01 − La insubordinación de Neirin
Lo primero que Neirin recordaba era haber despertado a los cinco años, sintiéndose profundamente vacía. Mientras se levantaba de una fría cama metálica, un hombre de apariencia siniestra le había tendido la mano y dado la bienvenida al instituto Schatten, donde se formaría como una segadora de alma. A pesar del ostentoso título al que aspiraba, no se había sentido llena.
Cuando se miró en el espejo, una irreconocible niña le devolvió una lánguida mirada blanca, característica irrevocable de todo segador. Tenía la piel en los huesos, el contorno de sus ojos estaba marcado por unas profundas ojeras y su cabello lacio y negro estaba mal cortado. Sus delgados brazos rebosaban de marcas rojizas, como las que dejaban las intravenosas. Con el tiempo, adquirió carne, las ojeras desaparecieron y adquirió más fortaleza física.
Durante su estadía en Schatten, se destacó como pocos lo hacían. Aun así, los profesores le dedicaban una mirada vacía y la felicitaban con aire ausente por sus logros. Nadie en el instituto parecía sentirse feliz. Al contrario, allí despreciaban la felicidad tanto como cualquier otro sentimiento. Únicamente el desprecio y la malicia eran vistos con buenos ojos, porque eran vitales para la misión que desempeñaban.
Níger, el Segador Rey, era el único que merecía idolatría, lealtad y sacrificio, sentimientos muy cercanos al amor. Después de todo, era quién los había creado para que cumplieran con su propósito: devorar las desbordantes emociones de la humanidad, porque tanto si eran positivas como negativas, resultaban mortales y dañinas tanto para quienes las albergaban como para quienes eran sus objetos.
A los cuatro años de haber aprendido la peligrosidad de las emociones humanas, tras haber entendido la importancia de mantenerlas bajo control y una vez dominada la capacidad de suprimirlas, fue designada a la Región Cuarta e investida con el uniforme de los segadores: ropas negras y plateadas, muy incómodas, y cuyos guantes eran su herramienta vital. Guantes con incómodos anillos y patrones extraños que le permitían cumplir su función. Uno pensaría que haber logrado salir de un lugar tan gríseo la habría alegrado, pero siguió sintiéndose vacía.
Al salir por primera vez, se encontró con que todo Aindfare era gris. Únicamente el sol y las nubes giraban con vida propia, ajenos al triste mundo y a la pesadilla que lo socavaba.
Hace ya demasiado tiempo como para recordarlo, la naturaleza fue transfigurada en piedras y cenizas. El agua se tornó en un espeso gel que apenas albergaba lo que antaño fue la bravura del mar, el rápido fluir de los riachuelos o las pacíficas ondas que, de cuando en cuando, alteraban un calmo lago. El aire se tornó pesado, ya que el viento no sacudía cada milímetro de los lugares desprotegidos que encontraba. Los árboles pasaron a semejarse a rocas de un marrón griseo, de cuyas copas se desprendían cenicientas hojas que, tan pronto tocaban el suelo, se desintegraban en cenizas.
Mientras viajaba para llegar a la Región Cuarta, el hueco de Neirin se llenó con una profunda nostalgia al apreciar los pocos colores que adornaban el mundo. Cuando llegó al desierto que habían designado como su morada, se sentía inesperadamente feliz por percibir algo que no fuera un vacío. Su nostalgia se acrecentó al contemplar como las tormentas de arena, paralizadas en el momento que habían tenido lugar, se habían conglomerado en el aire, haciéndolo más pesado y triste que el de cualquier otro lugar, porque ni siquiera conservaba la majestuosidad de los colores áureos que antaño lo habían caracterizado.
Cuando llegó a la base central, Rodin, el jefe de la región, la asignó a sus primeras misiones. Debido a eso, el tiempo pasó en un borrón de emociones absorbidas mientras confrontaba a las bestias que poblaban el desierto, devorando sus irracionales sentimientos de ira y desintegrándolos en el acto.
Gracias a su talento innato, pronto fue designada a un pequeño poblado. Todos los días entraba, sondeaba las auras y neutralizaba el poco color que empezaba a surgir en sus propietarios. Porque las emociones jamás desaparecerían del todo. Simplemente, hibernaban.
Fue por eso que, pocos días después de salir al mundo exterior, la nostalgia por volver a descubrir un mundo que no recordaba, con sus desvaídos colores y magia natural, fue reemplazada por un irracional odio hacia sí misma. El vacío volvió a hacer acto de presencia mientras devoraba los sentimientos de los humanos de su pueblo. Odiaba sentir el miedo que provocaba en ellos y la desesperación por la inminente perdida de sus esperanzas. Pero era su deber, porque servía a Níger.
El vacío empezó a ganar terreno con su tristeza y odio.
Lo que la hizo cambiar de opinión respecto a lo que hacía no fue mirarse al espejo y descubrir que sus ojos, inicialmente blancos, se habían tornado de un azul desvaído. No. Fue lo que ocurrió el día anterior a su despertar.
Como de costumbre, había llegado al pueblo para encargarse de sus víctimas. Aquel día le tocó controlar a dos niños. Los niños eran hervideros de emociones, que siempre bullían y resultaban difíciles de calmar durante largos períodos de tiempo. Pero fue el anciano que los protegía quien le complicó la misión. Cuando ella devoró sus emociones, la determinada serenidad que él emitía al despedirse con cariño de todo lo que le rodeaba, evidentemente acostumbrado a la experiencia, la amilanó. Aun así, Neirin logró el cometido del día.
Desde aquel día, la calidez de la serenidad que había engullido antes de enviar el sentimiento al Segador Rey no la volvió a abandonar nunca. Y fue entonces que, sin saberlo, empezó a insubordinarse a Níger.
Su poder incrementó con el paso del tiempo y Rodin supo reconocer que sería superado por ella en unos pocos años, por lo que empezó a prepararla. Debido a su entrenamiento, cuando Neirin cumplió siete años de haber llegado a la desértica región, tenía un rango de percepción emocional admirable y había aprendido a subyugar al vacío el creciente malestar que le provocaba devorar las emociones para que el Segador Rey se alimentara de ellas.
Un día en particular, el despertar le deparó una enorme sorpresa a Neirin.
Ella había adquirido la costumbre de expandir su aura nada más despertar, para determinar cuáles eran las prioridades dentro de la región, y al notar que había un pueblo exultante de emociones confusas, se asustó y se apresuró a vestirse.
Antes de que pudiera salir, la llamaron a la puerta. Ella reconoció el aura gris y verde de Rodin, por lo que le abrió de inmediato, ya que deseaba avisarle cuanto antes de tan extraño acontecimiento.
Cuando abrió la puerta y vio el rostro tosco y malhumorado del hombre, Neirin no pudo evitar sentirse protegida. A pesar de su frialdad, característica innata de los segadores, Rodin le caía inexplicablemente bien. Influía el hecho de que en sus ojos un atisbo de marrón brillara a través del velo blanco.
—¡Rodin! −Exclamó, aunque pronto deseó haberse expresado con más frialdad.
Rodin la miró con extrañeza y Neirin supo reconocer la duda en sus ojos. Lo comprendía, pues no era propio de ningún segador actuar tan exaltado. Se relajó cuando el hombre desestimó lo extraño de esa actitud para saltar a lo que le interesaba.
—El pueblo Noreste desborda de emociones, Neirin.
—Eso no es normal −Aseveró ella, esa vez con la calma que debía caracterizarla.
—Necesitaré que vengas conmigo.
—¿Sólo yo? −Inquirió, sintiéndose desconcertada. La situación requería una atención más especializada que un segador jefe y su aprendiz.
El hombre no dijo nada, simplemente se dio la media vuelta y avanzó hacia la salida. Neirin no tuvo más opción que coger sus guantes, su capa y avanzar detrás de él con celeridad, mientras peleaba con los anillos de los guantes para ponérselos adecuadamente.
La capa nunca era necesaria, pero Neirin había terminado encontrándola útil para esconder su rostro de las miradas desesperadas que le echaban sus víctimas. No podía huir de los sentimientos, pero sí de los ojos. Además, para llegar al pueblo Noreste era necesario atravesar una tormenta de arena estática. Allí, el aire era más espeso de lo normal y constantemente había que abrirse camino a empellones entre los conglomerados de arena, que retornaban lentamente a sus posiciones iniciales.
Mientras avanzaban, las emociones en el pueblo florecían y bullían de una manera apabullante. Neirin se descubrió admirando los colores que percibía en la mezcla de auras. A su lado, sin embargo, Rodin lucía cada vez más solemne. Ante esa vista, aunque no lo demostró, ella se empezó a sentir cada vez más inquieta. De repente, con toda claridad, empezaba a percibir lo antinatural de su misión, y una acuciante necesidad de detenerlo todo la invadió.
Cuando finalmente llegaron a Noreste, las calles del pueblo estaban vacías. Unas pocas personas deambulaban por las calles como autómatas, inmersas en su mundo, y el miedo de los que habían recobrado la noción de sus sentimientos se respiraba en el aire. Un par de niños que corrían por allí se detuvieron ante ellos, ahogaron un grito y regresaron corriendo por donde habían llegado, llamando a voces a sus padres. Neirin se mordió el labio inferior ante la cólera que asaetó la mirada de Rodin.
—Ellos no son nuestra prioridad, Neirin.
La muchacha se detuvo para asimilar lo oído. Rodin la adelantó con paso firme y Neirin se tuvo que obligar a reprimir la sorpresa y seguirlo. Su asombro incrementó cuando, al cabo de media hora, salieron del pueblo por la entrada este, volviendo a la inmensidad del desierto que caracterizaba a la Región Cuarta.
—¿A dónde vamos, Rodin? −Inquirió, preocupada.
Rodin la miró de reojo y Neirin se sorprendió todavía más al percibir una inusual calidez en su mirada normalmente fría. El marrón se expandía a ratos, intentando imponerse sobre el blanco predominante de sus ojos. Al cabo de un rato de silencio reflexivo, el hombre optó por hablar.
—Hace muchos siglos, Neirin, el hombre se condenó por su ambición… −En un silencio no carente de asombro, mientras avanzaban sin parar, Neirin oyó lo que Rodin llevaba tiempo guardándose−. Siempre fue un ser despreciativo, que vivía de destruir todo a su alrededor para reconstruir enormes edificaciones y ciudades. Su principal pasión era talar y excavar, todo por ganar el pan de cada día. Hasta que ocurrió la catástrofe: en su infinita ambición, talaron y excavaron muy profundo en una zona prohibida… Y al hacerlo, despertaron a un terrible monstruo −Rodin suspiró con tristeza−: El Ancestral del Vacío.
—¿El Ancestral del Vacío? −Inquirió Neirin, permitiéndose demostrar su confusión.
—El Segador Rey, Níger −Señaló Rodin por toda respuesta−. La infatigable Aingel había velado durante años por su sueño en la profunda poza de Cemorium, donde la vida no existía y todo era oscuridad. Allí, él durmió durante siglos hasta que lo despertaron y, en la explosión que desencadenó este fatal suceso, consumió todos los flujos de sentimientos y se alimentó de las emociones que habían en todo el mundo, convirtiéndose así en un ser exageradamente poderoso… Y, consecutivamente, congelando a quien siempre veló por sus sueños…
El silencio que siguió a esa revelación fue atronador, pero necesario para Neirin y la resolución que estaba tomando. Durante ese instante, ella se dedicó a analizar sus sentimientos. El vacío que siempre la había acompañado, lo antinatural que le parecía devorar emociones y la necesidad, recientemente descubierta, de un mundo colorido que añoraba. La razón por la cual siempre se había sentido incompleta… Era porque había sido humana.
A su lado, Rodin cabeceó con suavidad, sin relajar su expresión huraña. Neirin supo que él, de alguna manera, había pasado por todo ese proceso. Sin embargo, no terminaba de comprender qué era lo que quería decir con todo ello, y así se lo hizo saber. Por toda respuesta, el hombre sonrió con suavidad.
—Tú me recuerdas a mi cuando tenía tu edad. Pero yo nunca pude hacer nada.
—¿Rodin? −Preguntó Neirin, sin entender.
—Siempre te has sentido vacía y te parece antinatural lo que hacemos, ¿cierto? −Neirin cabeceó con incertidumbre, atenta a lo que Rodin pudiera decir−, esto es porque has sido humana… Y no has olvidado la calidez de los sentimientos que alguna vez albergaste.
—No entiendo a qué quieres llegar con esto, Rodin.
—Como ya sabes, las emociones no se pueden congelar para siempre, a menos que se haya repetido el procedimiento en una única persona centenares de veces. Por eso existimos nosotros, siempre fortaleciendo a nuestro señor Níger al devorar las emociones humanas. Sin embargo, Aindfare no puede volver a su flujo natural aunque todos dejemos de hacerlo.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos y ya está? −Espetó desdeñosa Neirin.
—He vivido más años que tú, Neirin. Y los he dedicado a la historia de Aindfare. Dime, ¿has escuchado hablar de los seres de la emoción?
Neirin negó con la cabeza y Rodin sonrió misteriosamente mientras fijaba la mirada hacia delante. Ella también miró, dándose cuenta de que frente a ellos se alzaba un oasis que no recordaba haber visto antes, aunque tampoco había ido muchas veces a Noreste. La segadora abrió la boca para insistirle que continuara, intrigada por el tema que estaban tratando, cuando se dio cuenta de que no había prestado atención del todo.
Las palmeras, aunque pétreas, parecían retener en sus frágiles hojas unos escasos vestigios de vida, debido a que raramente temblaban de manera muy trémula. Incluso la propia arena, como constató cuando ingresaron en el oasis, se hundió bajo su propio peso, a lo que se miraron sorprendidos: estaban caminando sobre arena de verdad. Arena que sentía la vida y se doblegaba ante ella, aunque fuera de manera muy leve.
Ante esa percepción, Neirin entendió que estaba en un lugar con vida. La vida rebosaba a su alrededor. Por eso la arena cedía levemente, por eso las palmeras se sacudían trémulamente, por eso el propio aire resultaba agradable de respirar. Finalmente, las dudas que tenía sobre lo que hacía fueron aclaradas. La emoción se alzó súbitamente en el interior de ella, quien tuvo que reprimir la sonrisa que quería fugarse de sus labios. Rodin, por su parte, suspiró mientras el agotamiento se reflejaba en su mirada.
Cuando recuperó su ingenio, la joven clavó la mirada en su mentor.
—¿Qué es eso, Rodin? −Inquirió en voz baja, temerosa de romper la magia del ambiente.
—Esto es obra de un ser de la emoción.
Neirin hizo un amago de dirigirse hacia la palmera más cercana, pero Rodin la agarró del brazo y le hizo un gesto de negativa con la cabeza. Resignándose a la misión que los llevaba al oasis, ella lo siguió mientras el pesar empezaba a emerger del vacío que la había acompañado desde que despertara en Schatten. Sin embargo, no tuvo tiempo de darle vueltas al asunto, porque su jefe volvió a hablar.
—Los seres de la emoción ayudaban a Aingel a mantener el equilibrio de las emociones en el mundo. Cuando ella desapareció, ellos lucharon contra los segadores, pero eran muy débiles. Níger decretó su Exterminio. Como ya has deducido, hubo un éxito arrasador. Creía que no quedaban más, pero…
Rodin frunció el ceño, claramente inquieto. Neirin no necesito que dijera nada más para comprender sus preocupaciones. En silencio, se internaron con celeridad en el oasis. A medida que se acercaban al corazón, la arena empezó a reaccionar con mayor frecuencia y el aire se hacía deliciosamente fresco y agitado. Cuando la expectativa empezaba a hacerse tan ruidosa como las palmas que se agitaban al son del viento, llegaron a un estanque de agua.
Neirin no se fijó en la sombra que flotaba sobre el agua, más deleitada en observar las ondas que se formaban cuando los peces nadaban de un lado a otro, dejando estelas. Sin embargo, Rodin se quedó embelesado observando a su creadora, que levitaba a varios centímetros del estanque, dirigiéndole una amenazante mirada lila.
—Neirin −Llamó.
Al verse aludida, ella centró su atención en el punto que miraba Rodin, confrontando a la dueña de los ojos color lila. Aunque tenía un rostro maternal y dulce, era un ser femenino de energía pura. Su cuerpo estaba enteramente cubierto por lo que parecía ser una larga seda rosada. Donde debían estar los pies, la tela se había enroscado como si de una cola se tratase, mientras en la espalda se desplegaba en forma de alas, dándole un aspecto de serpiente alada. Si alguien hubiera intentado tocarla, no habría hecho más que atravesarla con la mano.
El aire giraba con violencia alrededor de la mujer, materializándose en energía áurea. Los peces chapotearon desde sus lugares con visible inquietud, antes de esconderse en el fondo del estanque. Las palmas chirriaron mientras sus troncos se inclinaban con parsimonia hacia el ojo de la tormenta que estaba gestando el ser de la emoción y un frío gélido se expandió por el lugar mientras esa existencia desplegaba las alas en su máximo esplendor.
—No quieren enfrentarme −Declaró con seguridad el ser.
—Llevo años buscando a los seres de la emoción, y no para esto precisamente −Arguyó Rodin con la voz inusualmente quebrada.
Esas palabras bastaron para que la amenaza en el aire muriera. El ser de la emoción plegó sus alas, que se trenzaron en su espalda como si de un adorno exótico se tratara, pero no hizo más. Se quedó suspendida en el aire, mirándolos con curiosidad. No desconfiaba de sus palabras porque los segadores nunca habían tenido el instinto básico de mentir para salirse con la suya, siendo los autómatas a las órdenes de Níger que eran.
Rodin se mantuvo firme en su lugar, mirándola con una tristeza que jamás había inundado sus ojos. De repente, el hombre que siempre se había mantenido erguido con orgullo y fortaleza, se había encorvado bajo el peso de una terrible carga que iba más allá de los años.
Fue Neirin quien dio el primer paso y se acercó al borde del estanque, donde el ser de la emoción se mantenía suspendido, creando ondas en el agua con su energía. Cuando extendió su mano, deseosa de acariciar el pálido rostro de la criatura, ella retrocedió de súbito, mirando con desconfianza los guantes que llevaba. Entendiendo su inquietud, la joven se lo quitó y volvió a estirar la mano, anhelando un contacto.
—Esta no sabe nada, gran ser −La voz de Rodin, ya recompuesta, sonó detrás de ella.
—¿Qué quieren de mí? −Preguntó el ser.
—Esperanza −Respondió Rodin.
La palabra sonó dulce y un sentimiento que no recordaba haber experimentado inundó a Neirin, dándole paz. Ver la sonrisa cálida en el frágil rostro del ser de la emoción le provocó un agradable cosquilleo que le recorrió la médula espinal, y fue entonces que lo supo. Delante de ella, tenía la oportunidad del cambio. Brillaba con una energía áurea que únicamente podía ser tan buena y positiva como esa extraña emoción que Rodin acababa de resumir en una palabra: esperanza.
Distraída como estaba en sus pensamientos, no notó que el ser de la emoción se le había acercado para tomarle la mano. Cuando notó el frío traspasar la piel de su mano, volvió en sí. Sus ojos volvieron a conectarse a las orbes del espíritu y un caudal de recuerdos desordenados, con sus respectivas emociones, la invadió con violencia. Aturullada por la ingente fuerza de sus memorias, cayó de rodillas mientras su mundo se deshacía en brumas.
Cuando volvió a ser consciente de sí misma, estaba aovillada en el suelo. A varios metros de ella, Rodin hablaba muy serio con el ser de la emoción. Al verlo así, ella se levantó, sintiéndose extrañamente ligera, y fijó su atención en la inusual pareja que tenía delante. Ambos, atraídos por sus movimientos, le devolvieron la mirada.
—¿Quieres cambiar este mundo, Neirin? −Le preguntó el ser de la emoción antes de que pudiera hablar.
Por muy peligrosas que fueran las emociones y los sentimientos, era antinatural vivir en ese mundo tan gris y triste. Sus recuerdos no habían hecho más que confirmarle ese pensamiento con el que había cargado toda su vida. Odiaba lo que hacía, odiaba privar a las personas de su libertad y estaba cansada de luchar con ese constante vacío que deseaba ahogarla. Quería ser libre, y sospechaba que los humanos eran de su mismo parecer. Antes de poder reflexionar sobre todo ello, la respuesta ya había brotado con firmeza de su boca.
—Sí.
—¿Te unirías a mí para lograrlo? −Susurró con cautela el ser.
—Sabes lo que significa eso, Neirin −Señaló Rodin antes de permitirle responder.
La muchacha cabeceó por toda respuesta. Significaba que se rebelaba contra Níger y eso equivalía a atentar contra su existencia. Todos los segadores intentarían darle caza cuando descubrieran su traición. Pero si aquella criatura estaba segura de que podía lograr cambiarlo, ella deseaba ayudarla. Aun cuando eso supusiera atravesar hordas de enemigos.
—Me uniré a ella, Rodin.
Rodin la miró con cariño por un fugaz instante, antes de que su rostro se tornara grave. Al ver eso, Neirin comprendió que las consideraba el enemigo, y sintió que algo se fragmentaba dentro de ella.
En ese momento, el ser de la emoción desprendió una intensa luz áurea y empezó a encogerse, hasta quedar convertida en un diminuto punto blanco que revoloteó en el aire hasta colocarse en el hombro de Neirin, quien miraba con inquietud a su jefe, que también había sido como un padre para ella.
—Te daré un día, Neirin. Vete, y más te vale que estés bien lejos cuando te busque.
Por toda respuesta, Neirin se abalanzó contra el hombre adusto, que la miró con sorpresa mientras comprendía que lo estaba abrazando. El punto blanco que era el ser de la emoción refulgió en una silenciosa promesa desde el hombro de la muchacha. Cuando se separaron, Rodin cabeceó por toda respuesta y no se movió de su lugar mientras la veía caminar por encima del estanque, en dirección al norte. El agua, entre gelatinosa y líquida, chapoteó mientras la segadora caminaba con determinación hacia un futuro incierto.
Cuando ella desapareció de su vista mientras la noche caía, Rodin suspiró agotado. Llevaba todo el día asegurándose de ocultar el aura de Neirin de sus cazadores, que eran nada más y nada menos que la élite a las órdenes del Segador Rey. También se había asegurado de hacerlo a la inversa, para protegerla de ellos y preservar la esperanza que había descubierto al madrugar aquel día.
Si las cosas se daban como esperaba, él moriría y Neirin serviría como escudo para el ser de la emoción. Con suerte, el mundo volvería a girar como debía hacerlo. Le habría gustado ver cómo era originalmente, más allá de su imaginación, pero no le importaba morir por la causa. Aquella chiquilla se lo había ganado. Y él llevaba demasiados años segando emociones como para desear continuar la supuesta misión de su vida.
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