La señora Obdulia entra en escena, lleva en brazos a su hijo Vicentín.
-A ver, qué sucede aquí que ya ni dar la teta al niño se puede con esta barahúnda…
-¡Señora Obdulia! –Le grita desde el pilón una mujer gruesa que está retorciendo con ahínco una sábana más vieja que Matusalén. –A resultas el señor Conde se ha encamado con una de esas vedettes capitalinas. Dice Josefa la del Venancio y Paca la del matarife que vivió su mocedad acá en el pueblo. Como le digo, fue una más de las nuestras sin embargo por más vueltas que le doy no le pongo cara a la muy desvergonzada…
Desde el camino aledaño al pilón les habla con aspavientos un tuerto desdentado de nombre Eulogio. Se mete las manos en los bolsillos al tiempo que agita con maestría sublime un mondadientes pegado a los labios.
-¿Acaso a ustedes tanto les atañe la vida de los demás? El señor Conde pues que se arrejunte con quien le venga en gana que para eso es de cuna y ustedes dos deslenguadas metiches. ¡Gallinas! Eso es lo que son, gallinas cacareando todo el día, trabajan más la lengua que los brazos. No me extraña que cuando resucitó nuestro Señor, al tercer día, se lo comunicara primero a las mujeres, bien sabía lo que hacía…
La mujer gruesa, visiblemente enojada, coge del cesto un trapo sucio y se lo tira a la cara, respondiéndole en los siguientes términos:
-¡Cállese usted! Hijo de una ventisca. Pues no nos ha comparado el muy desgraciado con gallinas. Y deje de blasfemar, culebra rastrera. Siempre hablan los que más tienen que callar ¡borracho! ¡Badulaque! Mírese usted y mírese bien; esa cara de urogallo, esos ojos de topo estreñido y ese cuerpo de botijo. Es usted más adefesio que Picio. ¡Tome, sinvergüenza! Y acompañando tan loables palabras le arroja más ropa sucia apilada en el cesto. Esta vez vuelan un par de sujetadores talla “curvi” y un par de bragas de beata, de esas que van a cuello vuelto. Algunas piezas se le quedan graciosamente colgando de la cabeza…
-¡A ver si aprende, capador de piojos! –Grita satisfecha. -Dese el gusto pues tarde volverá a oler hembra…
Obdulia permanece callada e impasible, tratando de apaciguar los ya de por sí caldeados ánimos. Vicentín, en su regazo, comienza a inquietarse y pronto arranca con su pasodoble de llantos.
-¡Silencio los dos! Mirad lo que habéis conseguido par de mulas nacidas de un aborto. Vuestros graznidos de cuervo desplumado han despertado al crío y a ver ahora como lo vuelvo a dormir…
-¡Dele la teta señora! Con ese par de ubres (y mientras lo dice proyecta mentalmente una vaca frisona pastando en prados holandeses) que Dios le ha dado sacia al churumbel de dos chupetazos bien «daos». -Espeta a carcajadas el tuerto del Eulogio, afanado al mismo tiempo en quitarse la apestosa y sudada ropa interior pegada a su cara. Eso sí, sin perder bajo ningún concepto el control del mondadientes…
La gruesa se siente tan molesta o más que Obdulia y al tener la sangre más caliente pronto sale al desquite desde la puerta de chiqueros. Vuelan por el aire el cepillo de la ropa, dos pastillas de jabón lagarto y la propia tabla de frotar. La artillería falla estrepitosamente.
-Mulas, cuervos… Primero gallinas y ahora mulas y cuervos. ¿Qué será lo próximo? ¿Ratas atoradas en el ojete del alcalde? No esperaba tal bajeza de usted Obdulia, aún del topo ése vale ¿pero de usted? ¡Qué feo!
La discusión queda momentáneamente interrumpida por el traqueteo del coche del Conde, cruzando el polvoriento camino a toda velocidad. Desaparece al tomar la curva del estanco…
-¡Ahí lo tiene! –Se expresa la gruesa, volviéndose hacia la Obdulia. Ese era su coche y le apuesto el jornal de la semana a que con él va la pelandusca (palabra que acompaña con la señal de la cruz). La muy fresca, así le salgan salpullidos en sus partes…
Obdulia hace carantoñas a Vicentín pero lejos de calmar sus lloros éstos aumentan. Intenta darle el chupete pero lo rechaza, tirándoselo con sus pequeñitas manos a la faciana del Eulogio. Acierta de pleno…
-Ha sabido elegir bien la muy espabilada. Él tiene posibles, mientras que nosotras… ¿Qué tenemos nosotras dígame? Usted emparentada con el inútil del Demetrio, más tieso que un quinto a primeros de mes y yo con el cafre del Manolo, tan bruto que caza jabalíes a cabezazos, en fin… ¿Qué le voy a contar?
Ahora habla la gruesa, de nuevo retorciendo la sábana Matusalén y sin dejar de mirar por el rabillo del ojo al tuerto. Éste menea el palillo, hurgando entre los cuatro dientes que le quedan.
-Ya ve, unas nacen en la buenaventura y otras, como nosotras, desventuradas ¿pero le digo una cosa? A decentes y buenas cristianas no nos gana ninguna de esas meretrices. Ellas saben engatusar a los hombres usando artimañas pecaminosas pero ya arderán en las llamas del infierno por sus pecados…
-¡Ja! Esa si que es buena, dos gallinas hablando a espaldas del Conde y de su… bueno de lo que ella sea. ¿A qué huele? (mueve la nariz arriba y abajo repetidas veces) ¿a qué huele? ¡A cochina envidia! Para ustedes lo quisieran pero claro ¿se creen que el señor Conde posaría los ojos en ustedes? Si tienen más lorzas que los cerdos de la próxima matanza. Se lo repito ¡gallinas envidiosas es lo que son! Sólo les faltan las plumas y la caja con paja donde poner el huevo. Y usted (señala a la Obdulia) dígale a ese mocoso que de buena vez se calle. Aquí hay gente de bien que quiere dormir la siesta. Vicentín se gira como si hubiese entendido y le echa la lengua… ¡tres veces!
La gruesa y la Obdulia se prenden como si fuesen pólvora, echando a correr hacia él con el fin de darle una lección que no olvide. No obstante el Eulogio viéndolas venir sale por piernas, alejándose cuanto puede de aquellas enfurecidas mujeres.
La gruesa se muere por retorcerle el gaznate con el mismo empeño que pone en retorcer la vieja sábana. La Obdulia apura tanto como puede, zarandeando a Vicentín por los rigores de la persecución. El susodicho deja de lloriquear y comienza a reírse jocosamente porque aquel juego le parece la mar de divertido…
-¡No huya tarugo! ¡Gañán! ¿No le da vergüenza escapar de dos indefensas mujeres? Venga acá zampabollos. Le prometo que cuando la cara se le ponga bien roja, como un tomate, y le cuelgue la lengua dejaré de apretarle el cuello… –Gruñe la gruesa, moviéndosele los michelines en dolorosa procesión al ritmo de las zancadas.
Y así replica el tuerto, sin mirar atrás, sin dejar la marcha y sin que se le caiga el palillo amarillento:
-Lo de hembras habría que verlo e imaginarlas sin ropa me produce retortijones. Bueno si me emborracho igual no tanto (se ríe a mandíbula suelta). ¡A ver si me cogen gallinas viejas! –Les vocifera para enojarlas todavía más.
-¡Marrano! ¡Fariseo! ¡Machista! –Berrean sin aire en los pulmones y al unísono.
Vicentín no para de reírse y tanto así que echa el primer diente. Entonces sucede lo inaudito. Obdulia se detiene patidifusa y no por la imposibilidad de seguir el ritmo más bien bajo de los otros dos, que también, sino por lo que está contemplando…
La gruesa y ese maldito cara de urogallo ya no son personas humanas. La primera se ha convertido en gallina de verdad y el segundo en topo de verdad. Ambos corretean hasta la curva del estanco, sin percatarse de su nueva condición animal. Por suerte para ellos pronto le sale un segundo diente a Vicentín y con ello recuperan su apariencia normal.
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