Sentado en el comedor, el sacerdote se extrañó de no escuchar las campanadas del reloj a las seis de la tarde; en cambio, le llegó la alaraca puntual de los loros que se resguardan en el campanario cuando sienten la presencia de un halcón que caza justo cuando el sol empieza a ocultarse.  El sacerdote es un hombre joven, metódico y meticuloso.  Durante su estancia en el seminario se había acostumbrado a medir las distancias no en tiempo sino en pasos.  Quinientos cinco pasos desde su habitación hasta el reclinatorio en la capilla.  Doscientos ochenta y tres pasos hasta la fuente en el patio interno donde revoloteaban los colibríes a la hora de la siesta.  Cuatrocientos nueve pasos hasta el pabellón donde recibía clases de teología.  Había calculado que un día promedio en el seminario daba mil setecientos cuarenta y tres pasos, que dividía en cuatro rutinas al día.  Y fue así, midiendo y calculando, que terminó por comprender con exactitud matemática la existencia de Dios en todas partes.  Eso lo llevó a destacar entres sus compañeros y lo convirtió en un buen sacerdote. Su vocación por los números y por ayudar al prójimo lo tenía ahora al frente de una parroquia de un barrio marginal de la ciudad, donde no solo se dedica a remendar almas rotas por la violencia o las carencias más básicas.  Su fé tambien la expresa en obras mas terrenales y concretas, como organizar un comedor comunitario, lograr la reparación del parque infantil del barrio, dar clases de matemáticas en la escuela parroquial o simplemente motivar con cada misa que sus feligreses reconozcan la capacidad de cambiar su destino con solo ayudar a los demás.

Al levantarse de la mesa, el sacerdote seguía pensando en el viejo reloj de madera, una reliquia de principios del siglo XX, que habían donado a la parroquia cuando recién la construyeron, mucho antes de que él llegara.  Al acercarse a la sacristía, separada de la casa cural por una reja gruesa y maciza, escuchó un estruendo y murmullos. Al ingresar se encontró con un par de jóvenes que estaban robando el reloj, el computador de mesa y la caja de caudales, con dinero de la parroquia.  Intentó detenerlos porque los conocía.  Tomo a uno de ellos por el brazo, quien nervioso, reaccionó por instinto y le asestó un tajo de navaja en el vientre y lo empujó.  El sacerdote cae mientras se lleva las manos al abdomen, para detener la hemorragia.   Los jóvenes huyen dejando las cosas tiradas por el piso.  El sacerdote intentó incorporarse y dar los siete pasos que lo separaban de la alarma, pero no lo logró.  Tendido en el piso lamentó varias cosas en su vida, alcanzó a pedir perdón y murió en paz.

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