Ramón era un escorpión fuera de lo común. Normalmente triste y apenado porque a pesar de ser un pedazo de pan los demás animales del bosque lo evitaban. Tal desgracia para él era perfectamente comprensible pues siempre se debe desconfiar de los escorpiones; amenazantes con ese par de pinzas y ese mortal aguijón.
Sin embargo Ramón no era de la familia de los arácnidos al uso, todo lo contrario. Se sentía cómodo rondando a bichos pequeños y bichos grandes, intentando sacarles conversación, aunque fuesen cuatro palabras ceñidas sobre el socorrido estado del tiempo.
Pero sobre todo le gustaban las flores, especialmente aquellas repletas de mágicos colores y cautivadoras fragancias. Paseaba cada mañana entre ellas para empaparse de tan extraordinaria ambrosia terrenal. Con sus pinzas acercaba los frágiles tallos verduscos, tumbándolos con cuidado hacia él para oler profundamente cada pétalo. Las plantas, silvestres en su gran mayoría, iban desde tamaños pequeños y humildes hasta enormes y maximizados. Había clases, estilos y diseños tan atractivos como uno fuese capaz de imaginar y a él imaginación no le faltaba. No cabía duda de que Ramón no era sólo un enamorado de las flores sino de la naturaleza en toda su extensión.
Sin embargo nada le resultaba más frustrante e inquietante que la llegada del anochecer porque la noche, al menos según su forma de entender la vida, no solía traer nada bueno. En derredor todo se limitaba a sobrevivir. Una guerra sin cuartel entre especies. Extraños destellos, aullidos terribles, vibraciones incomprensibles, gorjeos maléficos, niebla espesa y frío cortante conformaban el menú diario.
Cuando el telón nocturno se izaba cuan bandera patria Ramón corría presuroso hacia su casa ubicada entre dos tocones de alcornoque. Allí se escondía debajo de la cama hecha por él mismo con briznas de hierba y mullidos helechos secos. Miedoso como él solo apretaba fuertemente las pinzas al tiempo que cerraba sus pequeños ojos. Realmente Ramón el escorpión mostraba, sin tapujos, su lado más cobardica. Por nada del mundo abandonaba la seguridad de su escondrijo hasta bien entrado el amanecer.
Víctima del cristal con el que veía las cosas Ramón sentía anidar la tristeza en su corazón, al modo de cigüeñas haciendo lo propio en lo alto del campanario. Ello lo amargaba profundamente magnificando, además, la soledad en la que creía vivir.
Cierto día en uno de sus paseos embriagadores creyó entrever una figura difuminada marcándose entre los hierbajos. Ramón detuvo la marcha, tratando de resolver el misterio de tal aparición. Cosa que ocurrió enseguida cuando apartando un puñado de hierbajos emergió lo que hasta ese momento estaba oculto: otro escorpión. Éste más grande y más intimidante que Ramón.
-¿Quién eres? –Preguntó al recién llegado.
-Me llaman “el malandrín”. Mi nombre en realidad es Tintín. Tintín “el malandrín”, si hasta rima y todo. Yo soy un escorpión de verdad, orgulloso de su naturaleza salvaje. Es por ello que me temen y hacen bien. Me tienen miedo desde las criaturas más chicas hasta las más grandes. –Contestó Tintín con el pecho henchido de orgullo.
-Yo me llamo Ramón. A pesar de ser ambos de la misma especie… ¡no soy como tú! A mí me gusta ser bueno, cortés con los demás y no hacer daño a nadie. Soy sencillo y me desvivo por ayudar al necesitado, en lo que pueda. –Replicó Ramón con total naturalidad empero sin poder ocultar cierta amargura al no ver correspondida su bondad.
-¿Se te olvida lo que eres? –Vociferó Tintín enojado. -¿Para que crees que tenemos estas formidables pinzas y este maravilloso aguijón? –Mientras lanzaba al aire tales preguntas retóricas agitaba la cola de lado a lado al tiempo que abría y cerraba las pinzas.
-Por tu culpa –espetó Ramón -y por culpa de otros como tú los animales del bosque no quieren saber nada de mí. Eres como el ladrón que cree que todos son de su condición. Carezco de amigos, camino solo por el bosque porque nadie se acerca a mí.
-¿Para qué quieres amigos? –Volvió a cargar Tintín más enfadado. –Tú eres un escorpión y por consiguiente tus “amigos” son aquellos a los que te vayas a comer. Déjate de boberías, pórtate como digno espécimen de nuestra especie y no como una vulgar lombriz de tierra.
Dicho esto último se hizo a un lado para proseguir camino, perdiéndose entre las plantas silvestres y hojarasca que cubría el suelo.
-¡Pues no estoy de acuerdo contigo! ¡Qué lo sepas! –Gritó Ramón antes de perder de vista al irascible Tintín. No lejos escuchó las últimas palabras de éste que parecían ser transportadas por la suave brisa: -¡Es nuestra naturaleza! ¡Hemos evolucionado para ser lo que somos! ¿Acaso libarás néctar, comerás flores o estiércol?…
Cauteloso y pensativo Ramón siguió el efímero sendero abierto por Tintín, apretando el paso. No sabía el por qué pero algo parecía empujarlo tras las huellas de aquel pedante y resabido escorpión. Ramón tenía miedo, no era nada nuevo en su caso empero ese contacto visual y vocal con Tintín “el malandrín” habíalo intranquilizado sobremanera. A fin de cuentas aquel espécimen no dejaba de ser un perfecto desconocido. Tal vez podría responder con agresividad al percatarse de que lo estaban siguiendo. Quizás incluso hasta atacarlo, matarlo y finalmente comérselo.
Repentinamente en un pequeño claro Ramón oteó un enorme pájaro de vivos colores y grandes ojos anaranjados que tenía retenido entre sus afiladas garras a Tintín. Lo aprisionaba violentamente contra el suelo mientras éste intentaba revolverse, luchando por su derecho a vivir.
“El malandrín” se resistía como un jabato. No obstante cualquier resistencia estaba abocada al fracaso. El gran pájaro sabía perfectamente lo que se hacía, además tanto su tamaño como su constitución y habilidad marcaban la diferencia. Alzando vuelo se lo llevó, agitándose las pocas briznas de hierba del claro del bosque como si un pequeño tornado batiera la zona. Tintín terminaría sus días como almuerzo para el joven polluelo que esperaba en el nido.
Mas ahí no quedó la cosa. Desde las alturas el emplumado torció el cuello, clavando sus profundos ojos anaranjados en Ramón. Éste, temiéndose lo peor, buscó esconderse debajo de una piedra o en el interior de algún tocón. No fue preciso porque el pájaro también tenía algo que decir:
-No me temas –dijo con voz de flauta atascada. -Me llamo Eladio. Aquí, en las alturas, tienes un amigo. Te he estado observando por largo tiempo y sé de tu tristeza pero también de tu bondad. No decaigas en tu noble intención de acercarte al resto de animales del bosque. Es más, insiste en ello. Estos procesos llevan su tiempo pues hasta las acciones más simples requieren del mismo, imagina pues aquellas acciones más complejas. Pero ya lo verás, terminarán conociéndote y antes incluso de lo que crees serán tus nuevos mejores amigos.
Ramón comprendió en ese instante que Eladio, el gran pájaro de los cielos, había respetado su vida. No sólo ese día sino probablemente otros muchos anteriormente. Era como si alguna manera, gracias a sus agudizados sentidos, hubiese calado las buenas formas y maneras de Ramón. La muerte de Tintín “el malandrín” traería paz a las criaturas del bosque que quedaban a salvo de su peligroso aguijón e insaciable apetito.
Levantando una de las patas delanteras saludó al emplumado. Éste ya se dirigía al nido, ubicado al otro extremo del bosque. ¡Su primer amigo! ¡Qué gran noticia! ¡Y los que estarían por llegar en los próximos meses!
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