El invierno había llegado de manera abrupta, trayendo consigo un manto de nieve que cubría cada rincón del paisaje. En la pequeña aldea donde vivía, la nieve había convertido las calles en senderos de hielo y los tejados en montañas nevadas. Todo parecía más tranquilo y silencioso, como si el frío hubiera congelado los sonidos y los hubiera guardado en un cajón.

Pero había algo en el invierno que me encantaba: el trineo. Desde niño, había sentido la emoción de deslizarme por las colinas nevadas en un trineo. Así que decidí que no iba a dejar que el invierno pasara sin montar en uno.

Fui al desván de mi casa y saqué el viejo trineo de madera que había sido de mi padre. Lo limpié y lo arreglé, asegurándome de que estuviera en buenas condiciones. Al día siguiente, me fui a buscar una colina donde pudiera deslizarme.

Encontré un lugar perfecto, una colina suave que se extendía hasta el borde del bosque. Era un día soleado y claro, y la nieve brillaba bajo los rayos del sol. Me senté en el trineo y empecé a deslizarme hacia abajo.

La sensación de velocidad y libertad que sentí fue indescriptible. El viento soplaba en mi cara, los árboles pasaban rápidamente a mi alrededor y la nieve crujía bajo el trineo. Cerré los ojos y me dejé llevar por la emoción.

Cuando llegué al final de la colina, me detuve y miré hacia atrás. La colina parecía mucho más grande desde abajo. Me di cuenta de que me había olvidado de lo empinada que era. Pero la sensación de adrenalina y emoción que había sentido al deslizarme por ella valió la pena.

Pasé el resto del día deslizándome por la colina, intentando diferentes posiciones y saltos. La nieve se había convertido en mi mejor amiga, y el trineo en mi vehículo hacia la felicidad. Me di cuenta de que, a pesar del frío y la nieve, el invierno tenía un encanto especial. Y que el trineo, esa pieza de madera con la que me había conectado desde niño, seguía siendo una fuente de diversión y aventura.

Etiquetas: microrrelato

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