“¡Hace un día estupendo!”, pensó el hombre con cierto aire de optimismo. Subió la escalera y, una vez dentro del autobús, pudo admirar desde lo alto el paisaje urbano.

  “Qué bien, mi asiento preferido está libre”, y se apresuró a ocupar la silla con expresión satisfecha. 

  Tras la ventana, las calles se convirtieron en un documental mudo en pantalla panorámica. Se fijó en un tendero que despachaba fruta a una viejecita. “Hoy la señora comerá cerezas”, pensó distraído. El autobús arrancó y la historia de las cerezas quedó suspendida en el aire.  

  Los edificios pasaban rápidamente delante de sus ojos entornados por la luz. No había cogido sus gafas de sol con las prisas de última hora. Pero no era una molestia, al contrario, sentía una agradable sensación de paz y armonía en ese momento. Si fuera un gato, estaría ronroneando de placer.

  Un coche en la calzada quedó a su altura. En su interior se podía ver a una mujer retocándose el maquillaje. “¡Coqueta incorregible!”, le sermoneó con diversión para sus adentros. El semáforo se puso verde. La coqueta y su acompañante desaparecieron veloces. 

   El autobús giró a la derecha. En la acera, vio a un abuelo que paseaba renqueante, seguido por un perrillo de raza desconocida. En ese instante, en el autobús, algo le estiró del pantalón y giró la cabeza de inmediato. Allí estaba aquel perrillo estirando con afán la pernera de su pantalón, mientras su amo se alejaba por el pasillo del autobús.

  “Maldito chucho, mira que eres feo y pesado”, pensó mientras sacudía la pierna para deshacerse de él. 

  —“No le diga feo al perrito que se va a enfadar más. ¿No sabe que los perros entienden a las personas?”

  Miró a su interlocutora. Era aquella mujer vieja y… ¡Estaba comiéndose las cerezas! Ya sabía él que se las iba a comer tarde o temprano. La anciana, enfurruñada, empezó a tirarle los huesos a la cara. Y a qué velocidad se las comía la muy puñetera. Un hueso chupado le dio fuerte en un ojo y se llevó las manos a la cara a modo de escudo. Las apretó fuerte hasta que no entró ni un resquicio de luz. Quería pensar cómo salir de aquella situación, pero todo le parecía muy confuso y extraño.

  Entonces, un cambio en el sonido ambiental se lo hizo comprender todo. Se había quedado dormido, había estado soñando. ¡Qué vergüenza!, quizás había roncado…

  Hizo un esfuerzo y abrió los ojos. Todo en el autobús le pareció lejano, pero tranquilo. Ni rastro de chuchos, abuelos achacosos, o vejestorios escupiendo huesos.

  “¡Vaya sueñecito raro!”, se dijo.

  De hecho, el vehículo iba muy vacío, solo viajaban una señora con un bebé, una joven con auriculares y un hombre dormido. El autobús paró y subió un nuevo pasajero, un joven que se sentó al lado del pasajero durmiente. 

  “Ese tiene mala pinta y el pobre hombre no se va a enterar de nada”, pensó preocupado. Le supo mal que a causa una cabezada inoportuna pudiera ser robado por un desaprensivo. “Le puede pasar a cualquiera, hace un momento podría haber sido yo… Iré y le preguntaré algo para que se despierte”.

  Se levantó y se acercó con la idea de pedirle un chicle. Al agacharse para hablarle, fue cuando le vio bien la cara. Descubrió con espanto sus propias facciones sumergidas todavía en un sueño profundo. ¡Era él mismo!

  Estaba en un estado de duermevela en el que el cuerpo no le respondía, pero su conciencia se había despejado y se había separado de él. Como conciencia nadie lo veía, nadie lo oía, ni siquiera él mismo porque estaba frito.

  Vislumbró la mano del granuja acercándose a su chaqueta. ¡Cómo gritó entonces su conciencia!

  — ¡¡Despierta!! ¡¡Despierta!! ¡¡Que alguien me ayude!! ¡¡¡Van a robarme, por favor, que alguien haga algo!!!

  Pero su cuerpo tenía un sopor apabullante y no se despertaba. 

  La mano pecadora ya había localizado su cartera dentro de un bolsillo y se disponía a sacarla. En ese momento, el maleante oyó una voz gritando que decía “OYE TÍO… TÍO, ¿TIENES UN CHICLE?”.

  La joven de los auriculares había empezado a sacudir con fuerza al hombre dormido mientras le gritaba. El ladrón frustrado decidió bajarse en la siguiente parada, escapándose veloz.

  Cuando el hombre se despertó por fin, la joven le murmuró al oído “Y ahora que estás despierto, deja ya de gritar. Yo sí te estaba oyendo y no me dejabas escuchar mis canciones”. Le echó una última mirada irritada al pasajero y se volvió a su asiento.

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