Es verosímil pensar, desentrañando el comienzo de la narración de la historia, que de entre aquellos que esperaron en sus casas solariegas cercadas por el sol o el frío implacable de La Mancha el ejercicio de las armas, unos se desengañaron y se contentaron sólo con el favor que les otorgaba el título de hidalgo y así bien gozaron del privilegio de no pertenecer a esos llamados pecheros que consideraban cuanto menos indignos. Se deshicieron pues de las armas por sus antepasados heredadas a sabiendas de que en esa decisión anticipaban los tiempos futuros donde la gloria caballeresca quedaba enterrada para siempre en acto, que no a falta de palabra impresa y, por salvar sus vidas de la agonía que deja el tiempo ocioso, tomaron asunto, con ayuda de ama, familiares y criados, de la administración de sus haciendas. La caza y la cría de palomas eran actividades con las que, suponemos, rehuían el tedio.

Así, repito, nos cabe imaginarlos a la luz de ese primer párrafo inmortal. Pero de él, algo más se deduce…

Otros hidalgos más nostálgicos, ansiaron en su espera tomar dichas armas y regresar tan pronto a la llamada del rey para recuperar la gloria arrebatada a los reinos de España allende del mar. Las arrimaron en astillero y mantuvieron al menos un rocín ensillado siempre por algún mozo solícito que podara a la vez en los jardines o en campo abierto. El presente para estos hidalgos estaba preñado de un pasado que existía soterrado bajo las cosas repetidas de la rutina efímera.

Ya fueran de espíritu contemporáneo o nostálgico, ambos dechados concluían con sus horas ociosas el día laborioso, paladeando gestas imposibles en los libros de caballerías que entonces trasegaban de mano en mano para deleite de estudiantes, curas, barberos y otros escasos lectores variopintos. Eran también una delicia las tertulias literarias consiguientes entre estos en tanto se discutía acaloradamente sobre la valentía de los brazos armados de cada uno de los héroes o sobre el sinnúmero de vidas que los filos de sus espadas descontaban acá en la Tierra. Tal vez encarnasen estos lectores diletantes entonces el prototipo de amante de libros en el que se advierte menos apego por la historia de la vida cotidiana propia que por las historias paridas por la fantasía ajena. Los veo en mitad del bochorno vespertino o el frío nocturno que cae sobre el patio solariego, reviviendo en la conversación apasionada lo que un viejo anhelo les dicta hacer, pero sin atreverse a dar el salto sublime y único de los libros a las armas que sólo la locura le tiene reservada a él, a nuestro sosegado hidalgo.

Entonces las manos se aferran a las plumas tan pronto se oyen los ecos lejanos de las andanzas desatinadas del loco sobre su montura escuálida decidido ya él a salvar, en soledad o a escudero aparejado, el sueño colectivo. Cada uno quiere narrar la historia de los entuertos mal desechos, de los menesterosos al final desprotegidos, de las alucinaciones, de las cavilaciones consigo mismo y las pláticas disparatadas con los lúcidos, que el singular caballero andante protagoniza; y así lo quiere cada uno para trascender la época literaria y dar feliz satisfacción a su hambrienta vanidad.

Sólo la voluntad cervantina colmará con esa dicha a un anónimo y dos árabes.

David Galán Parro

9 de septiembre de 2023

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