, delimitado entre bóvedas, resultaba muy estrecho, tanto que pensaba que una persona voluminosa sólo pasaría de lado. Le resultaba incomprensible el diseño. Al llegar al otro extremo, antes de doblar a la izquierda, un letrero con una flecha indicaba: Sector Ñ. Al girar, el pasillo se abría como si fuera la parte superior de un embudo y terminaba a unos tres metros desembocando en un mausoleo que abarcaba todo el ancho; extrañado, se detuvo. Por encima de la puerta de ingreso, escrito en bajo relieve, se leía: Panteón de las Sibilas. Al bajar la vista, sobre un costado, en un letrero de tres líneas, con la central en un formato de letra más grande a las otras dos, pudo leer: Sector Ñ. El menor tamaño del resto del texto le impidió completar la lectura. Se acercó y entonces leyó: «Ingreso al Sector Ñ por el panteón». Aquello resultaba insólito. En ningún momento ni la empleada ni el viejo le habían prevenido que debía ingresar a través del panteón. ¿Quién era el genio al que se le había ocurrido la brillante idea de tener que atravesar un panteón para llegar a uno de los sectores? Volvió sobre sus pasos hasta el giro anterior para verificar si se le había pasado por alto una bifurcación alternativa para llegar al sector. No, nada, ese era el único acceso.
Retornó al panteón y echó un vistazo a través del cristal que estaba por detrás de las ornamentaciones de la puerta de hierro de la entrada. A unos seis o siete metros se veía una puerta trasera de doble hoja que adivinaba semejante a la que tenía frente a él. El sol penetraba con fuerza iluminando parte de la sala. No pudo divisar ni estantes ni sarcófagos, lo que le llamó la atención. Decidió abrirla para ver con más detenimiento. Al hacerlo, se encontró con una estancia circular. Por encima, en el cielorraso abovedado, algunos ventiluces dispuestos en ángulo apuntaban hacia la parte central del suelo. Allí, en el piso, pequeños mosaicos de intensos colores se disponían en circunferencias concéntricas, terminando en un círculo interno de aproximadamente un metro, dentro del cual, y con el mismo material, se conformaba un ojo negro de pupila blanca que ocupaba casi todo el diámetro del círculo. Notó, con curiosidad, que al moverse alrededor de él, no importaba donde se pusiera, el ojo siempre parecía mirarlo. Desvió la vista en derredor y, entre sombras, divisó cinco hornacinas talladas sobre las paredes de cada lado, a derecha e izquierda de las puertas. Dentro de cada una se erguía un pedestal de aproximadamente treinta centímetros de altura. Sobre cada uno de ellos se apoyaban pequeñas estatuas de mujeres. Los atuendos tallados lucían acordes a la época del imperio griego o romano. Volteó el cuerpo y miró hacia el piso. ¿Yacerían los destinatarios del Mausoleo sepultados bajo los mosaicos? Sea como fuera, se sintió aliviado ante el hecho de que no hubieran sarcófagos a la vista, con lo cual ya no le importó tener que atravesar el panteón para alcanzar el sector Ñ. Avanzó y abrió la puerta trasera. Al hacerlo, un reflejo de sol en una placa de metal le dio de lleno en el rostro, lo cual lo hizo desviar la mirada hacia un costado. Entonces, vio un cartel confeccionado con un palo y un trozo de chapa clavado en la tierra en el borde donde comenzaban las sepulturas; lo leyó: Sector Ñ.
—Con que acá es, viejo amigo. —Echó una mirada a los alrededores. Todo estaba rodeado por paredes y mausoleos. Detuvo la mirada en las sepulturas.
—¿Qué…? —murmuró perplejo. Las lápidas emergían de la tierra, pero las fosas estaban sin tapar, sin sarcófagos, sólo un hoyo de poco más de un metro de profundidad. En los alrededores no había rastros de la tierra extraída de las excavaciones.
—!Ja!, —expresó con ironía. Leyó una de las lápidas; el estupor lo invadió.
Observó la contigua, y lo mismo, también la siguiente.
¿Qué demonios sucedía?, era el 20 de Junio de 2022. Las lápidas mostraban las siguientes inscripciones:
Gustavo Ribeli
10/05/1975 — 15/11/2043
Mariel Rosecu
12/03/1965 — 05/02/2055
Marcela Biden
01/08/1949 — 12/06/2029
Caminó con lentitud hacia la segunda fila; la hojarasca crujía chirriante y pausada ante sus pasos. Leyó la primera lápida: fosa 16, fecha de fallecimiento: 06/08/2025; luego la de al lado: fosa 17, 19/12/2037; y luego la tercera, la 18, la que debía ser la de su amigo Juan Andrada.
El frío punzante de una noche helada de invierno se le coló por las piernas trepándole hasta el rostro.
Se llevó, en espasmo tembloroso, una mano a la boca y trastabilló al retroceder. El pulso se le aceleró y los pensamientos se le estancaron unos sobre otros. No era posible, nadie podía haberlo planeado ni como broma. No comentó la visita al cementerio ni siquiera a su esposa. Sólo le contó del accidente y el fallecimiento, nada más. Volteó, con movimientos bruscos, escrutando los alrededores. Temió un ataque que nunca ocurrió y, mientras jadeaba al ritmo del martillar de sus latidos, leyó de nuevo la lápida:
08/08/1974 — 18/01/2023
Lucio Raúl Castro
Su nombre. Sintió la piel mimetizada al blanco marmóreo de las lápidas. Quedó hipnotizado con la vista fija en la inscripción como si le fuera a dar una respuesta a las preguntas que se le amontonaban en la cabeza. Un impulso lo obligó a mirar la tarjeta. La alzó para verla, quedando recortada sobre el fondo de la sepultura. Su espanto creció al leer, con la misma tipografía de la lápida, escrito ahora su nombre en ella.
Y entonces aconteció.
El cuerpo ya no le pertenecía.
La tarjeta subió en temperatura al punto de arderle la mano y fue oscureciéndose hasta confundirse con el fondo negro de la fosa y disolverse. La visión periférica se le nubló centrándose su vista en la negrura de la sepultura cuya tonalidad se iba intensificando como si la luz estuviese impedida de penetrarla. La falta de reflejos y contornos conformaban un negro tan puro, sin un atisbo de imperfección, que se hubiese dicho que aquello era un muro, una pared de negrura con la cual debía uno cuidarse de no chocar. Aunque intuía que sólo era una ilusión óptica; sin embargo, en forma paradójica, esa ilusión dejaba lugar a una más aterradora, una de un hoyo insondable, uno por el que un objeto caería por siempre. Ese vacío lo atrapó y de un instante al otro la perfección dejó lugar a la impureza: un punto de luz emergió. Al principio tímido, trémulo, pero pronto se reveló como un pulsar nervioso que aumentaba en vibraciones y tamaño. Próximo a explotar, en un instante rompió en un haz de luz que aumentó de volumen desde el centro a la periferia dando lugar a imágenes veladas que fueron haciéndose nítidas hasta definirse en plenitud.
En ellas, después de visitar la sepultura de su amigo, se marcha con apuro al trabajo. Al arribar al auto encuentra, pegada en el parabrisas, una notificación de multa por mal estacionamiento. Enfurecido, ingresa al vehículo dando un portazo y parte apresurado. Absorto, sin prestar atención al entorno, se pasa una luz roja y una camioneta lo embiste de su lado. El coche es arrastrado varios metros para finalizar girando sobre su eje; Lucio queda inconsciente. La gente se aglomera alrededor, varios gritos se suceden. Alguien pide ayuda, otros una ambulancia. El tráfico se atasca; los conductores transitan en forma lenta y curiosa observando el siniestro. Aparece un patrullero de la Policía que se estaciona atravesando la calle. Una ambulancia arriba, abriéndose paso gracias al estrépito de la sirena. Los paramédicos lo sacan del auto y lo revisan; hay signos vitales. Lo trasladan al hospital.
El personal médico va y viene. Le hacen estudios. Preparan un quirófano. Lo operan. Lo mueven a una habitación donde le conectan diversos equipos de monitoreo. Al día siguiente despierta. Contusiones y una pierna quebrada, pero lo peor ha sido el brazo izquierdo: le ha quedado casi inutilizado y le tomará mucho tiempo recuperar parte de su movilidad. Aún así, le informan que tuvo suerte. No lo cree. Si bien trabaja con las dos manos, es zurdo.
Ya en su casa, el seguro no quiere cubrir los gastos del auto porque el día anterior al accidente, el del vencimiento de la cuota, no pudieron hacerle el débito en la cuenta bancaria por fondos insuficientes. Entabla una demanda; debe pagar un abogado. La compañía de seguros de la otra parte inicia un litigio por los gastos de reparación de la camioneta que tuvo que cubrir. La aseguradora de riesgos del trabajo se desentiende del accidente alegando que Lucio estaba de vacaciones. Él sabe que puede probar que se dirigía a la oficina porque así se lo habían solicitado, tiene las pruebas en el celular; pero el hecho de no haber contestado ningún mensaje le juega en contra. Las semanas van transcurriendo. La cuenta de gastos se acumula. Le informan que la rehabilitación de la pierna demorará más de lo estimado. Surgen complicaciones postoperatorias. Más trámites. La salud se le ha deteriorado en parte por el accidente, en parte por el estrés acumulado. Más recetas, más medicamentos, tratamientos, y luchas con la obra social y las farmacias. Laura no da abasto con las necesidades de la casa, la familia y el negocio; sus lágrimas caen en silencio fuera de la vista de Lucio, pero él ve las huellas en el rostro. Luciana ayuda en lo que puede. Los meses pasan. Se suman problemas en el trabajo. Obligados, han logrado dejar la dependencia de lado y, debido a su estado y ausencia, entre varios se han repartido el mantenimiento de los sistemas y las tareas que desempeñaba; ha perdido la retribución extra que percibía y su puesto corre peligro. Hace algo de teletrabajo, pero su rendimiento individual ha caído y cada vez lo necesitan menos. Peleas, discusiones por celular. Se atrasan en el pago de las cuotas de la furgoneta que utilizan para transportar la ropa que traen desde Capital. Del banco no cesan de llamarlo por el descubierto de su cuenta y los impagos de las tarjetas de crédito. Sufre un infarto cerca de fin de año. Se ha salvado por poco. Pasa las fiestas entre cuidados extremos. Debe evitar emociones fuertes. En ese estado, de sufrir otro podría ser el último. Le embargan el fondo de comercio.
La visión cambia el enfoque y le muestra un largo pasillo de hospital delimitado por paredes con cientos de historias encima. Desde el techo varios tubos fluorescentes, colocados de a trecho, iluminan el pulcro brillo del piso. Percibe en el ambiente el olor de vendajes usados, suero y remedios que lo saturan. Un rayo de sol, difuso, asoma por la rendija de la puerta entornada de una habitación que debería estar cerrada. Oye unos gemidos provenientes del interior. Se acerca y mira dentro. A pesar de la claridad solar, una luz fría y blanca cae desde una lámpara del cielorraso. Ubica a su mujer en una silla al lado de una cama, los brazos cruzados sobre las sábanas, la cabeza entre ellos a la altura del pecho de quien yace debajo. La manta oculta por completo el cuerpo. Al otro costado del lecho, una bolsa de suero cuelga desahuciada, sin conexión. Un almanaque en la pared indica que es el 16 de Enero del 2023. Percibe algo más, algo que no encaja, que no puede precisar. Trata de aclarar que es. ¿La mano de Laura…?
—¡Nooo!— grita ella, el atroz estallido de dolor se amplifica resonando en el interior de la habitación. El sonido le hiere como si le clavaran un punzón en el oído, las imágenes vibran perdiendo nitidez y se apagan dejándolo sumido en oscuridad, al tiempo que cesa el estruendo.
La luz retorna. Su mujer, los padres de Lucio, a quienes no veía desde hacía tiempo, presencian el entierro en el cementerio. No puede escuchar lo que dicen; el grito lo aturdió. En la lápida esculpieron, con prolijidad, su nombre. Unos trabajadores de mantenimiento cruzan por detrás de quienes presencian el funeral. Uno de ellos le llama la atención, porta un sombrero antiguo para protegerse del sol. Gira la cabeza y entonces lo reconoce: es el viejo que le indicó donde se encontraba el sector Ñ. Mira hacia el punto desde donde Lucio ve la escena; siente como si lo observara. Tan pronto le surge esa apreciación, el viejo gira la cabeza hacia delante. Por las calzadas internas, a unos metros, ve dos ancianas caminando, una pegada a la otra, que cuchichean entre ellas con la cabeza inclinada, mirando el cajón por descender. A lo lejos, divisa unos adolescentes dirigiéndose hacia la salida del cementerio. Ligeramente hacia el costado del funeral, a unos veinte metros, un deudo se dedica con cuidado a limpiar con una franela la lápida de alguien que ha perdido. Más allá, una mujer coloca flores frente a una tumba y luego se pasa la mano por debajo de los ojos. Un sujeto, al que no reconoce, charla con uno de sus primos, y este se golpea con la punta de los dedos el pecho a la altura del corazón, a la vez que menea la cabeza en señal de resignación. El sujeto hace un gesto alzando la cabeza y abre la boca. Laura abrazada a su madre se confunde con ella en un solo llanto.
No podía terminar así, debía cambiar por él, por ella y Luciana, pobre niña, no estaba ahí. Ella siempre había mostrado un carácter sensible y compasivo. El día que su gata murió atropellada le afectó de tal manera que pasó días sin comer y todo ese fin de semana apenas había salido del dormitorio; por lo que no era difícil imaginarla devastada, llorando, tirada en la cama.
El cajón desciende, las primeras paladas de tierra lo acompañan. El entorno se oscurece hasta que las sombras lo envuelven por completo. La audición le retorna de a poco. Oye un repiqueteo que va aumentando en volumen a la vez que los llantos y voces se apagan, como si se alejaran. Identifica los golpes como el tamborilear de la tierra sobre la tapa del ataúd que le aprisiona el cuerpo. Lucha por romper la inmovilidad; es inútil. La tierra, impasible, sigue cayendo en granulados trozos negros cubriendo impiadosa el féretro. Estalla en un desesperado y prolongado grito interior y siente los párpados plegarse. Ante el súbito retorno del control, los abre de golpe para hallarse en soledad parado frente a una tumba. Sobresaltado, mira hacia todos lados girando sobre sí mismo. Desconfía de todo lo que ve, ladea su cabeza, agazapado y expectante. Ha regresado, pero a otro sector del cementerio. Las fosas están cubiertas, unas limpias, otras sucias, unas con floreros conteniendo agua estancada que proliferan en mosquitos, las menos con flores frescas. Agitado, mira la lápida del sepulcro frente a él:
Juan José Andrada
01/07/1974 — 14/06/2022
En shock, levanta la mano y echa un vistazo a la tarjeta, que no se ha carbonizado ni desaparecido: Sector G, fosa 12.
Pasada la sorpresa del retorno, y sin peligros aparentes a la vista, intenta comprender lo sucedido. La respiración torna de a poco a su cauce normal, pero ahora el cuerpo se le sacude en espasmos nerviosos. Se sienta en el duro banco de cemento ubicado frente a la sepultura. Agacha la cabeza, se inclina y apoya los brazos sobre los muslos. Divaga y elucubra mil teorías intentando hallar una explicación. Después de unos minutos, domina sus nervios. Alza la cabeza y mira el sepulcro de su amigo, abre la boca para decir algo, pero se detiene, duda un instante, baja la cabeza y luego habla con voz entrecortada.
—¿Qué fue eso? ¿Me desmayé y soñé?, ¿aluciné? Se me hace difícil creer en revelaciones. —Hace una pausa y continúa—. Se vio muy real: eso me aterra.
Se pregunta si debería volver al archivo y averiguar…, ¿averiguar qué? ¿Qué le diría a la empleada?
Hola, volví. Disculpá, te quería hacer una consulta. ¿Tiene algo especial está tarjeta? Porque las sepulturas del sector al que me llevó estaban destapadas y las lápidas mostraban fechas de fallecimiento futuro. Y la que correspondía a la tarjeta estaba a mi nombre. Al mirar el fondo del agujero pude ver mi muerte en un hospital y luego como me sepultaban. Eso sí, después aparecí, de golpe, en la sepultura que buscaba, y la tarjeta, que se había pulverizado, anteriormente, en mi mano, volvió a materializarse y ahora me mostraba la ubicación correcta de la tumba de mi amigo.
—¡Sí, claro, cómo no! Debo estar enloqueciendo por el estrés. Laura tiene razón, debo calmarme —razona.
Deja de lado toda posible explicación y se focaliza en las acciones que se habían suscitado en la visión, y como su temperamento lo conducía a un final prematuro.
—Aunque fuera producto de mi cabeza, eso podría pasar —exclama consternado.
Piensa y reflexiona sobre el asunto. Quizás debería hacer lo que más de una vez Laura le había sugerido. Hasta ahora se había negado, aunque cada vez con menos insistencia, al punto de terminar, alguna vez, de evaluarlo como opción. Se toma un instante más para pensar. Tras lo cual agarra el celular y envía un mensaje por WhatsApp. Lo guarda y suspira.
Mira en rededor, su vista tropieza con la lápida.
—Con todo esto, casi te estaba dejando de lado —dice regañándose y agrega—. De todos modos, nunca fui un gran orador. No me voy a extender mucho, pero sí quiero sacar algo de lo que tengo dentro. Perdón, Juanjo, por haber perdido contacto. Le pasa a casi todos con las viejas amistades. No es excusa, pero es así. Supongo que es lo que dicen: la vida te lleva por diferentes caminos. Siempre fuiste un gran amigo y un buen recuerdo, la pasamos bien, y eso vale mucho, por lo menos para mí. No puedo creer todavía la forma absurda en que te fuiste, aunque quién soy yo para juzgar, dada la manera en que me comporto, ¿no?. Hoy me di cuenta que eso me podría llevar a un final parecido al tuyo, no las causas, solo el final. No puedo terminar así. Si algo puedo sacar en claro, rescatar, de lo de recién y lo tuyo, es eso. Quizás sea un aviso. —Hace silencio un momento y continúa—. Espero que hayás tenido una buena vida; esa que yo quiero y no encuentro. Aunque, por otro lado, se me hace que no estoy apreciando lo que tengo. Tengo que ver las cosas con otra mirada, no tan negativa, más positiva. Es más, debería empezar ya.
Se levanta, avanza unos pasos y se pone en cuclillas frente a la tumba. Pliega los labios hacia dentro y finaliza:
—Descansa en paz, amigo. Yo, por otra parte, debo dedicarme a «vivir en paz».
Se pone de pie, alza la vista. El cielo despejado y el buen clima invitan a una pausa. Camina hacia la salida con paso tranquilo, sin apuro. Se detiene para mirar las sinagogas y bóvedas. Le es muy difícil ver algo que no le provoque un sentimiento negativo en ellas, aunque tal vez su aire abandonado y antiguo bien podrían servir como marco para una pintura o una fotografía para algún concurso. Mira en derredor. Ve un Panteón antiguo, quizás centenario, de las primeras familias de la ciudad. Se acerca, observa la arquitectura y ve en él detalles, algo peculiares, a los que en otra ocasión no le hubiese prestado atención. Reanuda la marcha. Al salir a la calle, gira el cuerpo y observa las enormes columnas de la entrada. Con los ojos recorre en forma lenta las secciones; la basa, el largo fuste, interminable, que es coronado por las ornamentaciones del capitel. Se pregunta cuán semejantes serán a las del Partenón griego. Alza un poco más la cabeza y en el entablamento lee: «Cementerio Municipal de La Plata». Se detiene un momento en los detalles del friso. El conjunto todavía conserva algo de la solemnidad de los primeros tiempos. Se da cuenta que han pasado minutos por demás en el trayecto hasta la salida y no ha mirado la hora en el celular. Sonrié. Por primera vez en muchos años, se siente verdaderamente dueño de su tiempo.
Ve al trapito, sentado en la escalinata, con la mirada perdida, desviada. Lucio se acerca y con algo de vergüenza y temor le extiende un billete a la vez que comenta:
—No es mucho, pero espero ayude un poco.
—Gracias, ¿cuál era su auto?, amigo.
—No importa, es lo mismo —contesta haciendo un ademán con una de las manos, sin darle importancia.
Camina sin prisa, mira el entorno, se detiene sólo por el gusto de hacerlo, de tomarse un respiro, y luego reinicia el andar. Sube al vehículo, enciende el motor y presta atención al suave ronroneo que emite su Renault Clio.
—Es un buen auto, nunca me ha dejado a pie, fue una buena adquisición, una que salió bien —afirma, y balancea la cabeza de arriba a abajo.
Pone primera y sale en forma lenta, sin apuro. Tiene luz verde, aunque desearía que fuera roja para poder relajarse un rato más en el alto. En la siguiente esquina un colectivo obtura la calle. Mira a una serie de jóvenes bajando del mismo, deben tener la edad de su hija, lo cual le recuerda la compra del obsequio. Enfila hacia el centro de la ciudad. Transita pacientemente las calles con la esperanza de divisar un lugar para estacionar: no lo encuentra. No le afecta mucho; lo deja en un estacionamiento privado. A paso mesurado se dirige hacia la calle ocho. La camina de arriba a abajo abarcando la parte comercial. Ingresa a la que le parece la más grande tienda de venta de celulares y adquiere el mejor que encuentra de gama media. Sabe que puede pagarlo más barato en Mercado Libre, pero prefiere no perder tiempo en envíos.
En camino al auto, medita el siguiente paso. Podría volver a la casa, preparar el almuerzo, tomar una cerveza, ver un partido de fútbol de la champion league, una película, dormir la siesta, esperar a su mujer. Decide algo mejor: ir al encuentro de Laura.
Luego de pagar el estacionamiento, conduce al negocio. Recuerda los duros momentos después del nacimiento de Luciana. El abatimiento de Laura cuando la empresa en la que trabajaba quebró. Un ingreso menos. Entonces pensó que, dada la experiencia de ella en ventas, sería una buena idea invertir parte de los ahorros para que se dedicara a la venta de ropa a domicilio, y esa fue la semilla que luego dio nacimiento a la casa de venta de ropa.
Deja el coche a unas cuadras del negocio. Al ingresar ve a Laura atendiendo. La saluda y ella hace lo propio con sorpresa. Lucio se ubica detrás del mostrador, saca el celular y desbloquea la pantalla.
Al pasar por detrás de él, para efectuar la venta, Laura le comenta:
—¡Qué linda sorpresa!, ¿a qué se debe?, ¿viniste a revisar las cuentas y que no me quede con ningún vuelto?
Lucio sonríe, él ayuda llevando la contabilidad del lugar. Laura es buena en relaciones y atención al público, pero prefiere que en lo referente a gastos, impuestos y otros números se haga cargo él.
—Ya te digo cuando no haya nadie —contesta.
Intrigada, efectúa el cobro y cuando se quedan solos le pregunta:
—¿Qué pasó?
—Seguí tu consejo —contesta Lucio.
Ella no entiende y lo mira con expresión dubitativa sonriendo.
—Mañana arreglo los detalles que hagan falta y cuando me libere vengo a ayudarte.
Laura le echa una mirada cómplice que deja ver una sospecha, e inclina ligeramente la cabeza y dice:
—Entonces…
—Mirá — dice Lucio y deja el celular sobre el mostrador.
Ella lee la pantalla. Abre la boca con asombro confirmando la sospecha. Ríe de alegría y le da un abrazo.
—Voy a hacer un poco de teletrabajo, también, para complementar —dice—. Algo sin relación de dependencia, que no me lleve mucho tiempo, liviano. Tomar trabajos individuales que tengan un principio y fin bien definidos y que me permitan decidir cuando tomar el siguiente —aclara.
En el contacto de WhatsApp Oficina del celular, se leía: «Vayan buscándome reemplazo. No sigo más. En cuanto terminen mis vacaciones presento la renuncia. Indeclinable!»
Cap. IV – No todo es lo que parece
Con el transcurrir de los meses, Lucio fue tomándole la mano al quehacer diario del negocio hasta comenzar a disfrutar los días en el mismo junto a Laura. La vida fue tomando un ritmo más apacible, y si bien las antiguas dificultades fueron reemplazadas por otras nuevas, para nada se equiparaban unas con las otras. El cambio de rutinas le mejoró el ánimo y el estado de salud, y acercándose a las vacaciones de ese 2023, la familia había decidido vacacionar en un balneario de la costa, uno que no conocieran, apacible, que no estuviera tan colmado de gente. Las opciones eran Costa del Este o Mar de las Pampas.
Aquel día, había poca gente tanto en la calle como en los locales; una cantidad importante había abandonado la ciudad en busca de descanso. A ello se sumaban los estudiantes universitarios que, a causa del fin de las cursadas, habían regresado a sus ciudades de origen el mes anterior. Era el 18 de Enero de 2023. A medida que fue acercándose esa fecha, la que iba a ser la de su deceso, Lucio no pudo evitar sentir cierto desasosiego y ansiedad a pesar de que su vida y destino cambiaron.
Laura y Luciana habían salido a realizar algunas compras para el viaje y él se quedó atendiendo el local. Una clienta ingresó, lo saludó y él le devolvió el saludo.
—¿En que puedo ayudarla? —preguntó, y no hubo tiempo para más. Un joven ingresó, cerró con violencia la puerta, volteó el letrero de Abierto/Cerrado, extrajo una pistola y ordenó apagar las luces del interior del negocio.
—Vos, rápido, abrí la caja —le ordenó a Lucio.
Tan pronto Lucio lo hizo, se abalanzó sobre el dinero. Con manotazos violentos, tomó en puñados los billetes de mayor denominación, los que metió en forma apresurada en el morral que llevaba colgado en bandolera desde el hombro izquierdo hasta la cintura. A continuación, sacudiendo la pistola con un movimiento de muñeca de un lado al otro y bajo amenaza de pegarles un tiro si no obedecían, les exigió a ambos que se retiraran a la parte trasera del local, con el evidente propósito de encerrarlos en el baño para no darles tiempo a que lo delataran cuando huyera.
La clienta, una persona de tercera edad, gimoteó y sus ojos exprimieron lágrimas de temor. Lucio intentó calmarla aconsejándole seguir las indicaciones del individuo para no provocarle una reacción de la que podrían arrepentirse. De reojo miró por el escaparate del local intentando divisar si alguien se había dado cuenta de lo que sucedía dentro; sólo vio un joven en una motocicleta: intuyó que era un cómplice.
—Vos —dijo señalándolo—, quieto; vos vieja, ahí. Callate, ojo con lo que hacés. El celular, los dos. —La mujer, temblando, tanteó su cartera; Lucio le tendió el suyo.
El ladrón, sin dejar de mirarlos, agarró el celular y lo introdujo en el bolsillo trasero del pantalón.
—Dale, vieja —le ordenó a la señora.
Elena, tal su nombre, trató de sostener con firmeza el celular entre las manos, pero ante esos dedos que no dejaban de temblar, este dio pequeños saltos antes de ir a parar al suelo.
—¡Pelotuda!, ¡qué lo tirás! —gritó enfurecido el maleante.
—¡No, no quise! —se excusó Elena llevándose las manos a la boca—. ¡Por favor! —suplicó.
—Yo lo levanto —dijo Lucio agachándose.
Un ocasional cliente en la farmacia de la esquina giró la cabeza, intentando dilucidar de donde había provenido el sonido. En la calle algunos transeúntes conjeturaban si lo que habían escuchado era lo que suponían. Uno se detuvo y escudriñó los alrededores, intentando encontrar señales que le dieran más precisión. Luego, vieron salir presuroso, de un comercio de venta de ropa, a un hombre que se montó en la parte trasera de una motocicleta encendida cuyo conductor emprendió una rápida carrera. Tras perderse de vista y después de unos instantes de dudas no se oyó otro estampido, sólo el sonido de una sirena a lo lejos cuyo aullar se alejaba y que cesó en pocos segundos.
Un adolescente se acercó con precaución al negocio y miró el interior a través de uno de los escaparates, inclinó el tronco y ladeó la cabeza con curiosidad. Luego un hombre copió su proceder. Más personas se acercaron hasta que una decidió ingresar.
Alguien sollozaba. Avanzaron y distinguieron a una mujer de unos setenta años sentada, los ojos anegados, los párpados se le cerraban y abrían como compuertas, frenando y liberando el derrame de lágrimas. Con una de las manos en la boca, intentaba acallar sus quejidos. A corta distancia, un hombre yacía tirado, con la espalda contra el piso. De la cabeza, y mezclada entre los cabellos, escurría un poco de sangre que caía en gotas pausadas al suelo.
—¿Qué sucedió? —preguntó una mujer que había ingresado.
Elena, conmocionada, sólo movió la cabeza en negación.
—¡Por Dios!, ¿qué pasó?, ¡qué horror! —dijo espantada, tomándose el pecho, la empleada de la dietética adjunta al ingresar al lugar y ver la escena. —Es Lucio —agregó y se llevó una mano a los labios, y tras ese instante de sorpresa, completó:
—Díganme, por favor, que está vivo.
Alrededor del cuerpo yacían desparramadas esquirlas de cristales blancas.
—Será mejor llamar al 911 —acotó otro de los hombres que habían ingresado.
Tras unos minutos de espera, se oyó una sirena, asincronizada, en eco, acercándose y perdiéndose, lo cual significaba que el sonido provenía de dos vehículos diferentes. Al rato. arribó un patrullero, de él descendieron tres policías que despejaron la zona del siniestro, haciéndose cargo de la situación. Minutos más tarde otra sirena aulló subiendo en volumen hasta que apareció una ambulancia que estacionó frente al negocio. De ella bajaron dos paramédicos, un hombre y una mujer; la segunda revisó a Lucio.
—No hay herida de bala —apuntó—. Tiene una contusión en la cabeza, la sangre es por un corte debido a un golpe —completó.
—Le pegó con la pistola —aclaró Elena, escapando, al fin, del shock en el que había quedado atrapada.
—Se agachó para alcanzarle mi celular, el chorro(1) se enojó y le pegó con el arma —explicó a medida que su llanto se apagaba, y continuó:
—No sé si fue el golpe o que, pero la pistola se disparó y estalló la lámpara del techo, entonces el tipo salió corriendo y puteando(2) como loco.
Tras unos instantes, los paramédicos lograron que Lucio recobrara el conocimiento. Al volver en sí lanzó un quejido a causa del dolor de la herida. Le limpiaron la sangre que manaba de ella y le pusieron un vendaje; no hacía falta suturar. Tras algunas pruebas y preguntas de rigor, Lucio presentaba síntomas de mareo. Le indicaron que lo mejor sería llevarlo al hospital para realizar estudios más exhaustivos que descartaran un tipo de lesión más seria de lo que se veía a simple vista.
—Les agradezco, pero no hace falta, en unos minutos estaré bien —contestó.
—Insistimos —dijo el paramédico.
Tras unos momentos de charla intrascendente, intentó incorporarse, pero todo el negocio se le puso de costado, y fue a parar al piso.
—Bueno, parece que sí tendré que ir —acotó resignado.
Antes de subir a la ambulancia, quiso llamar a su esposa. Al buscar el celular recordó que ya no lo traía consigo. Y como la mayoría, al poseer agendado el número y no necesitar tipearlo, lo olvidó; ¿para qué recordarlo?, bastaba con buscar el contacto y presionar en el ícono del teléfono.
Por su parte la policía efectuó un breve interrogatorio, anotaron lo que consideraron relevante, y él se comprometió a ir a la comisaría, en cuanto pudiese, para ampliar la declaración y radicar la denuncia. Antonella, la empleada de la dietética, lo ayudó a cerrar el local bajo la atenta mirada de los paramédicos; después él subió a la ambulancia con ellos. Antonella regresó al local y sacó el celular para comentar entre sus allegados lo que había sucedido; al hacerlo notó que había recibido un mensaje de la esposa de Lucio. Habían compartido sus números telefónicos un tiempo atrás: siempre era bueno tener el número de los trabajadores de los negocios vecinos por cualquier emergencia e imprevisto que se suscitara. Leyó el mensaje y corrió hacia la calle.
—¡Lucio, Lucio! —gritó, pero nadie la oyó. La ambulancia ya se encaminaba al hospital.
Romina, sentada detrás de la placa de plexiglás del cubículo, alzó los ojos sin levantar la cabeza, desviando su mirada de la planilla de firmas de los pacientes hacia la sala de espera de la guardia. El lugar lucía muy diferente a lo habitual; sin embargo, en un par de semanas todo volvería a la normalidad. Contó con la vista: ocho personas. Bastante diferencia con las treinta y pico o cuarenta habituales. Suspiró y pensó en las vacaciones a iniciar en Febrero. La playa, por alguna razón (quizás a causa de la edad), había perdido el encanto de otrora, por lo que adquirió un paquete turístico; uno a pagar en cuotas, para visitar las montañas en Mendoza. Esta vez iría sola. Martín, su hijo, ya tenia suficiente edad para vacacionar junto a los amigos.
Sacó el celular y navegó por el sitio web del diario El Día. Allí, aparecía una noticia en desarrollo sobre un accidente vial ocurrido a pocas cuadras del hospital. Intuyó que debía ser el que Marta le había comentado al cambiar el turno. La ambulancia trasladó los heridos al hospital antes que Romina llegara. Un accidente donde estuvieron involucrados un patrullero, una moto y una camioneta. La moto por razones desconocidas era perseguida por el patrullero, y en el intento de eludirlo tomó una avenida a contramano. La camioneta que venía de frente trató de esquivarla con tal mala fortuna que perdió el control, se subió a la vereda y atropelló a un par de personas que disfrutaban de un refrigerio en las mesas al aire libre de un bar. La moto, por su parte, fue a dar contra un árbol y los dos ocupantes salieron eyectados.
En la planilla tenía algunos de los nombres, la de los heridos más leves; los que habían ingresado por la guardia. A esa altura, supuso que los de Emergencias ya habrían cargado los datos de los otros, la de los casos más graves, bien porque los proporcionó algún acompañante, o bien por haber revisado la documentación que llevaban encima.
Lo más notorio dentro de su horario había sido un hombre asaltado en un comercio de ropa, al que golpearon con una pistola. Le pareció alguien simpático. A pesar de la mala experiencia se había hecho tiempo para sonreír y decir que era muy afortunado porque podría haber sido peor. Esas palabras denotaban cierta actitud positiva ante la adversidad; le gustaba eso. Cuando firmó la planilla notó que llevaba una alianza. No es que pensara entablar una relación con un desconocido después de dos minutos de charla, pero siempre que conocía a alguien que le parecía interesante, ya estaba en pareja. De todos modos, la estatura de él era algo menor que la del promedio de los hombres, y a ella le gustaban los altos. En forma coincidente, el asalto también se había producido cerca. Parecía que las desgracias del día ocurrían en la zona.
Revisó en el sistema los datos cargados de los pacientes que habían ingresado en las últimas dos horas. Esperaba que ningún conocido suyo estuviera entre los del accidente. Detuvo la vista un momento. Miró al costado. Le volvió a echar una ojeada a la planilla. Buscó en la computadora unos datos de afiliación a una obra social de alguien que le llamó la atención. Al hallar lo que buscaba y leer, no pudo contener una exclamación de sorpresa, releyó una vez más para asegurarse.
—¡Uf!, qué mal día hoy con los del choque de la camioneta —interrumpió Lorena, una enfermera, que apareció por detrás de ella.
Romina hizo un gesto con la mano, llamándola a que se acercara.
—Lore, mirá esto, vení —expresó exaltada.
—¿Qué? ¿Qué viste?
Lucio esperaba irse después que le dieran el resultado de las placas. No le gustaban los hospitales. En general, ir a uno significaba que algo no andaba bien. Pero cualquiera fuese el motivo, había algo más, algo en el ambiente que no podía especificar, que le provocaba un sentimiento de vulnerabilidad y desprotección que lo incomodaba sobremanera.
¿Cuánto había pasado desde que llegó? ¿Una hora? Cómo saberlo sin el celular. Sin embargo, parecía que ya no tendría que aguardar mucho más. La puerta de la sala de rayos se abrió y el técnico radiólogo que lo había atendido le dio un primer diagnóstico.
—No hay fracturas ni partes astilladas, por lo que se ve. Ya cargué las imágenes en el sistema. Tiene que volver a la guardia con el médico que le pidió el estudio para que él le informe en forma detallada y le indique los pasos a seguir.
—Gracias —dijo Lucio y se despidió.
Se dirigió al ascensor; el indicador de planta titilaba avisando que la puerta permanecía abierta en alguno de los pisos. El apuro por irse pudo más que su paciencia. Caminó hacia la escalera y sujetándose del pasamanos bajó con cuidado.
Al llegar al descanso del piso inferior, giró la cabeza, y al verlo quedó paralizado.
Un pasillo.
Uno delimitado por paredes con cientos de historias encima. Desde el techo varios tubos fluorescentes, colocados de a trecho, iluminaban el pulcro brillo del piso.
No podía ser, debía ser una casualidad. ¿Qué significaba eso?
Avanzó por el corredor. El olor de vendajes usados, suero y remedios lo saturaban. Un rayo de sol, difuso, asomaba por la rendija de la puerta entornada de una habitación que debería estar cerrada. Oyó unos gemidos provenientes del interior.
Un sonido seco y profundo, que se amplificaba, lo sacudía y le retumbaba en el pecho. Arrastró los pies, el aire se había vuelto insoportablemente denso. Apoyó una de las manos en la pared del corredor, sosteniéndose. Los ojos le ardían cual brasas, enrojecidos, ante lo que iba deduciendo. Deseó retroceder, «intercambiar de lugar». Es un error, no es cierto, todo es falso. Sin embargo, debía confirmarlo.
Se acercó y miró dentro: ya no hubo lugar para dudas. A pesar de la claridad solar, una luz, fría y blanca, caía desde una lámpara del cielorraso. Ubicó a su mujer en una silla al lado de una cama, los brazos cruzados sobre las sábanas, la cabeza entre ellos a la altura del pecho de quien yacía debajo. La manta ocultaba por completo el cuerpo. Al otro costado del lecho, una bolsa de suero colgaba desahuciada, sin conexión.
No emitió palabra alguna, una opresión en la garganta, como un collar estrangulándolo, le dificultaba el habla y los labios no dejaban de tiritarles. Se acercó dando pequeños pasos, la cabeza le decía no y el cuerpo avanzaba por inercia. Deseaba despertar de la pesadilla, darse cuenta que nada de aquello era real, que ese momento eterno sólo existía en su mente y sólo allí vivía. Tan débil y tenue era su caminar que Laura no lo oyó acercarse. En el preciso momento que llegó a la cabecera de la cama, ella gritó en negación sin alzar la cabeza. Lucio se sobresaltó y se detuvo. Le vio una de las manos envuelta con un vendaje. Parpadeó para aclarar la vista; el brote de las lágrimas le molestaba. Eso no le impidió darse cuenta, ahora, que ese cuerpo oculto era de contextura menor al suyo. Apoyó los dedos en el extremo de la sábana, la agarró. Su visión cayó al vacío del tiempo en una infinidad de recuerdos que lo azotaban.
El cumpleaños de Luciana meses atrás, la felicidad en el rostro de ella, y el abrazo al recibir un celular mejor del que esperaba.
Laura tosió y repentinamente giró, sin alzar el cuerpo, hacia el costado de la cabecera de la cama, y se agachó quedándole la cabeza al del nivel del colchón, con los cabellos colgando inertes al suelo; tras una sonora arcada vomitó sobre el piso. Lucio levantó un poco la pesada y fina tela.
Había sido un buen fin de año: una celebración especial. Sus padres habían viajado desde Saladillo, una vieja rencilla dejada de lado posibilitó el reencuentro. También asistieron la hermana de Laura, Sofía, y Andrés, hijo de Sofía, de la misma edad de Luciana. Qué más podría decir de lo bien que la pasaron esa noche que no hubiese expresado con posterioridad.
Miró a Laura que respiraba con grandes bocanadas de aire, agitada, y que todavía no se había percatado de su presencia. Esa imagen le recordaba a cuando ella había perdido el trabajo y días después a la madre.
Al levantar un poco más la sábana, unos cabellos negros asomaron contrastando contra el blanco de las telas.
Hacía apenas un poco más de dos semanas, el buen clima de las festividades, la vida más relajada que habían iniciado, fue la oportunidad que Luciana aprovechó para presentar al novio; era la primera vez que lo hacía. Intuía una relación más seria que las anteriores. Sergio, así se llamaba, tenía aspecto de buen muchacho, habría oportunidad para conocerlo mejor.
Retiró, al fin, el peor de todos los tramos, el que le exponía el rostro que conocía desde hacía diecisiete años y que no volvería a ver sonreír; uno con evidencias de haber sufrido un fuerte impacto. Un grito ahogado desbordó sus ojos, y las lágrimas discurrieron por quien pasaba a vivir en los recuerdos. Laura reaccionó al oírlo, se levantó y se abalanzó en búsqueda de un consuelo que no lograría, pero cuyos brazos necesitaba. Lucio la abrazó fuerte, mucho más que en las pérdidas anteriores, esas de las que a Laura tanto le había costado salir. No imaginaba como ella hubiese podido superarlo si él se hubiese sumado a Luciana. Y entonces, comprendió cual había sido el propósito de la visión.
—La camioneta…, la…, atropelló —alcanzó a discernir que decía Laura en medio del dolor.
Una parte de Lucio murió ese día, la otra se aferró en un abrazo interminable con su mujer.
FIN
(1) Coloquial – despectivo Argentina
Chorro: Persona que roba.
(2) Coloquial – América
Putear: Insultar con palabras soeces.
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