Ahora ustedes vienen a preguntarme por el gran Andrés Aragonés, el guitarrista más predilecto de tierras andaluzas. Aún llegan a mi mente las maravillosas imágenes de sus tocadas junto al fuego de la algarabía que se presenta en los bares de estos lugares donde las notas caminan libremente por el aire.
No se dejen engañar por los comentarios de esas personas que no saben nada de su historia. Han dicho los más ignorantes que de pequeño sabía de memoria todas las notas de todas las cuerdas del instrumento, que se sentaba en una silla de madera totalmente recto para que sus manos ocupen el lugar correspondiente de la manera debida y que de las maderas se escuchaban finos punteos adornados con rasgueos tan potentes que hacían volar asustadas a las aves. Fui compañero de su vida, puedo hablar con propiedad acerca de su aprendizaje.
Muchas veces llegábamos a los bares dispuestos a hacernos de algún nombre, ambos empuñando nuestras guitarras como el soldado su arma. Nos sentábamos a la espera de que algún ser humano de voz encantadora empiece a adornar las palabras con fina melodía. Cuando esto sucedía, yo empezaba con mi torpeza, los dedos de la mano izquierda se aflojaban traicionando de manera indebida a los de la mano derecha; que atacaban las cuerdas sin desprender ni un solo sonido.
Después de mi bochornoso acto iba Andrés Aragonés, colocaba la cintura de la bella madera en su pierna, estiraba los dedos de ambas manos y empezaba con un rasgueo sordo que desubicaba el cante. Tal vez por descuido seguía adelante, sus dedos tropezaban los unos con los otros, atacaba las cuerdas de forma brutal, las tomaba de abajo y las estiraba tanto que parecían romperse, después las soltaba desatando un fuerte latigazo de sonido maderoso. Si contábamos con mucha suerte nos dejaban sentados en el sitio con la prohibición de hacer música nuevamente, lo usual era que nos despacharan a la calle entre insultos de cantadores y quejidos de Andrés. Así nos fueron vetando puerta a puerta, rogábamos con frente en alto volver a entrar, el gran tablón azotado en nuestro rostro era la negativa que tanto se nos daba.
Todo cambió aquella noche cuando Andrés miró la cara decepcionada de Rocío, una cantadora que muy posiblemente hacía bailar a los ángeles con los vibratos de su hermosa voz. Fue en esa ocasión donde más errores tuvimos, ninguno de los dos pudo encontrar el tono que aquella melodía merecía y entre abucheos salimos cabizbajos a recorrer la noche, no hubo siquiera intenciones de implorar un retorno a la cueva musical.
La luna brillaba cuando nos sentamos contra la pared de una casa abandonada, gozaba la fama de poseer el espíritu de un demonio del averno que en las noches subía del sótano al piso de madera para cumplir el deseo corrupto de aquel que lo alabara. Solitarios en el silencio tocamos dos canciones e intentamos improvisar algunas sevillanas. Llegada la madrugada decidí ir a dormir, Andrés hervía en rabietas y pidió con espuma en la boca que lo abandone a la compañía de su guitarra.
Cumpliendo como un buen siervo las ordenes de mi amigo me perdí en la penumbra. No tuvimos noticias de él hasta tres meses después. Llegó renovado, lejos de la harapienta figura que recorría los bares fracasadamente. Con traje de color rojo y zapatos bien lustrados se acercó a nosotros, la sonrisa que tanto había anhelado en sus tocadas brillaba en conjunto con sus ojos, detrás de él una caravana de hombres y mujeres que lanzaban vivas al mejor guitarrista que ha crecido en las tierras andaluzas.
La misma expresión suya, querido lector, salió de mi cara aquel día, tartamudeé tanto que no supe palabra alguna. Lo invité a beber a mi casa, ahí llegaron sus padres y hermanos, Doña María Hidalgo tuvo que revisar dos veces el lunar de su hombro que servía como una marca de nacimiento, no podía dar crédito de que aquel hombre sentado con la pierna cruzada haya sido alguna vez su hijo.
Andrés Aragonés dejó caer la invitación para un recorrido nocturno de esos que hacíamos ya hace algún tiempo. Acepté sin vacilaciones, quería demostrar lo que había aprendido durante todo esa época de ausencia, me consideraba un mago en los punteos, era consciente de que me faltaba práctica para el rasgueo ágil y estaba convencido de que al menos no haría el ridículo como en el pasado.
En la primera puerta nos paró en seco un altísimo hombre con cara de asesino dispuesto a cumplir las órdenes de su amo, la multitud que nos cubría la espalda se mostró pasmada, por primera vez miraban que las puertas se le cerraban al gran Andrés Aragonés. Andrés, con dos cojones, pidió la presencia del dueño del lugar. Al escuchar su voz bajó las escaleras como una brisa y pidió que nos fuéramos. Acostumbrado al fracaso decidí dar la vuelta, toqué el hombro de mi amigo en señal de derrota y este apartó mi mano con violencia. De un estuche negro sacó una guitarra de madera oscura, posó su pierna en el asiento de cerbero y rasgueó el instrumento tan fuerte que un escalofrío corrió por nuestra espalda, las miradas salieron por el pórtico y los dedos delicados de mi amigo punzaban vez tras vez una dulce melodía.
Todos se apartaron haciendo una calle de honor al héroe recién llegado y detrás de él entramos todos como hipnotizados. Un hombre sentado en la mesa empezó con su cante y sin esfuerzo alguno Andrés lo seguía. Todos los cantadores cayeron derrotados uno a uno, no hubo en aquella estancia ser humano que se equipara a la música de mi amigo, que bañado en gloria salió del lugar acaparando detrás suya más y más gente.
Empezamos la peregrinación y yo sentía morir, miraba de reojo la grandeza y quería tomar un poco de ella, así que siempre fui a la derecha de mi compañero. Al entrar al último establecimiento nos dimos cuenta que era tanto el gentío que faltaban mesas y baldosas. En la lejanía miré la fina cara de Rocío, sus ojos eran enormes de impresión y su boca se abría para soltar una carcajada incrédula. Empezó su vibrato y su canto, no había voz más hermosa para la guitarra, al fin había alguien que le compita a la melodía del nuevo amo de las cuerdas, pensé. Mal creí, pues de tres o cuatro acordes ella cayó con dulzura.
La fiesta duró días, yo nunca he sido bueno bebiendo, desprecio el alcohol, mi motivación para entrar en esos lugares siempre ha sido la buena música, así que Andrés me confió su guitarra mientras disfrutaba de los placeres privados de la hermosa Rocío. ¡Despreciable instrumento!, no era digno de mis trastabillantes dedos. No había tenido oportunidad de probar mi trabajo de meses, pensé que muy seguramente Andrés había estado practicando tanto como yo, así que mi talento debía ser similar al suyo. Blandí mi guitarra propia y di cuenta de mi equivocación: era lento, fuera de tiempo, perdía una y otra vez el compás, no apretaba las notas correspondientes a la tonalidad. No hizo falta abucheo alguno, guardé silencio por mi cuenta y me senté abandonado a la compañía de la guitarra de Andrés.
Bajó por las escaleras con una pinta mucho más victoriosa, era un héroe en toda regla, un ejemplo musical, andaba con el pecho inflado y la cabeza alta. Tres meses le bastaron para superar a todos.
Nos retiramos y cerca de su casa quedamos solos. Humillado de rodillas le pedí que me enseñara el secreto de la guitarra. Me miró desde arriba y su silencio se vio interrumpido por un llanto de desesperación, los dedos parecían cambiarle de dirección y las lágrimas de arrepentimiento brotaron de sus ojos.
“Querido amigo ¿Recuerdas aquel día en que me dejaste abandonado en la morada del maligno? Entré en aquel hogar desamparado y de las hendijas de la madera surgió un olor a azufre, y una neblina espesa cubrió por completo a Keteh Merirí, el devorador de almas, que tras una alabanza se convirtió en aquella guitarra oscura que ando a cargar día y noche. Tres meses de la más alta gloria musical fueron el cambio por mi alma”, me dijo.
Así es, Andrés Aragonés hizo trampa en la música. Tras eso quedé devastado, a mi amigo le quedaba poco tiempo de vida y me había superado con los métodos más viles que pueden existir.
Pasaron días para que lo volviera a ver. Estaba con Rocío, paseando de arriba a abajo, con el demonio a las espaldas esperando la oportunidad perfecta para reclamar su espíritu.
La última noche la pasó conmigo, él tocando en una tarima con su amada y yo abajo bebiendo como nunca antes lo había hecho. Tal fue mi estado que ocupé la ayuda de Andrés para salir caminando, tenía mi brazo derecho cruzado sobre su hombro, envolviendo la guitarra como la serpiente al palo. La cólera me invadió y saqué el cuchillo que traía premeditadamente para enterrarlo en su corazón cumplidos los tres meses de gloria, pues al parecer, al igual que dios, el diablo también necesita la ayuda de los humanos.
La guitarra de Andrés Aragonés es la que usted está mirando colgada en la pared, ahí yace el devorador de almas esperando la llegada de un codicioso que guste de sus servicios.
Esteban Yamith Zuñiga Rosero
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