Recuerdo el momento preciso, recuerdo la sensación, recuerdo esa admiración que despertó en mí las ganas de hacer música. Yaka era el músico del curso, el guitarrista de fogón, el que componía sus propias canciones y en algunas mañanas nos cantaba esas inéditas obras, aún hoy recuerdo algunas con su letra y acordes. Fanático de Fito Páez. A diario lo veía desde una posición de sana envidia: «me gustaría poder expresarme así». Mi primer ídolo de carne y hueso. Y así fue, encontré en el placard de la casa de mi abuela una guitarra acústica sin cuerdas, una guitarra que había sido obsequito de un amigo de mi tío/padrino para él. Recuerdo pedírsela y luego de un gran sermón me la prestó. Él dijo comprar las cuerdas, menos mal que pregunté porque iba a por unas cuerdas de nylon, la guitarra era acústica, así que me ocupé de comprar esas 0.10 de acero. Los trastes estaban tan gastados y surcados que trasteaban intensamente y a veces ni siquiera podía marcar la nota. Corté finas tiras de una cinta aisladora y los cubría para poder levantarlos, y así pude darle uso. Compraba esos libritos «Para Tocar», tenían canciones con las notas en cifrado americano y el dibujo del acorde a un costado. Todos los días, pero todos los días al volver del colegio la tocaba. Me costaba horrores el Fa, el Si, esos acordes con cejilla, el rasgueado sin matiz, qué ansioso me ponía, que lejos me veía. La primera canción que aprendí fue «Acceso Noroeste», una canción de una banca local, era Re, Sol, un La por ahí y creo que también un Mim. El primer punteo que saqué usando el oído fue el de Pasajera en Trance. De alguna manera lo llevo en la sangre, un padre folclorista que todas las noches me cantaba canciones de Horacio Guaraní con su clásica Tango, de hecho en sala de 3, la primera del jardín, me bautizaron «Mi caballito querido», pero al final de cuentas si no hubiese sido por ese personaje rubio de pelo largo, la sangre se hubiese enfriado.
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