Hace tiempo, aunque no tanto como podáis pensar, vivieron en una pedanía manchega dos borricos y su pintoresco dueño. Los cuadrúpedos tenían por nombre; el de mayor edad (más o menos nueve años) Citronio y el otro, más joven, (en torno a los siete) Berenjeno. Su propietario, de largas piernas peludas, cara huesuda y brazos como dos tiras de esparadrapo llevaba por nombre Severino Camacho, si bien todos le tiraban por “el de los borricos”.
Cierto día del mes de julio allá que estaban los tres, en el monte. Severino tomaba sin prisa pero sin pausa un tentempié al abrigo de la sombra protectora brindada por pinos y eucaliptos. Para Camacho aquello era pura rutina pues su oficio de leñador habíalo ligado al monte desde joven. Ahora bien, no era leñador como los de hoy en día sino como los de antaño, con su hacha en ristre, bien afilada, y tracción animal para el transporte de los troncos.
Oficio duro para tipos duros, indudablemente. En verano el negocio se resentía pues la necesidad de leña caía en picado siendo el invierno la estación de mayor demanda. Precisamente en los meses más fríos cualquiera perdía la cuenta de las chimeneas del pueblo que arrojaban humo al cielo y por ende arrojando, valga la redundancia, dineros al bolsillo de Severino.
Aquella tarde de julio, con el calor atizando rabioso, el bueno de Camacho mojaba el gaznate con vino tinto, alzando la bota con arte y precisión para no desperdiciar ni gota. Entretanto los dos borricos mordisqueaban el suelo con ímpetu, desbrozando el susodicho en busca de algo comestible que llevar a la boca. Sus rabos se movían como látigos, espantando los molestos tábanos que revoloteaban torpemente sobre sus cuartos traseros. A pocos metros del improvisado asentamiento Severino dispusiera una buena atada de leña, preparada para el transporte a lomos de las bestias.
El monte quedaba a hora y media una vez dejado atrás el pueblo. Para llegar era menester ascender una empedrada e irregular cuesta flanqueada por árboles centenarios y rocas de diferentes tamaños, internándose en dirección norte por kilómetros incontables.
Una vez terminada la jornada y sin gran cosa que llevarse a la boca los dos borricos comenzaron a hablar entre ellos…
-Pues yo estoy atascado en la tabla de multiplicar del uno –dijo con sentida resignación Citronio. –No soy capaz de memorizarla y mira que me esfuerzo pero nada chico, soy borrico y borrico moriré…
-No sabes cómo te comprendo –respondió Berenjeno tras escupir un hierbajo que se le había quedado atascado entre las muelas. –Yo cada vez que me llevo un puñado de forraje a la boca intento masticarlo treinta y tres veces antes de tragarlo. Así me enseño mi padre. Pobre de mí porque no soy capaz de contar más allá del tres. Al igual que tú borrico soy y borrico estiraré las patas…
Severino escuchaba con atención. Echó otro trago de la bota y luego secó la boca con el dorso de la mano. Movía la cabeza de lado a lado pensando, probablemente, aquello de “menuda cruz la mía con este par de zopencos”. Levantó sus posaderas del suelo, sacudió ligeramente la ropa, guardó la bota de vino y presto fue cara al pesado atado de leña. Le echó el guante no sin bufar cuan gato arisco, en dos tiempos lo alzó como uno de esos maestros de la halterofilia y volviendo a bufar se lo cargó a la chepa. Al momento se le doblaron las rodillas como dos palillos soportando el peso de un hipopótamo; le crujió la espalda tal cual fuese como ese suelo de madera liviana y lustrosa que debe aguantar el peso de cinco elefantes. La frente pronto se le perló con incontables gotas de sudor, como si en un juicio sin juez ni jurado fuese condenado a las penas del infierno, retorciéndose dentro del caldero. Tomando aire y exhalándolo a continuación echó a caminar bajo la atenta y atónita mirada de sus dos borricos.
-¿Pero no se supone que la carga la tenemos que llevar nosotros? –Preguntó en voz baja Citronio antes de volver a repasar la tabla del uno.
-Tres borricos, eso es lo que yo veo aquí, ¡tres borricos! –dio por certera respuesta Berenjeno al tiempo que intentaba contar, sin éxito, más allá del tres. Resignados echaron a caminar detrás de su dueño.
¡Cuánta razón llevaba Berenjeno! Tres borricos, claramente, dos de cuatro patas y uno de dos.
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