– Sí… Yo también, señora. Hace dos meses que pedí hora para el Dr. Zeballos.

– ¡Qué horrible! Las mutualistas están cada vez peor.

– Y después hay que estar más de una hora esperando acá para que lo atienda a uno.

– Yo tenía hora para las tres.

– Yo para las dos y media.

– ¿Por qué estará tan atrasado?

– Atendiendo un parto no va a ser…

– ¡Ja, ja, ja!

– Ahí salió uno. Ahora lo va a llamar a usted.

– ¡Ortegui!

– Suerte, señora.

– Para usted también.

…………………………………………………………………………………………………..

– Filomeno Ortegui, ¿cómo le va?

– Bien, doctor. Pero la presión…

– Aquí me figura que le tomaron la presión en la enfermería y está bien.

– Sí, ahora, pero ayer no.

– Así que es operado y le pusieron una válvula mecánica.

– Sí.

– Toma anticoagulantes. ¿Por qué cambió de cardiólogo?

– La Dra. Valle se jubiló.

– Ah. Bueno. Le voy a mandar un INR. Y un centellograma.

– ¿Qué es eso?

– Un centellograma es para ver si tiene obstruida alguna arteria.

– Antes de operarme me hicieron un cateterismo y me dijeron que tenía las arterias bien limpias.

– Ah, sí. Eso fue hace dos años. Difícil que se tapen en dos años. Pero igual se lo voy a mandar.

– ¿Por qué?

– ¿Usted trabaja?

– Sí. Me jubilo el año que viene.

– Bueno, entonces va a tener varios días libres para hacerse el centellograma.

– No entiendo, pero bueno.

– ¿Algo mas?
– Sí, lo de la presión. Ayer tenía diez cuatro.

– Diez seis.

– No, diez cuatro.

– Diez cinco.

– ¿Por qué me contradice? Tenía diez cuatro.

– Está bien, diez cuatro. ¿Cuántos días quiere?

– No entiendo de qué me habla.

– ¿Y para qué me guiña el ojo?

– …

– …

– Es un tic nervioso.

– ¡Ah! Un tic nervioso. Puede retirarse, Ortegui.

– Pero la presión baja…

– Deje de tomar el remedio para la presión por unos días.

– Bueno.

– Puede retirarse. Buenas tardes.

– Buenas.

…………………………………………………………………………………………………..

– Bueno, por fin llegaste. Ya iba a llamar a la policía.

– ¡Pah! ¡Un desastre! Una hora de atraso.

– ¿Qué te dijo?

– Que dejara de tomar los remedios para la presión por unos días.

– Eso te lo podría haber dicho yo.

– Si, ya sé que la doctora Susana sabe todo.

– Sí, por eso te casaste conmigo.

– ¡Ja! Dame un mate.

– Probá estos bizcochitos de anís, que están buenísimos. ¿Qué más te dijo?

– Me mandó unos estudios. Un INF y un centellograma.

– Un INR. El centellograma no lo precisás.

– Pero me lo mandó igual. Sospecho que la culpa la tiene este tic mío.

– ¡Ah! Ya te dije que fueras a un médico por eso.

– No me hables de médicos. Ya me tienen podrido.

– Entonces, andá a una curandera.

– No puedo creer que me digas eso.

– No, en serio. A veces le embocan. A la vecina la curó del hipo que tenía. Los doctores no podían hacer nada.

– ¡A que le pegó un susto!

– Puede ser. No sé. ¿Querés que te averigüe?

– Bueno… El médico creyó que le guiñaba el ojo para que me hiciera un certificado para el trabajo. Cuando le dije la presión que tuve ayer, pensó que le estaba ofreciendo plata.

– ¡Noooo! ¡Habría que denunciarlo!

– Es mi palabra contra la de él. Nadie más escuchó. Quién me va a creer a mí.

– … Sí, … (suspiro). Tenés que hacer algo con ese tic. Es como el chiste de las aspirinas y los condones.

– ¡Ja!

– Bueno, hay que hacer algo. Vamos a lo de doña Eulogia y ya está.

– ¿Ahora?

– Sí, ¿a qué vamos a esperar? Dale, soltá ese mate.

…………………………………………………………………………………………………..

– Dale, golpeá la puerta.

(Toc, toc).

– ¿Sí?

– Buenas tardes, doña Eulogia. Soy Susana y él es Filomeno. Somos vecinos de la cuadra de allá. Tenemos que hacerle una consulta.

– Pasen. … ¿En qué puedo ayudarles?

– Tengo un problema en el ojo.

– Ah, ya veo. Problemas maritales.

– No, no. De veras, problemas en el ojo. No le guiño el ojo, doña Eulogia. Es que tengo un tic.

– ¿Un tic? Ah, eso es que te agarraste un aire, muchacho.

– ¿Ah, sí? ¿Un aire? Mucho gusto, doña. Me voy, Susana.

– ¡No, no te vayas! Doña Eulogia, dígale cómo puede curarse.

– Es muy fácil. Sólo tenés que ir al mismo lugar donde te agarraste el aire y caminar veintiún pasos para atrás.

– Por favor. Y se supone que tengo que creer eso.

– Es la única forma de curarse, muchacho.

– Ni siquiera sé dónde me agarré el ai… quiero decir, el tic. Vámonos, Susana.

– Disculpe, doña Eulogia. Es que él no cree en estas cosas. ¿Cuánto le debo?

– Doscientos pesos, muchacha.

– Bueno, mañana se los traigo. Es que salí apurada y no agarré el monedero.

– Sí, todos dicen lo mismo.

…………………………………………………………………………………………………..

– ¿Tu mujer te llevó a una curandera? ¡Jua, jua, jua!

– Sí, la verdad que no sé cómo me dejé llevar. La vieja dijo una sarta de pavadas que no se la cree ni el más gil de los giles.

– ¿Y le diste plata?

– Nooooo. Ni un peso.

– ¿Oí que fuiste a una curandera?

– Sí, Fernández. Qué raro vos, escuchando de atrás.

– Yo fui a una curandera y me curó de la culebrilla.

– Fernández, eso es lo único que saben curar. ¿Qué te hizo?

– Me pasó unas ramitas de no sé qué yuyo por encima y me dijo que esperara veintiún días. Y santo remedio.

– A mí me dijo que fuera al mismo lugar donde me había agarrado el tic y que caminara veintiún pasos para atrás.

– ¿Qué tienen con el número veintiún?

– No sé, Oviedo. Ni quiero saberlo.

– Por las dudas, le voy a jugar al veintiuno a la quiniela.

– Sí, Fernández, no me extraña de vos.

– Ey, ey, ey, menos conversación y más trabajo.

– Jefe, no entra ni un cliente.

– Entonces hagan inventario.

– A la mierda. (susurro)

…………………………………………………………………………………………………..

– Susana, si tenés algo que decirme, decilo. No me sigas ojeando de costado.

– Es que no puedo creer que no quieras curarte del tic. Es tan fácil.

– Y yo no puedo creer que vos creas en eso.

– No todo es ciencia. Además, sólo tenés que ir al lugar donde te agarraste el tic.

– Lo peor de todo es que me acuerdo exactamente dónde y cuándo.

– Ah, ¿sí?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En la reserva de fauna del cerro Pan de Azúcar.

– ¿En turismo del año pasado?

– Sí.

– Pensé que el tic era más viejo.

– No, me vino ahí.

– ¿Y te acordás por qué te vino?

– No. Eso se me borró.

– ¡Qué raro!… ¿Sabés qué? Tendríamos que ir el fin de semana que viene. Y dar una vueltita por Piriápolis, si está lindo.

– No te puedo creer, Susana.

– Daaaale, hacelo por mí.

(suspiro) Está bien, si me lo pedís así.

…………………………………………………………………………………………………..

– Bueno, acá estamos. ¿Estás seguro que éste es el lugar?

– Sí, lamentablemente. No doy más de cansado.

– Y sí, sólo a vos se te ocurre agarrarte un tic a esta altura.

– Dejame tranquilo, Susana. No estoy para peleas ahora.

– Bueno, ¡perdón!… Suerte que no hay nadie por acá. ¿Listo para caminar para atrás?

– Sí (suspiro).

– Yo me voy a poner allá lejos para darte indicaciones. Andá con cuidado. Te aviso cuando puedas empezar.

– Bueno.

– ¡Ya estoy pronta! ¡Podés empezar!

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…

– ¡Un poco más a la izquierda o te salís del camino!

– Ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce…

– ¡Ahí vas bien! ¡Seguí derecho!

– Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve…

– ¿Qué es eso?

– Veinte, ¡veintiuno!

– ¡Pará, pará! ¡No sigas!

– ¿Qué pasa?

– ¡Hay un animal atrás tuyo!

(Filomeno se da vuelta y se desmaya. Susana empieza a gritar, pidiendo ayuda.)

– ¡Filomeno! ¡Filomeno! ¡Despertate!

– Señora, sentí que alguien gritaba. ¿Era usted?

– Sí. ¿Usted es el guardaparques?

– Sí. ¿Qué pasó? ¿Quiere que vaya a buscar un médico?

– ¡Nada de médicos! Ya me desperté.

– ¡Ay, gracias a Dios! Me tenías tan preocupada.

– Si quieren puedo llamar a la emergencia médica.

– ¡Lo que tiene que hacer es tratar de que los pumas no se salgan de las jaulas!

– ¿Cómo?

– Había un puma acá, justo atrás mío. Me pegué un susto tremendo.

– Es muy raro ver un puma suelto en este lugar, pero por las dudas, voy a revisar la jaula. Aunque se revisa todos los días y no creo que haya ningún agujero por donde puedan salir.

– Bueno, yo sé lo que vi.

– ¡Yo también lo vi!

– ¿Por dónde se fue el animal?

– Por ahí.

– Voy a buscar el rifle de dardos y vengo enseguida.

– Nosotros vamos a bajar.

– Sí, sí, por supuesto. Buenos días y lamento mucho el incidente.

– Por fin en el auto. Susana, haceme acordar que nunca más venga a este lugar.

– Sí, yo tampoco quiero volver… ¿A ver, mirame?

– ¿Por qué?
– ¡Se te fue el tic!

– Sí… Tenés razón.

– Vamos a Piriápolis a comprarle unos alfajorcitos a doña Eulogia.

– Encima de pagarle, alfajores.

– Me olvidé de pagarle, le debo doscientos pesos.

(suspiro) ¡Doscientos pesos!… Bueno, supongo que se los tenemos que dar, ese es su trabajo. Aunque sea una tomadura de pelo.

– ¡Filomeno! ¡Doña Eulogia te curó!

– No, no, no. El puma me curó.

– Pero seguro doña Eulogia sabía lo que iba a pasar.

– ¡Por favor!

– ¡Ay, Filomeno! ¡Qué cosa grande! ¡No creés en nada!

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