El martes comenzó con aroma a sahumerio y deseo de aventura, aroma que más tarde se convertiría en humo de vehículos y el calor de la gente que viaja con premura por la Javier Prado.
Eslava dice que la poesía se enamora de los jóvenes, yo creo que la muerte también lo hace, pero quizá es solo ilusión mía, de todas formas, como joven escritora siempre estoy enamorada. Encuentro nostalgia al pasar por el centro financiero, sublime selva de cemento, con aires de Palermo. Las palabras caen y las prosas se arman en un apretujado asiento del corredor, salpican esquejes de melancolía y finalizan con un: nunca estoy sobria en el centro de la ciudad.
Veo los carros pasar por el puente camino a San Bartolo, siento el deseo de escapar que se interrumpe por una llamada entrante, de esas que nunca es la ocasión para contestar.
Escucho las palabras que mi crónica mente medicada y mi terco corazón libertino no pueden entender.
-Tu hermana se está muriendo, tiene leucemia, tu papá se está volviendo loco, llámalo por favor.
Me inunda el deseo de perder la conciencia y desaparecer hasta que sea prudente volver, porque algo se ha abierto en mí, haciéndome débil y permitiendome sentir.
Voy a la Molina con la incógnita que no puedo procesar, llamar a papá para intentar recuperar algo que hace mucho tiempo perdí o drogarme hasta que al despertar deje de doler.
La vida es tan frágil como mi núcleo familiar y a la muerte nunca la entendí (pero mi niña, como tu hermana te digo: dame tus dolores que yo podré con ellos, y pásame la asechanza de la muerte que yo cederé ante ella), aún así, no me parece egoísta enterrar 3 metros bajo tierra mis plaquetas y leucocitos en dudoso estado.
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