“Señor Servando Calero ¿Quiénes eran los Cuatro Jinetes del Apocalipsis?”
El padre Damián tenía esa rara costumbre de tratarnos de usted a los alumnos de dieciséis años.
“La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte” contestó mi compañero con voz firme y segura.
El profesor asintió con la cabeza y después se colocó bien el alzacuellos.
Conocí a mi amigo Servando al empezar el primer curso de F.P. en el instituto de los Jesuitas Nuestra Señora del Buen Camino. Lo primero que me llamó la atención cuando le ví fue su cuerpo estirado y delgado, sin parecer esquelético. Tenía unos brillantes ojos marrones que un flequillo rubio tapaba de vez en cuando. Y listo, era muy listo, el primero de la clase.
Después de estudiar, los sábados por la tarde, quedábamos en el parque de la muralla con los demás colegas del barrio.
– ¡La litrona! ¿Dónde está la litrona?
– A ver, pon esta cinta en el loro…
– ¡Que rule el canuto! ¡Que rule!
Escuchábamos el L.P. “Rock & Ríos” a todo volumen mientras Servando imitaba tocar la guitarra eléctrica con su púa negra de plástico.
El siguiente curso Servando no lo empezó, pero volví a verle al final, por julio, en una noche que se presentó en el parque.
– ¿Qué hay Servando? ¡Cuánto tiempo!
– Sí, he estado un poco perdido. Mi viejo me sacó del insti porque decía que tanto cura no llevaba a nada bueno y me puso a currar con él.
Sonaba la canción “Bienvenidos” de Miguel Ríos en el altavoz, le pasé la litrona y le dio un trago.
Me la devolvió y sacó una papelina.
– ¿Quieres caballo? Es de confianza… -me dijo extendiendo el brazo.
– No, paso, me iba a hacer un canuto –contesté mientras sacaba una china de hachís del bolsillo.
Servando cogió entonces una cuchara metálica que llevaba encima, la llenó con un poco de agua que tenía en un botellín y empezó a calentarla por debajo con su mechero.
Mientras, yo había sacado el papel de fumar y vaciado un cigarro en él. Puse la china encima y la calenté con mi encendedor. La mezclé con el tabaco al mismo tiempo que Servando echaba la heroína de la papelina en el agua de la cuchara.
Puse el cartón como boquilla en el papel de fumar, lo lié despacio y Servando aspiró lentamente con la jeringuilla la sustancia de la cuchara.
Casi al mismo tiempo que yo le daba la calada al porro, él se metía el pico en vena.
Nos tumbamos entonces en el césped, mirando las estrellas, con la música de “El rock de una noche de verano” al fondo.
Después pasaron unos cuantos veranos, yo terminé mis estudios y aprobé unas oposiciones que me llevaron a vivir fuera del país, me casé y tuve un hijo. Todo muy rápido, vertiginoso.
Este mes de agosto reservé unos cuantos días para volver a mi ciudad antes de irme de vacaciones con la familia a la playa. He ido a comprar al supermercado y le he visto. Me ha costado reconocerle, pero era él, Servando.
Estaba sentado fuera, en la puerta, pidiendo dinero. Su cuerpo era un esqueleto viviente. Encorvado, lo único que sobresalía era su cabeza mirando hacia arriba. Los ojos habían perdido el brillo y ya no tenía ningún flequillo que los cubriese.
– ¿Ser… Servando? ¿Eres tú? -le pregunté.
– ¿Eh? Una moneda, una moneda…-contestó con la mirada perdida.
– ¿Pero qué te ha pasado, tío?
– El puto sida, colega, y el viejo me echó de casa, el puto sida…
Me vino a la mente el cuarto tema del “Rock & Ríos” que escuchábamos en el parque, “Un caballo llamado muerte”:
«No montes ese caballo,
va a pasar de la verdad,
mira que su nombre es muerte,
y que te enganchará…
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