1. Jack Sparrow

Cuando apareció el pequeño gusano de mi ombligo, una parte de mí supo que nada

volvería a ser como antes.

Me tengo que levantar media hora antes que todos mis compañeros de clase, antes

incluso que mi hermana o mis padres, y, aun así, siempre llego tarde. De pequeño

pensaba que esta maldita pata de palo me haría más interesante, como los piratas de

los cuentos que me leía Ana antes de acostarme, pero no, nada que ver. Los piratas

que gustan son los pillos, ingeniosos, mujeriegos y con sus dos piernas

maravillosamente intactas. Yo, sin embargo, bajo renqueando por las escaleras cada

mañana mientras me gritan que llegamos tarde.

Lo que más me molestaba de todo el temita de la pierna era la invisibilidad que me

otorgaba. El cojo, el tullido, al que no se le pasa a nadie por la cabeza invitar a la

cabaña de los chicos por la tarde, después del cole.

Maldito el día que se me puso entre ceja y ceja ganarme el acceso.

2. Contrabandista

Un día, escuchando disimuladamente los cuchicheos que tenían los dos chicos más

populares de clase, en la parte de atrás del aula, me di cuenta de que en su cabaña

soñada había un bien preciado del que carecían. Alcohol. Nadie en su sano juicio en

este pueblo vendería alcohol a niños de trece años, pero por primera vez la adicción

de mi padre me pareció una bendición.

Él sostenía que no era adicto, por su puesto, sólo que la vida era muy jodida. Fuera

como fuese, esa misma tarde abrí el cajón secreto de su armario y me hice con uno

de sus múltiples alivios: una botella de Larios.

Con la muleta en una mano y la botella, pobremente escondida, en la otra, me

acerqué hasta los terrenos de la cabaña. Ante mí se alzaba poderosa y misteriosa. Di

tres toques en la puerta y se hizo un silencio gélido dentro. Tuve el impulso de salir

corriendo, pero siendo honestos, cualquier cosa que pudiera pasar me parecía mucho

menos humillante que la visión de un cojo despavorido.

Abrió la puerta Ricardo, el repetidor, el macho entre los machos. Al verme se

sorprendió y el asomo de una burla empezó a escaparse entre sus dientes, pero de

reflejos sí que soy rápido, así que le puse la botella en la cara. Me invitaron a pasar

entre vítores, lo mejor de mi vida hasta el momento.

Cuando descubrí lo que hacían en esa cabaña, el estupor me dejó blanco. Tenían

varios sofás colocados alrededor de un pequeño portátil. El aire estaba cargado

como cuando jugábamos al balón prisionero en el gimnasio, y lo que yo pensaba era

una alfombra, en realidad era una cantidad ingente de bolas de papel higiénico.

Me preguntaron sí yo tenía alguna filia, y sin entender les dije que sólo me pasaba lo

de la pierna. Creo que hubo un fallo de comunicación, porque tras sólo unos breves

tecleos, pusieron un vídeo donde dos mujeres sin pierna se lamían la cara y las

extremidades ausentes.

Todos, como en una coreografía entrenada, abrieron sus cremalleras y empezaron a

sacudirse con violencia. Yo abrí la mía, miré dentro. Agité y agité hasta que la piel

se me puso del color de las granadas, pero no conseguí las explosiones que se

sucedieron a mi alrededor.

Sintiéndome más derrotado que de costumbre, volví a casa.

Esa noche, un gusano viscoso y amarillo salió por mi ombligo y me miró,

compasivo, a la cara. No tienes nada de lo que preocuparte, cariño, eres muy

especial. Yo sólo quiero ser normal, le dije. La normalidad es aburrida, déjame, yo

me encargo.

3. La búsqueda

Esa mañana, el gusano me despertó con un plan.

Vamos a buscar lo que te gusta. ¿Dónde?, le pregunté aún con los ojos pegados. Por

respuesta me llevé una sonrisa traviesa y misteriosa. Emocionado de que otro

tomase el control de mi vida, fui al colegio. Entre clase y clase, me sugirió ponerme

debajo de las escaleras, con un libro, disimulando. Tras años de invisibilidad, vimos

que en realidad nadie se estaba fijando en mí y que era una precaución innecesaria,

pero ahí estaba yo, asomando la nariz detrás del libro de naturales, observando la

multitud de bragas que pasaban sobre mi cabeza. Rojas, rosas, blancas, de algodón o

de licra, ninguna de ellas consiguió que se moviera mi cremallera.

No me dejó desanimarme, y en clase de educación física, me dejaron en el despacho

del profesor repasando, como siempre. Llevaba tantos años en ese despacho que ya

había descubierto su más preciado secreto: el agujero con vistas directas a las

duchas de las niñas. Me aposté allí con la silla mirando por mi catalejo. Cuerpos

gordos, delgados, desarrollados, sin madurar, desfilaron ante mí sudorosos y

extenuados. Ninguno consiguió que me sobraran los pantalones.

Hay que ir más allá.

Esa noche, Ana me vio tan deprimido que me ofreció dormir en su cama. No

dormíamos juntos desde los siete años. Mientras me adormilaba mecido entre sus

brazos, escuché desde mi ombligo un claro ronroneo.

4. El mapa del tesoro

A la mañana siguiente, el gusano no cabía en sí de gozo, pero yo me sentía enfermo.

Fingí dolor de cabeza y a nadie le importó que me quedase en casa.

El olor del champú de camomila y miel de Ana inundaba la almohada. Aspiré hasta

casi quedarme sin respiración, y noté horrorizado cómo algo se alzaba, bélico, en mi

pijama.

Sí, sí, sí, lo tenemos.

No quería escuchar sus vítores y me tapé los oídos mientras cantaba. Di vueltas por

el cuarto mientras me palpitaba la sangre.

El cesto de la ropa sucia estaba rebosante. Unas bragas rosas coronaban la montaña

del perfume de mi hermana, y cuando me quise dar cuenta, las tenía penetrando por

mi nariz y mi boca. Aunque no se parecía en nada al olor floral de la almohada,

ningún aroma me había embriagado tanto antes. Sin esperarlo, una explosión

interminable empampó mi pierna de madera. Dejé las bragas en el suelo con la cara

ardiendo.

No tienes nada de qué avergonzarte, cariño. Ahora podemos hacer como Ricardo y

los demás. Ahora podemos hacer el baile.

Pasé toda la mañana aspirando hasta que llegó la hora de la vuelta del colegio. Me

metí en mi cuarto y las guardé entre la ropa del cajón de la mesita, igual que mi

padre con las botellas.

5. La tripulación

Poderoso, tomé las bragas de Ana y me dirigí una tarde de nuevo a la cabaña. El

gusano iba silbando y toqué a la puerta con decisión. Pagué la ofrenda de Larios y

me senté en el sofá rojo, justo en frente del ordenador. Pusieron un vídeo de

profesoras, claramente distintas a las que estábamos acostumbrados en el día a día, y

comenzó la danza.

Esta vez, saqué las bragas de Ana y me uní al ritmo. Terminé con los demás y

mientras suspiraba y me derretía entre los cojines, el chico que tenía al lado, me

arrebató la prenda de las manos.

Las olió y las enseñó con ojos brillantes a los demás, que se peleaban por agarrarlas.

Se me puso la vista negra.

Las bragas de Ana, mis bragas. Con un rugido animal me abalancé sobre ellas, pero

la lluvia de manos que me cayó encima me dejó moqueando en un rincón. Desde allí

vi cómo hacían un círculo alrededor de ellas, los culos apretados y sudorosos

mientras se descargaban sobre mi preciado tesoro.

De camino a casa, las dejé tiradas en la cuneta.

Esa noche, mientras cenábamos, el gusano y yo nos dimos cuenta de algo que se nos

había pasado por alto. Por mucho que a Ana y a mí nos unía la sangre, podía ser de

cualquiera.

Sólo la imagen de las garras de otro chico sobre la piel de melocotón de mi hermana

me hizo doblar el tenedor sobre la carne fría.

Tenemos que saber en qué punto estamos, cielo, ella te quiere muchísimo, pero

tenemos que estar seguros. Es nuestra, es mía.

Me hizo cogerle el teléfono mientras se duchaba. Con las sienes palpitantes me metí

en su galería, y descubrí un montón de fotos de ella desnuda. También un montón de

fotos de la misma polla, enorme y peluda, muy distinta a la mía, alzándose orgullosa

entre unos dedos gruesos y sucios.

Me faltaba el aire, la piel se me agrietaba por la traición. Así, encogido, me encontró

Ana en su cuarto, y así, encogido, me metió en su cama y tomó mi cabeza entre su

pecho.

6. La conquista

Está aquí, no tengas dudas

Pero siempre ha sido así, ella está cuando lo necesito

Ella quiere lo mismo que tú, está claro. Mira cómo pega su cuerpo

Hace frío, no es nada, ella ya tiene a otro, es mejor así

Nadie va a poder darle nunca lo que tú tienes. Eres especial.

Cuando su respiración se volvió profunda y deliciosa, deslicé la mano por encima de la

sábana, adivinando sus pechos.

Más

Pasé con cuidado la mano debajo de la sábana y acaricié la forma de su pezón bajo el

pijama de franela.

Más

Reptaron mis dedos por su piel suave y húmeda, buscando el tesoro.

Más

Sus ojos se abrieron de repente y nos miramos unos segundos

TÓMALA

Me encaramé a ella y la tomé. En el silencio y la oscuridad de la noche, sus ojos eran

dos faros que se clavaban.

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