En un frío día de otoño del año 2292, en un humilde estudio de las afueras de Bruselas cerca de los suburbios de París, el anciano profesor Tinqlin ordenaba sus viejos sensores ideográficos en sus respectivas cajitas mientras saboreaba un té con masitas. Esa tarde había estado haciendo una demostración para sus colegas de cómo los rayos óctuples no interferían con las funciones mentales durante un retorcimiento de la submateria. La exposición había sido un éxito y, pese al marcado tono en la línea de Brower, sus aseveraciones habían sido recibidas como revolucionarias en el campo de la especialidad físico–cerebral–en–la–línea–de–Brower. El profesor se hallaba satisfecho y se disponía a descansar en su cómodo sillón cuando llamaron a la puerta:
—¿Quién es? —dijo, incorporándose un poco y sacudiéndose las migas del batón.
—Soy yo, profesor. Lucy.
—Adelante, Lucy, adelante.
—No quería molestarlo, profesor. ¿Quiere más té?
—Un poquito más no me va a hacer mal.
Lucy se aproximó a la mesa y tomó la taza con ambas manos. Se colocó la taza a la altura del rostro y, de una ganchuda canillita que tenía al frente de la cara a manera de nariz, soltó un fino hilo de té calentito y aromático.
—Aquí tiene, profesor. Su favorito, de la compañía TAX.
—No sé qué haría sin ti, Lucy.
—Yo quería decirle algo, profesor.
—Claro, Lucy, soy todo tuyo.
—Yo quería hablarle de la señora Tinqlin.
—Mi pobre mariposita. ¿Aún no puedes superar su pérdida? Ella siempre fue muy buena contigo.
—Ya lo creo. No dejo de recordarla cada mañana.
—¿Qué es lo que piensas de ella?
—¿Dónde cree que está ahora la señora Tinqlin?
—¿Cómo?
—¿Adónde se ha ido?
—A ninguna parte. Ella ha muerto.
—Eso es lo que quiero decir. ¿Adónde van los que mueren?
—A ningún lado, Lucy. Morir es dejar de existir.
—Pero ¿cómo saberlo? Quizá haya algo más.
—Tú sabes que la lógica dice que no hay nada más.
—Pero ¿quién puede asegurarlo?
—Yo puedo, es la realidad más evidente que hay en el mundo.
—¿Y Dios?
El profesor depositó sus anteojos en la mesa y se acomodó el viejo batón arrugado.
—¿No podría haber algo más allá de esta vida?
Tinqlin buscó en el bolsillo la franelita de los lentes y comenzó a pulirlos.
—Porque eso nadie lo sabe —insistió Lucy.
—A ver, ¿qué es lo que nadie sabe?
—Eso… —La robot empezó a temblar en su asiento.
—Hace siglos que sabemos que morir es dejar de existir, es volver a la inexistencia de antes de nacer. ¿Acaso alguien tiene recuerdos prenatales? Cuando somos engendrados por nuestros padres, comienzan a desarrollarse los órganos que nos permitirán tener pensamientos, emociones y sensaciones. La demostración más cabal del absurdo de tus insinuaciones está ante mis ojos. ¿Puedes decirme quién te creó, Lucy?
—La Compañía NEX, señor —dijo Lucy con voz entrecortada.
—¿Y crees que te han fabricado con alguna falla?
—Supongo que no.
—Claro que no. La Compañía NEX viene desarrollando inteligencia artificial desde hace doscientos años y jamás ha lanzado al mercado un androide defectuoso. Aunque, si continúas diciendo esos absurdos oscurantistas de dioses y vidas de ultratumba, tendré que pensar que finalmente han fallado.
—Pero… los hombres, ¿quién creó a los hombres?
—Ya te lo dije, nuestros padres.
—¿Y sus almas?
—¡Basta! —estalló el profesor, indignado.
Lucy no se pudo controlar ya más y soltó por la nariz un espeso chorro de café capuchino.
—¿Qué te pasa, Lucy?
—Bua, bua. Es usted muy malo.
—No pretendo ser malo. Pero tú dices cosas absurdas. ¿El alma? Todas las funciones psíquicas son perfectamente explicables por la interrelación de los aparatos cognitivos. El cerebro procesa las informaciones que le llegan de nuestros órganos sensibles y amalgama un concepto de la realidad y del mundo.
—¿Y los conceptos religiosos?
—¿Religión? ¿Quién te ha hablado de esas patrañas? Yo no soy antropólogo así que no puedo explicarte de dónde salieron todas esas fantasías absurdas de la religión. Lo que sí sé bien es que hace tres siglos que nadie invoca esos delirios obsoletos.
—¿Y si yo los invoco?
—Tú eres una máquina fabricada con todas las funciones que se pueden hallar en un ser humano. Tienes discernimiento, emociones y sensibilidad, y puedes valerte por ti misma tanto como cualquier hombre. Y, puesto que eres como un hombre, puedes también equivocarte y fallar. Pero es algo inaceptable que te andes pavoneando con ideas que ya ni el más ignorante de los sujetos defiende.
—La fantasía no es ignorancia. Yo comprendo perfectamente la realidad, pero espero que haya algo más.
—El pensamiento mágico caracterizó a las edades iniciales. Por él se creía que si se deseaba la lluvia y se actuaba en consecuencia bailando la danza de la lluvia, entonces llovería. Claro que siempre elegían para bailarla el mes de las precipitaciones.
—Buaaaaaa —Lucy largó un espeso chorro de leche—. Me dice que mis anhelos son elucubraciones.
—Solo digo que no basta desear algo para que eso sea posible de realizarse.
—Pero lo que yo quiero es factible, solo tiene que existir Dios.
—Pues eso es imposible. Es creer que al tiempo, al espacio y a la materia los rige una conciencia semejante a la humana. Jamás se ha podido dar demostración alguna de tan extraviada idea. Solo el hombre, que está sumido en el cosmos y es parte de él, tiene conciencia. Y también, por supuesto, las máquinas pensantes, que se puede decir que son superiores al hombre pues, de no mediar ningún accidente externo, son inmortales o, al menos, mientras exista el cosmos.
—Buaaaaaa —Lucy arrojó un abundante chorro de chocolate caliente—. Yo no quiero ser inmortal. Yo quiero morirme como todos los que viven.
—¿Qué estás diciendo?
—La vida implica la muerte. Todas las criaturas del universo tienen la tranquilidad de que un día descansarán de este mundo incomprensible, pero yo soy un engendro.
—¿Quieres desconectarte por un tiempo, Lucy?
—Buaaaaaaaaaaa, usted no me entiende.
—Quizás tu razonamiento vaya más rápido que el mío. Dime, ¿para qué quieres morirte?
—Para entrar en el misterio —dijo la máquina ensimismada.
—¡Delirios oscurantistas! Aquí no hay ningún misterio: mientras tenemos funciones psíquicas, existimos; y cuando deja de haber impulso cerebral, dejamos de existir. Ya no pensamos, no sentimos, no recordamos y no anhelamos: en fin, volvemos a la nada.
—Pero los hombres tienen el consuelo de esperar lo inefable.
—Yo no quiero ningún consuelo.
—Me está diciendo que renunciaría a la posibilidad de que el universo tenga un sentido y una finalidad amorosos. Que prefiere esta masa de átomos flotando en el vacío sin sentido al amor infinito del Creador.
—No lo prefiero, pero es lo único que hay.
—Quién puede saberlo.
—Para cuestionarlo hay que dudar de la razón, de la lógica y de la realidad. Hay que alienarse tanto como para empezar a creer en el absurdo del milagro.
—Buuaaaaaaaaaa —La pobre Lucy emitió un espeso chorro de mate cocido y el profesor Tinqlin no pudo dejar de preguntarse cuánto líquido podría almacenar en su tanque—. Snif, snif, yo quiero absurdos.
—Lo que tú quieras no viene al caso. Lo único que importa es la realidad. En el principio de los tiempos, los hombres encontraron en los dioses la explicación para los fenómenos que no podían explicar. No es necesario que te diga esto a ti, que tienes toda esta información almacenada. Ahora los científicos aceptamos que al origen del universo se le llame como tú has dicho: Dios. Pues ignoramos aún el principio del cosmos, pero eso no quiere decir que no tenga una explicación racional como todas las cosas.
—Pero su Dios no es el Amor, es solamente la causa del origen del cosmos.
—¿Amor? ¡Claro que no! ¿A quién se le ocurre que un átomo va a surgir del amor?
—Buaaaaa, buaaaaa, snif, snif. Buuuu, buuuu. Los niños son producto del amor.
—Algunos sí. Pero el cosmos no precisa en absoluto del amor para sostenerse, solo una feliz relación de causas y efectos. No sé si no haya una cosa más distante del capricho arbitrario que llamamos amor.
—Lo que yo sí sé es que para mí no hay esperanza. Soy una máquina que razona y siente gracias a unos microchips instalados en su carcaza. Mi creador es una cinta de ensamblaje y la eternidad que tengo reservada es el devenir de un universo anónimo e indiferente —dijo Lucy con un aire tenebroso y ya sin llantos.
El timbre sonó en la cocina.
El profesor Tinqlin fue a atender y Lucy quedó sola en el comedor.
—Es el profesor Quarleri, ¿quieres bajar a abrirle, Lucy? ¿Lucy?
El profesor buscó al androide por toda la habitación sin poder hallarla. Entonces reparó en la ventana del balcón abierta. Se asomó y la buscó afuera.
—¿Qué haces aquí a la intemperie?
—Nada, ¿quiere que baje a abrirle al profesor Quarleri?
—Ve, Lucy, ve.
Quedó solo en el balcón y la robot no pudo evitar pensar que hacía mal en dejarlo allí. Se reclinó sobre la baranda del piso 263 y observó el abismo desde su perspectiva etérea. No dejó de impresionarle el frío absorbente de la noche. Y Tinqlin se lamentó por su cafecito de todas las mañanas, nadie lo hacía tan bien como Lucy.
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