Manchado trepa por el árbol y salta con agilidad al techo. Llega al otro extremo y se tira sobre el de la casa vecina. Junto a una vieja escalera de madera apoyada en una pared, ve una pequeña hidrolavadora sobre una mesa redonda de plástico. Es la primera vez que ve aquella máquina, bajaría por la escalera a investigar. Sin embargo, desconfía de la destartalada canaleta en el borde del techo, de la que debería apoyarse, y que en la próxima lluvia quizás vaya a parar al suelo. Además, al pie de la mesa, hay una manguera, tirada en trazo sinuoso, que imagina lista para saltar y enroscársele.

Deja de prestarle atención al artefacto, camina por el amplio techo, con ese andar elegante y pausado propio de los felinos, y se sienta en el borde que da a la calle. Estira una de las patas traseras y procede a limpiarla. Saca la lengua, lija la suciedad y traga algo de pelo. Terminada la tarea mira el paisaje urbano iluminado por los postes de luz que emergen entre los árboles. Algunos coches descansan en la calzada, otros lo hacen dentro de las casas.

Cada madrugada repite la misma rutina, excepto si llueve. Odia mojarse, lo mismo que Pardo, su compañero, de menor tamaño y buena presa de práctica, hasta chilla igual a una verdadera cuando le hinca los dientes.

Debajo, un colectivo se acerca con estrépito. Se detiene en la esquina con ese inconfundible sonido de frenos de aire que bufan como caballo. De la parte trasera baja alguien. Manchado mira con atención, le parece reconocer a su dueño, pero lo recuerda durmiendo. El vehículo se pone en marcha y Manchado frunce la nariz al notar ese olor, mezcla de aceite y combustible, que sale del caño de escape.

Tras unos instantes, no hay movimientos que le atraigan la atención y bosteza. Se lame una de las patas delanteras y se la pasa por la oreja y la cabeza, como si estuviera peinándose. Echa un último vistazo y decide recorrer el techo al sentir deseos de evacuar. Siempre marca ese territorio para que nadie olvide quién manda allí, sobre todo a Pardo. Esa noche no es la excepción y orina en un rincón del techo. Después, defeca sobre una pila de hojarasca y, para que los otros gatos perciban el olor con nitidez, no tapa los excrementos.

Se siente liviano, corre y las chapas de zinc se tambalean con estruendo. Pardo no aparece, no lo ve desde la noche en la que lo marcó con orín: quizás siga enojado. Las almohadillas de las patas tocan algo suave, brilloso, que cubre la superficie de a trechos. Esa parte viene perfecta para afilar y desgastar las uñas. Inclina el cuerpo hacia delante, clava y jala hacia arriba, una pata por vez en forma alternada y repetitiva; la membrana asfáltica se estira. Un movimiento lo distrae, algo vuela sobre él. Salta y tira un zarpazo. Unas alas pequeñas caen. Aprovecha para aprisionarlas y las garras se le llenan de polvo. Acerca la cabeza para oler y la menea con disgusto. Las suelta para poder agarrarlas de nuevo. La polilla se eleva, pero él es más veloz y antes de que escape la atrapa. No sirve para comer, aunque sí para juegos de caza. La deja ir, asciende y, luego, salta otra vez y quedan bajo su peso entre las patas delanteras; el techo retumba. Decide probarse y le permite, al liberarla, alejarse a una mayor distancia. Entonces se agazapa, se lanza, corre, brinca y captura.

Manchado está muy activo y entretenido para darse cuenta de que lo observan. Oye un ruido y al voltear se paraliza ante unos ojos fijos en él que asoman por encima del borde que da al patio. Unos ojos en medio de un rostro humano, con el ceño fruncido, en el cual se dibuja una boca de labios tiesos que dejan ver dos hileras de dientes amenazantes, y, para peor, una mano le apunta con la lanza de la hidrolavadora. El humano estalla en sonidos de furia al tiempo que se enciende un motor. Manchado se horroriza cuando de la lanza brota un chorro de agua. En un acto reflejo se impulsa tan alto como puede. No logra esquivarlo, le moja las patas. Busca escapar por donde vino; un diluvio le cae delante. Frena, las uñas se clavan en la membrana. Retrocede, el aguacero lo persigue. Acelera: choca contra una pared y se desparrama. Intenta incorporarse y patina. Un chorro le da de pleno en el rostro. Entrecierra los ojos, corre agachado. Trastabilla y cae en una canaleta. Se aferra con las garras a su borde. Sube y recibe otro baño. Bufa y tira un manotazo al agua que le moja pata y cuerpo. Pierde el equilibrio, queda panza arriba. El agua lo recibe por aquí y por allá. Se adelanta a sus movimientos. Aparece por todos lados. Lo empapa por completo. De nuevo por aquí y por allá. Una y otra vez. El humano grita, lo aturde. Los segundos se alargan. No le queda alternativa. Manchado emprende carrera y dando saltos se dirige en camino de embestida hacia ese rostro desencajado que muta a una repentina expresión de sorpresa al verlo surgir por entre el agua e írsele encima. El hombre intenta reacomodar la lanza. Sin embargo, no hay tiempo ni margen de maniobra y Manchado, ya en el aire, le cae en la cabeza, la que usa de plataforma para impulsarse al clavar las garras y dar un largo salto final. El individuo grita, pierde el equilibrio, chilla, cae de espaldas y, antes de golpearse seriamente la cabeza contra las baldosas del patio, ve al gato alcanzar el techo de la otra casa.

Manchado aterriza al tiempo que oye el ruido de la caída del humano, al que sigue un fuerte alarido de dolor. Ya no lo mojan ni resuena el motor. Da unos pasos, las gotas le escurren y forman un charco, las pupilas, dilatadas, vuelven a normalizarse. En contraste, las patas le tiemblan, cada parte del cuerpo le late al ritmo del pulso y la boca no da abasto para absorber el aire que le exigen los pulmones. Entre el susto, las corridas, el agua y esa última carrera, ha realizado un enorme gasto de energía y la fuerza lo abandona. Cierra los párpados y se echa para tomar un respiro, pero allí tampoco hay paz. Un sonido lo alerta, entreabre los ojos y ve una sombra que se acerca. Se trata de Ceniza, un rival de poca monta de techos vecinos a quién provoca cuantas veces puede y luego escarmienta por atreverse a enfrentarlo.

No es contrincante, pero es imposible hacerle frente en esas condiciones. Ceniza avanza agazapado, gruñendo, listo a atacar, cuando algo irrumpe desde un borde: es Pardo. Se alivia al verlo, este luchará por él. Sabe que Pardo le puede dar pelea, aunque duda si podrá ganarle. Entonces intenta levantarse para ayudarlo, pero jadea, se desploma y queda tendido sobre las cuatro patas. De reojo ve a su compinche listo para combatir.

Los dos guerreros nocturnos se miden con la vista. Pardo emite un maullido de advertencia, Ceniza lo imita. Se miran uno al otro, se estudian, se ladean, arquean el lomo encrespando los pelos y se amenazan con largos aullidos. Caminan en semicírculo. Por instantes, Manchado no ve a Pardo. Echan las orejas hacia atrás y dan un último y escalofriante alarido que sube en intensidad. Y al unísono, en un brinco, se lanzan con agilidad felina, surcan el aire, despliegan uñas y colmillos, y con tremenda fiereza y resentimiento, caen sobre el sorprendido Manchado.

FIN

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