CAMELIA ME OBLIGO

CAMELIA ME OBLIGO

Raul Katz

10/04/2023

“Se murió’’ Alguien dijo a mi lado.

Y ahí estaba yo, sin sentir nada. Nada de pena, nada de asco, nada de exaltación, miedo ni adrenalina. Ni siquiera adrenalina, siendo que hace solo unos minutos pensé que el corazón explotaría dentro de mis costillas, mientras el carro recorría frenéticamente en una carrera confusa esquivando los autos. En ese momento me vi sobrepasado por el caos, las luces, el ruido, las instrucciones que me gritaban al oído, al punto de experimentar todo desde una visión de túnel, lejano, ausente. Pero ahora no, solo había calma.

Me fijé en su cara deformada, sus ojos desorbitados, casi con una lógica poética, pues uno apuntaba al suelo y otro hacia las nubes (No crean que me he vuelto por algún momento religioso), mientras la sangre recorría en desorden a través de su cara, torso, brazos, piernas, para terminar goteando en un lago de vida desvanecida, regando el cemento, mezclándose con el aceite de moto. Creo que eso fue lo único que logró llamar mi atención. El color de la sangre, tan viva (Que irónico). De pronto sentí el deseo irracional de hundir mi mano en aquella poza, sentir la temperatura, la consistencia… ¿Cómo no sentir pena? Eso es, al menos, lo que hacía la gente en las películas, las series. Un hombre moría y al lado el héroe lamentaba, se golpeaba el pecho, mientras tanto el público lo embebe en admiración y respeto.

‘’Quedo lleno de Chocolate, la mansa cagada’’ Comentó un compañero ‘’Lo reventó entero’’.

Alguien se acercó y cubrió el cadáver con una frazada. El sol abrumante evaporaba los restos de líquido de la sangre, que subían a nuestras narices con su característico olor a metal, dejando atrás la pasta café-chocolatosa. Los guantes de latex usados fueron recolectados. Revisé mi uniforme en búsqueda de alguna salpicadura de sangre. De vuelta en el cuartel de bomberos, sería mi responsabilidad lavar mi uniforme.

Ahora con el tiempo me doy cuenta que es completamente normal no haber sentido nada (Aunque debo admitir que sí sentí un pequeño escalofrío cuando mis compañeros lo buscaron en Facebook, apreciando el parecido casi ilógico que ocurre al comparar la cara normal frente al recuerdo desfigurado). Nunca hubo gritos, sollozos, plegarias. No hubo respiración agónica, las manos temblorosas sujetando gasas empapadas en sangre, la realización paralizante que no tienes como asegurar la sobrevida del infeliz, que se instaura de golpe en tu pecho como un cuchillo congelado. A nuestra llegada él ya se encontraba inmóvil, reventado, en paz. Pero hay otros… otros que impregnan la memoria, que se esconden en una esquina del cráneo, esperando a que la oscuridad domine y la respiración se relaje, momentos en el que se apoderan de la anarquía del subconsciente, reencarnando las imágenes de los sucesos. Ahí aparecen las caras enchocolatadas, coros de voces en sufrimiento, bajo la orquesta de la angustia, al ritmo del corazón acelerado.

La culpa es una cosa distinta.

Uno con el tiempo desarrolla un tipo de sexto sentido. Ya habían pasado 4 años desde que había presenciado mi primer cadáver. Y para esta nueva ocasión, al escuchar aquel timbre que despegó de improviso, lo sentí, mi sexto sentido me decía que aquella emergencia iba en serio. El voluntario más antiguo tomó el asiento del copiloto. A él le correspondía estar a cargo. Yo, siendo el segundo más antiguo, debía sentarme en la cabina de atrás, designar las funciones y establecer la táctica de ataque. Miré a mi tripulación: Para dos de ellos éste era de sus primeros llamados. Otros dos que en conjunto no tenían más de un año.

– “¡Esta prendido!” – Alguien gritó.

Hubo unos segundos de pánico, la adrenalina me ahogó y mi cuerpo decidía en una milésima de segundo entre el ataque o huida. Gracias a dios por no elegir la huida. Nos bajamos del carro.

Me tomó unos segundos distinguir las siluetas y reconocer las figuras en aquella masa naranja fluorescente. El auto volcado, el calor irradiado por las llamas irritando los ojos, la oscuridad alrededor… “¡Hay alguien adentro, tiren agua, tiren agua!” aquella voz lejana sonaba en eco, detuve a un bombero que corría nervioso con el rollo de manguera, le quité el rollo y lo lancé, los cables quemándose, algunos todavía sujetando el gran poste de concreto que colgaba bajo la tensión de su peso, otros encima del vehículo, mi cerebro rápidamente apuntando los riesgos “¡Tiren agua, hay alguien adentro!”, los cables encima del vehículo, el poste podía caer, tenía que colocar a mis compañeros lejos del área de caída, podía hacer un péndulo “!Dos líneas de agua, presuricen las líneas!” grité, el auto tenía los cables encima, el auto podía estar electrificado “¡NO TIREN AGUA, NADIE TIRE AGUA!”. Mi equipo me miró con desconcierto, la tensión crecía amenazante “¡NADIE TIRE AGUA, EL AUTO PUEDE ESTAR ELECTRIFICADO!”. Los gritos de los espectadores llegaban en oleadas “¡APAGUEN EL AUTO, QUE HAY ALGUIEN ADENTRO! ¡¿POR QUÉ NO APAGAN EL AUTO?!” Mis compañeros me miraron nerviosos, esperando una instrucción. Mi propia convicción fue arrebatando por los golpes de la duda, que agarraba fuerza con los gritos de la gente, la mirada inquisitiva de mi equipo y mis propias inseguridades. No sé cuánto tiempo demoré en decidirme, pero aquella pausa se sintió eterna. Reordené las líneas de agua, di la instrucción a mi equipo de conectarse a sus equipos de respiración y yo me conecté al mío ¿Cuánto tiempo habrá sido? ¿5 minutos? Estaba claro que la expectativa de vida del pobre infeliz abandonado era nula. Ya conectado le quité el pitón de agua al voluntario que todavía trataba de conectarse a su equipo de respiración.

Lancé el primer chorro de agua hacia el auto. Si aquellos cables encima del auto se hubieran encontrado vivos, la electricidad hubiera viajado desde el metal electrificado, siguiendo el hilo de agua, hasta mis manos, brazos, torso, abdomen, rodillas, y de ahí disiparse en el suelo. Mi musculatura se hubiera contraído, mientras aquellas descargas hubieran avanzado cocinando todo tejido a su paso, de adentro hacia afuera. Mi corazón, por otro lado, se hubiera paralizado de golpe. Pero no pasó nada. El agua chocaba contra la carrocería, saltando en una gran nube de vapor, cubriendo la escena como un gran manto. La obra de caos había terminado. El viento empujó unos centímetros de vapor y se logró divisar una mano carbonizada.

… Unos cuantos minutos antes, un caballero sin importancia se bajaba de su vehículo al frente de su casa. De pronto era arrebatado hacia el suelo, empujado por cuatro manos enérgicas, pertenecientes a 2 hombres que gritaban violentamente en un dialecto inentendible. Algunas patadas rozaron su cara, fue arrastrado de su chaqueta hacia el lado, cuchillo alojado con el borde contra su yugular, mientras era rociado por el escupo del antisocial que gritaba exigiendo las llaves del auto. Vio su auto partir, con el chirrido de los neumáticos contra la calle, todavía aturdido. Pero para su suerte (Y para la desgracia de los asaltantes), un auto de patrulla policial se encontraba en ese momento doblando hacia la calle del incidente. Sin dudarlo, el policía activó las balizas y siguió a toda velocidad a aquel vehículo robado. En menos de un minuto ya se había dado aviso a la central de carabineros, quien coordinaba el despacho y posicionamiento de los vehículos para cortarles el camino. Personal de Seguridad ciudadana, acostumbrados de estar anclados a la frecuencia de policía, ya se encontraban movilizándose emocionados, con el fin de poder participar con al menos una parte del juego.

El asaltante no tardó en darse cuenta del vehículo que lo seguía con aquella determinación desenfrenada. Su pie cargó con mayor fuerza el acelerador, dejando que el velocímetro recorriera los 180°. Su cerebro, en ese instante trabajando a una velocidad bestial, completamente intoxicado en adrenalina (Además de neopren), absorbía insaciablemente todos los detalles, luces, figuras, llegando a responder de manera instintiva, sin dar tiempo para configurar una imagen. Solo reacciones ante los estímulos. Así, cuando divisó las luces de los 3 autos patrulla de seguridad ciudadana que bloqueaban la calle, de manera casi automática dobló hacia la derecha. El auto golpeó el bandejón central a una velocidad por sobre los 140km/hr, elevándose en el aire, volando en sentido diagonal y rotando con la punta hacia el suelo justo lo suficiente como para que el contacto de aterrizaje fuera con el costado del vehículo. Un golpe seco, cuerpos flotando en pánico, astillas de vidrio disparadas al interior de la cabina y chispas vivas saltando violentamente de los costados del vehículo. Avanzó más de 50 metros a gran velocidad, para terminar chocando un poste de concreto con cables de baja y mediana tensión, separándolo del eje enterrado. Al segundo una figura humana escapó por una ventana y dio a la fuga en un cojeo frenético, en una maratón de máxima supervivencia, escurriendo entre sombras y arbustos. Atrás su compañero, el conductor, se arrastraba y gritaba desesperado a su compañero en carrera.

Ahora viene la parte en que teorizamos. Solo a unos segundos de que escapó el primer asaltante, una montonera de cables cayó sobre el vehículo, una luz blanca azulada deslumbrante rodeo por menos de un segundo la escena, momento tras el cual el auto entró en ignición. El arco voltaico generado por los cables fue suficiente como para activar algún mecanismo de seguridad en los postes adyacentes, lo que cortó la luz en toda la cuadra. Solo gracias a ese hecho, es que el auto no se encontrara electrificado a nuestra llegada. Pero eso fue algo que aprendimos unos días después del incidente.

Con la información anterior, podemos intentar dilucidar la causa de muerte del bandido abandonado. La primera (Y cual yo espero), es que la descarga eléctrica haya alcanzado alguna extremidad de su cuerpo, ramificándose en un interior y causando su muerte inmediata. Ahora, la estructura de los vehículos está diseñada para poder recibir grandes descargas eléctricas y conducirla hacia el suelo, contando de aislamiento para quienes se encuentren en su interior. Es por esto que un auto se puede encontrar con su exterior electrificado, pero con los pasajeros segregados de la corriente. Sabiendo lo anterior, existe la posibilidad de que el infortunado se encontrara suficientemente adentro, como para no recibir un golpe mortal. Lo anterior nos deja dos causas a descartar. La primera sería desangrado, si es que hacemos caso a las estadísticas (La gran mayoría de las muertes en los accidentes vehiculares ocurren por pérdidas masivas de sangre) y, siendo esta la que tiene la base de evidencia más concreta, es la más probable. La segunda sería ahogado en gases calientes producto de la ignición. Ambas teorías hubieran condicionado al asaltarse a sufrir de las quemaduras del fuego que lo rodeó en una cosa de segundos, carbonizando su piel, cegándolo y estimulando todo nervio de dolor en su cuerpo. Además, ambas teorías dan la probabilidad de que el sujeto se encontrara todavía vivo a nuestra llegada…

Una vez controlada el fuego, la escena no tardó en llenarse con bomberos y carabineros. Un móvil de ambulancia llegó, pero solo se necesitó que los paramédicos vieran la carroña desde un par de metros, como para ser reemplazada por un móvil del servicio médico legal. Nos reunimos como compañía para hablar los detalles técnicos de la emergencia. Unas cuantas miradas decepcionadas se aferraban a mí. Otras me juzgaban. Todo en silencio. Un bombero más antiguo rompió la tensión. Habló sobre la inaceptable imagen que habíamos representado a la compañía, en nuestra demora en tomar la decisión de apagar el vehículo. “Es inaceptable”, repetía una y otra vez. Mi sangre hervía. Hizo referencia a lo que iba a pensar la gente de nosotros, por cuya demora había costado una vida. Sentí como una piedra me caía en el estómago, se me cerraba la garganta de golpe y un escalofrío lancinante bajaba por mi médula. Esperé que alguien me defendiera. Nada. Hice notar los cables encima del auto, el riesgo eléctrico, con mis palabras como cristales que se quebraban contra las miradas duras que me arrinconaban ¿Sería esto uno de esos conflictos de ego? Había visto a más de uno de ellos hacer mucho más escándalo por tanto menos. Y ahora que ellos no habían podido estar presente, habían llegado tarde, se sentían con el derecho de humillarme. Yo solo pude permanecer en silencio y recibir los disparos de sus críticas como un fusilado.

Algunos compañeros se me acercaron días más tarde y me dijeron que me encontraban razón, que mi decisión había sido la correcta. Agradecí sus palabras, pero condené su demora. Finalmente fueron esas palabras una de las determinantes principales para liberarme de la culpa que me carcomió como peste durante toda una semana. ¿Se puede sentir culpa si es que no existe el miedo de ser juzgado? Está claro que se necesita de un conflicto moral para que la culpa se engendre, pero quien alimenta y fortalece dicho conflicto moral es la opinión social, la conciencia de que el acto es reprochable por las leyes de la mayoría. Es por eso que podemos tener soldados peleando guerras justas, las muertes no deseadas en actos médicos, efectos colaterales, la autodefensa. Sin la crítica popular, el acto “de conflicto moral” puede disiparse lentamente en el tiempo, al menos ese es el ideal. La vivencia personal de la moralidad puede llegar a ser experimentada de manera muy subjetiva.

Los primeros días siguiendo la emergencia fueron los más difíciles. En las horas de silencio la misma pregunta se me venía una y otra vez a la cabeza ¿Era realmente mi culpa la muerte de aquel sujeto? Pero mi percepción de todo era distinta a la del público espectador. Recuerdo al día siguiente cuando se me acercó un compañero en el desayuno.

– “¿Cachaste que el weon que chocó ayer andaba robando?”

Claro que yo sabía, había estado ahí, y el contexto en el cual se había producido el choque era conocimiento general para todos los que se habían hecho presente.

– “Era un cuma culiao que andaba haciendo portonazos, cáchate, lo tengo en video”

Mientras más comentaba el incidente con externos, más entendía lo que él representaba para la vox populi. Un asaltante, un anti-social ¿Es posible sentir culpa si es que nadie le da importancia? El contexto del accidente era lo relevante, el resultado la solución que ayudaba a purgar el resentimiento ante quienes atacan contra la seguridad de la sociedad. Todos se horrorizaban (o al menos, eso aparentaban) cuando les describía la escena. Pero al llegar al origen de aquel cuerpo carbonizado, abandonado entre lata desfigurada por el choque y el calor, la respuesta solía ser la misma.

“Cabro weon, le pasa por andar robando”

No sé si hubo videos en las redes, ni si la gente espectadora comentó sobre la demora de bomberos para esa emergencia. Lo importante es que para nosotros, al menos, no hubo repercusión alguna. El cabro dejado dentro de ese auto no era un chico reality, sino un delincuente. En su pecado encontró su propio infierno terrenal. Yo en la sentencia de la mayoría pude diluir mi culpa. Unos pocos juzgaron por ego, una multitud se reconfortó por resentimiento y yo pude seguir sirviendo tranquilo.

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