En el único restaurante abierto las veinticuatro horas en el pueblo, el dueño, haciendo limpieza durante la noche, tumbó sin querer, con el palo de la escoba, un cofrecito de cristal que estaba sobre una repisa, al fondo del restaurante. El cofrecito se hizo añicos, pero el dueño se agachó y tomó en sus manos como una reliquia un clavo largo, oscuro, grueso y puntiagudo que estaba en el piso. Recordó cuando cumplió los treinta años y con los ahorros de haber trabajado como panadero empezó a montar ese negocio. En esos días su padre, ya anciano, fue a visitarlo al restaurante mientras recibía las mesas para los comensales. Al bajarlas del camión, una mesa rodó contra el piso y la madera se desprendió. El padre le dijo: “Mijo, eso es culpa de los clavos, ya no hacen clavos como los de Anapoima”.

Días después el padre enfermó y desvariaba. Durante los momentos de lucidez el anciano le contó a su hijo que durante mucho tiempo había sido un hombre disoluto y andariego. Cuando su hijo cumplió tres años, lo abandonó con su madre, para ir a trabajar en construcción, en una época donde las columnas y vigas eran hechas de mampostería y madera. Anduvo de pueblo en pueblo y no arraiga en ningún lugar, pero cuando llegó a Anapoima, descubrió que habían aprendido a trabajar el acero para hacer de algo tan simple y básico como un clavo, una verdadera obra de arte para ebanistas y constructores, que resistía el paso del tiempo. Conservó un clavo como símbolo de fortaleza, simpleza y dirección. Desde ahí regresó a su tierra, a su familia abandonada y encauzó su vida. Cuando su hijo le contó la idea de negocio del restaurante, pensó en regalarle el clavo como buena suerte. Sin embargo, en medio de los avatares del destino lo había extraviado. Y ahora al final de su vida, lamentaba haber depositado su felicidad en cosas tan vanas en vez de haber estado más presente en la vida de su hijo.

Mientras su padre luchaba contra la desmemoria y desfallecía, el dueño del restaurante viajó un fin de semana hasta Anapoima. Estando ahí, recorrió el pueblo. En las afueras encontró una casa antigua, abandonada y desvencijada. En medio de las ruinas halló una viga de madera caída, descuajada por el tiempo. Tuvo ánimos para desprender, con un trozo de metal que encontró en el mismo lugar, un clavo que estaba semidescubierto. Lo limpio. Aún conservaba su color y estaba entero. Cuando regresó a su pueblo, el padre agonizaba. El dueño del restaurante lo visitó en su lecho de muerte y le puso el clavo en las manos. El anciano sonrió, la mirada le brillo y sólo pudo decir, “encontraste el clavo de Anapoima”. Cuando su padre falleció, el dueño del restaurante conservó el clavo como buen augurio. Desde ese momento su negocio empezó a tener éxito.

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