CRÓNICAS DE LA MALDAD 6

CRÓNICAS DE LA MALDAD 6

Josesan

28/02/2023

CAPÍTULO 6

Picassent es una villa que crece a marchas forzadas, sin orden ni concierto, fruto de la improvisación y de la falta de planificación tan propia del Levante español; bueno, de España en general.

Están trabajando los operarios de la red de carreteras y tenemos alguna parada que otra. Parece que van a construir una circunvalación en el pueblo. Observo a unos chiquillos que juegan al fútbol en una explanada cercana. Los observo con pena y temor.

Pasado un pequeño descampado leo el rótulo indicador, al borde de la carretera, que me hiela la sangre en las venas: Alcàsser.

Alcàsser Alcàsser Alcàsser

Y de repente mi estado perceptivo entra en un agujero negro sensorial donde nada es como debiera ser.

Las imágenes me llegan entrecortadas, como en una sucesión de fotografías, unas descoloridas y otras con irisaciones semejantes a las alucinaciones producidas por el ácido lisérgico.

Los rostros se descomponen en múltiples facetas, como los cuadros de Picasso, y los cuerpos se fusionan, unos con otros, y se desdoblan sobre mismos, abriéndose en muñecas matrioskas que no conocen su fin.

Los edificios son ahora ondulantes y chiclosos, sin consistencia alguna. Cuchichean entre ellos.

Las farolas se dejan caer sobre sí mismas, aburridas de alumbrar lo que nadie quiere ver.

El reloj se desparrama de la torre de la iglesia, de la misma manera que el chocolate hervido se vierte de un recipiente caliente que no puede contenerle.

Los ojos cuelgan como muelles de las órbitas.

La sangre burbujea detrás de las pieles trasparentes.

Las piernas se doblan al revés de la marcha.

Los perros ladran hacia adentro con aullidos enmudecidos por la luna de capricornio.

“Y los fue tirando al agua, hasta que la puso de oro y hubieras hecho una fuente de sangre con cinco chorros”.

El cielo está goteando de dolor sobre el grito de una mujer, de cuya lengua irritada por el llanto se escapa un ulular de sirenas de ambulancia y un graznido de cuervos ennegrecidos por el humo de los incendios.

Las jeringuillas se apilan sobre las copas de los árboles, apuntando hacia un cielo mudo, y las venas rotas de los adolescentes perdidos suplican misericordia a un dios que les ha dado la espalda.

— ¡Doña Engracia, me escucha, que ya hemos llegado!

El inspector Ágreda sacude mi hombro y, de súbito, regreso a este mundo.

— Sí, sí, perdone que estaba pensando en mis cosas.

— Espere, mientras aviso a la Bruna para que recojan sus maletas.

Llama a la puerta de la casa golpeando un llamador metálico en forma de mano.

Bruna abre y, secándose las manos en su delantal, saluda a Ágreda. Me mira fijamente mientras me acerco a ellos.

— Buenos días, Bruna.

— Buenos días tenga usté con Dios y usté, señá Engracia.

Estrecho su mano encallecida, agrietada y llena de sabañones, como una tela áspera del esparto más áspero. Es una mujer enjuta y reseca. Con el cabello canoso recogido en un moño bajo. Su mirada es inquisitiva.

— Pase, pase usté y siéntese que ahora va la Carmen a por su “quipaje” . Hala Carmen y no te quedes ahí pasmá, maña mía.

Deduzco que Bruna es aragonesa.

Carmen pasa a mi lado, saludándome a su manera, con una mirada de soslayo, que ni mira, ni soslaya nada.

Carmen es tímida y sorprendente. De estatura mediana y óvalo facial perfecto. Su cabello castaño está cortado en una media melena ondulada, recogida con un pasador, que le da un aire trasnochado de posguerra española. Estoy segura de que, a Carmen, su aspecto no le interesa en lo absoluto.

Se encamina a la furgoneta en compañía de Ágreda.

— Pero siéntese usté, señá Engracia, que estará cansaica perdía de esos caminos tan malos que hay por estos pueblos de dios ¿le apetece a usté una limonada que hago yo casera mú güena?, ahora se la traigo -y sale escopetada sin darme tiempo a decirle si quiero o no quiero esa limonada casera “tan buena”-.

La estancia está casi en penumbra porque tiene las contraventanas entornadas y los visillos corridos. Es bastante amplia. El mobiliario es austero, severo y lorquiano.”¡Ay de la casada seca! ¡Ay de la que tiene los pechos de arena!”

Unas fotos de unas parejas de antepasados en el día de su boda, tiesos como la mojama. Más parecen los daguerrotipos que se hacían a los muertos en la época victoriana.

Una columna de escayola pintada, imitando mármol verde, sobre la que descansa una planta de cinta cuajada de hijos que se desparraman por lo bordes. Unas macetas con kentias y aspidistras. Una mesa de formica con ruedas, con su televisor en blanco y negro de la marca Marconi. En un lateral, la mesa del comedor con sus seis sillas. A su lado un mueble aparador con un espejo; el típico espejo de forma lobulada de todos los muebles aparadores de España. Todo ello teñido con nogalina oscura de familia decente.

La típica casa de posguerra, con ciertas pretensiones, dentro de su sencillez.

Me dirijo a un rincón, al lado de la ventana y me siento en una silla de enea, junto a una mesa camilla redonda, bajo la que se esconde un brasero de cisco de carbón que calienta y entona los pies. Desde la mesa, a través de los visillos, se puede observar perfectamente la puerta de entrada y todo lo que sucede en la calle. A buen seguro éste es el sitio preferido de Bruna: puro cotilleo.

— Aquí estoy con la limonada que es un receta secreta mu mía que me la enseñó mi abuela que era de Cetina, aunque no creo que usté sepa ánde está ese pueblo.

— Al lado de Alhama de Aragón -respondo automáticamente-

— Vaya con usté, cómo que se lo sabe que ese pueblo no lo conoce naide por aquí, que yo soy de allí y aquí tengo que decir que soy de Calatayud que ya les suena algo más, si cabe ¡remundo ladrón! que ma dejao patitiesa, vaya con usté.

Me vuelve a mirar como para radiografiarme y me sirve un vaso de limonada fresca, ligeramente enturbiada pero muy aromática.

— Pruebe usté, pruebe, que verá que está mú güena como le digo. Que además esta mú fresca que tenemos una nevera en la cocina que enfría muchismo. Aunque estemos en invierno, sepa usté que la limonada siempre hay que tomarla fresca.

Pruebo con cautela el refresco.

— ¿Le gusta?

— La verdad es que sí. Tiene el punto justo de dulzor y eso que usted usa miel en lugar de azúcar. Noto el agua de azahar, la canela y esa pizca de clavo que le da un punto muy curioso. Sin olvidarnos de la ramita de romero fresco.

— En de que me deja usté “petificada” que lo ha adivinao todo de cabo a rabo que naide nunca en mi vida en Alcácer ha sabido lo que llevaba mi limonada. Oiga, ni que fuera usté bruja.

— Vaya que si lo es -dice Carmen.

Vuelvo inmediatamente mi cabeza y veo a Carmen de pie en la entrada de la estancia con la cabeza bajada.

— ¿Cómo dice usted, Carmen? -pregunto.

— ¡ Uy mi hija, decir!, pero si mi Carmen es mú tímida y le cuesta mucho hablar con los desconocidos. Mi hija no ha despegado los labios. Ni que yo no la conociera.

— Claro madre, yo sólo digo lo necesario y no hablo y hablo por hablar como usted -Carmen sigue hablando, pero sin despegar ni los labios, ni la mirada del suelo.

— Carmen -respondo yo, pero también sin hablar- que sea un secreto entre nosotras.

Ahora Carmen me ha oído -tan sólo Carmen me ha oído- y levanta su mirada hacia mí. Me mira con complicidad y me sonríe maliciosamente con su mente.

Carmen también tiene el resplandor.

(continuará)

Etiquetas: misterio

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