El pesar de Íito (con imágenes creadas por IA)

El pesar de Íito (con imágenes creadas por IA)

Soledad Godoy

08/02/2023

Descendían por la ladera este de Lendma, la Solitaria, reina entre las Montañas del Sur. Se habían retrasado mientras preparaban las defensas del Templo, allá, en la cima más alta de las hijas de Jami.

Caminaban con paso lento y firme hacia la última batalla. Tras ellos quedaban los aprendices más jóvenes y unos pocos viejos para activar las defensas. Las posibilidades de ganar eran escasas, la Orden de Gaho lo sabía. Esconder los Libros de los Padres y las pocas armas que quedaban fue la prioridad. “Guardar sabiduría y fuerza para otros. Eso debemos hacer” había dicho Íito.

-¿Cómo se encuentra tu niño?

La joven frunció los labios.

-Siempre antes de una pelea te pones sentimental.

El viejo no respondió.

El camino viraba lentamente a la derecha a medida que avanzaban, descendiendo por las majestuosas Naioti y los verdes bosques que se extendían a sus pies.

-Ya estamos a suficiente distancia.- dijo Íito al cabo de varias horas. Metió la mano bajo la manta con la que se abrigaba y tanteó su cuerpo.

-Deja, yo lo hago.

Güillitei ya tenía su vara en alto. Era entera de metal, como el árbol del que había sido arrancada, y despidió un fuego anaranjado, que ascendía circular, formando una columna tan alta como un hombre.

-Más, niña. Eso no lo verán.

Güillitei obedeció. Al cabo de unos segundos una niebla rojiza comenzó a cubrir el pico de Lendma y a extenderse por sus laderas. Recién entonces guardó la vara.

-Pensaba ir a ver al niño, pero no he tenido tiempo.

-Quieres que me enfade ¿verdad?- dijo mirándolo con esos fieros ojos de miel. Era, definitivamente, una mujer muy hermosa.

Reanudaron el paso. Ella por fin habló de lo que la tenía molesta. Cuando lo hizo llevó su mano a la frente con un movimiento involuntario.

-Estoy preocupada por Prinai. Es su primera batalla y… no creo que esté lista. Es una niña- hizo silencio para poder concentrarse y decir lo que pensaba- La estamos matando Íito.

-No. No es así Güillitei. No debes temer por ella, puede cuidarse. Nunca antes he visto ese control del aire.

-Es una niña. Deberíamos haberla dejado en el Templo, después de todo recibió la vara hace muy poco tiempo.

-No nos lo hubiera perdonado.

-Lo sé. Es que… es que me recuerda tanto a mamá…

Íito le pasó el brazo sobre los hombros y la atrajo a sí.

Sólo lo que quedaba de camino podrían pasar juntos, y después debían separarse para cubrir tareas diferentes. Íito dirigiría a Los Siete Nacientes en una avanzada desde el aire y Güillitei comandaría la última línea de defensa, que no era la última línea de defensa del Acantilado Negro sino de todas las Naioti, tierras del Pueblo del Águila y cuna de grandes hechiceros.

Sólo lo que quedaba de camino, e Íito no creía poder decirle todo lo que debía. No creía poder decirle nada.

La niebla descendía rápidamente y ellos apuraron el paso, aunque era muy lejana todavía. El viejo miró sobre su hombro y al hacerlo pudo oler humedad y pipa. Sonrió a Güillitei sin que ella lo note.

-¿Crees que la niebla alcance en caso de que perdamos?

Eso fue cuanto pudo decirle. El gran capitán de los Nacientes nunca había sido bueno con las palabras. Ni con el amor.

Güillitei no respondió. En eso, como en tantos otros rasgos de su persona, era muy parecida a su Maestro. En cambio envió una plegaria desesperada al Sol Emperador con el más profundo de los silencios. El Sol la escuchó. Estaba prestando atención. Miles de veces el Disco se había asomado y entristecido de decepción. Primero vio como los moinanos ensuciaban los oídos y los odios del Rey de los Pumas mientras lo llenaban de riquezas y adulaban sin disimulo. Luego vio al sonso gobernante recordar de súbito la importancia del Río Inmanente, que el abuelo de su abuelo, Erjídin el Constructor, había reclamado para los pumas después de llenarlo de muelles y canteras. Vio como se hería el orgullo del Rey de los Pumas cuando se hablaba de la grandeza de sus antepasados, del esplendor de los tiempos de antaño. Le vio ceñudo y se preocupó.

También veía a los águilas, que cansados de cultivar en precarias terrazas de tierra compacta, bajaron por el Paso de Poityan y se adentraron en la meseta de los Pumas en búsqueda de pasto para los animales y un suelo sin piedras para sembrar sus frutos.

Vio como unos vientos se empecinaban en llevar nubes de agua a Yuigal, la capital de los pumas, que pronto vio a su Río sagrado arrasando feroz todo a su paso, destruyendo las plantaciones y las construcciones que encontraba.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en la oscuridad de sus castillos.

La Guerra Plana fue corta, y los pumas no tardaron en recuperar sus tierras. El mismo Rey de Moiná envió a su sobrino a hacer entrega de armas y maestros, y la Corte del Puma no se preguntó por qué el Guardián del Pueblo gruñía a los mensajeros ni por qué los mensajeros no traían comida para la población hambrienta.

El Sol los vio festejar disfrazados de guerreros extranjeros.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en la abundancia de sus mesas.

Vio al Rey de los Pumas ponerse sus mejores galas y dirigirse a las Murallas de Niebla que hacían impenetrable al Reino de Moiná. El Rey se humilló y pidió ayuda. Pidió pan para su gente. Pidió herramientas para reconstruir las casas. Pidió dinero para las viudas. Y los Señores de Moiná dijeron que su Rey era todopoderoso y piadoso, y que iba a ayudar. Pero necesitaba un favor. Algo muy pequeño a cambio. Necesitaba las Naioti. Quería las Montañas del Sur.

El Sol vio al Rey de los Pumas volver cabizbajo a casa, y vio movilizar las tropas que Moiná ya tenía preparadas. Las vio dirigirse al sur por la orilla del Duimaré bajo la temerosa mirada de los pumas, ocupados en reconstruir los corrales y plantar las hortalizas.

Dicen las mujeres águila que el Sol lloró e intentó cerrar los ojos el día que empezó la Guerra Alta.

De eso ya habían pasado doce giros del Disco y Güillitei e Íito estaban preparándose para una nueva batalla. El Acantilado Negro sería el primero y el último lugar donde se pelearía esa guerra. Casi todas las Naioti estaban bajo control moinano, pero el área que rodeaba a Lendma había reunido a la resistencia, y la protegía con el poder del Templo de Gaho, el Árbol Frío.

El Sol vio a Otimeo, Señor de las Montañas, sobrevolando sus huestes de nobles guerreros, de hechiceros y campesinos. Lo vio blandir la espada y gritar aguerrido. Los hombres le respondían golpeando sus cascos de plumas negras, y se aferraban a su grandeza, rogando que alcanzara para salvarlos. El filo del arma de Otimeo era legendario.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en sus tiendas lejos de la batalla.

Cuando se ocultó esa noche los últimos batallones de Moiná habían llegado desde el Bosque Consagrado y todos se preparaban para la inminente batalla.

Esperaban la señal junto a sus aves. Los Siete en formación básica eran la punta de flecha más poderosa de las Naioti. Empuñaban sus varas con orgullo: Las Siete Nacientes, las primeras hijas de Gaho, regaladas a los Padres cuando vinieron del Oeste para poblar las montañas, y llenarlas de risas y cánticos, de magia y pan caliente.

Íito se había sacado el pesado manto de lana. Hacía frío pero prefería pelear así, casi desnudo, para sentir mejor el aire cuando le hablara. Se ajustó las botas y comprobó el filo de los cuchillos una vez más. Estaba justo al borde del Acantilado Negro, sobre una cornisa puesta allí por él mismo, bastante más abajo que el grueso de las fuerzas. A sus pies veía a los hombres de Moiná. Eran lampiños, todos ellos, de cráneos deformados y orejas mutiladas. Nunca entendió esa costumbre propia de los moinanos de agrandar, aplanar, expandir, abrir, agujerear, achicar, redondear o alargar sus cabezas.

Como cualquier hombre águila no tenía dificultad en observar cada uno de sus detalles a pesar de la distancia. Conocía las armas que usaban los moinanos desde la Guerra Plana. Estaban hechas de magia maldita, y el fuego que escupían no se apagaba con el agua, sino que ardía y consumía todo a su paso, dejando tras de sí sólo cenizas y recuerdos de vida.

Eran muchos. Miles de miles, armados y protegidos con metal, escondidos detrás de fortalezas de madera que habían traído consigo, engalanados de estandartes y banderas con Tiona, la constelación del norte, que los águilas jamás habían visto en el cielo. Las oscuras sombras que proyectaba el Acantilado Negro en el alba ennegrecian aun más el futuro. Miró a los Nacientes. Tres de ellos eran jóvenes e inexpertos, pero no había miedo en sus rostros, sólo determinación. Le sonrieron para tranquilizarlo y luego, siguiendo la orden, montaron las enormes águilas.

El grito de Otimeo resonó feroz y una lluvia de flechas se hizo contra los moinanos.

-Aguarden.

Una segunda ráfaga, esta vez de fuego, pasó frente a ellos y se precipitó contra los enemigos.

-Esperen.

Íito no observaba el campo de batalla, sino el cielo, que se nublaba rápidamente.

-¿Están listos?

-Desde que nací.

-Querido Acpla, ¿no pretenderás que esa respuesta me tranquilice, o sí?

Los otros rieron. Acpla tenía quince giros del Sol y era el Naciente más joven de la historia, lo que lo inundaba de soberbia, a pesar de estar rodeado de los seis hechiceros más fuertes de las Naioti.

Las nubes se amontonaban y bajaban cada vez con mayor velocidad. Los moinanos habían empezado a contraatacar. Arrojaban piedras de fuego que las defensas rechazaban con presteza y que no ocasionaron ningun daño.

-¡Ahora!

Los siete se elevaron por los aires y en pocos segundos quedaron ocultos por las espesas nubes. Se dispersaron según lo planeado y comenzaron a atacar por la retaguardia de los enemigos. Los primeros objetivos eran las fortalezas. Las atacaron de a una, los siete a la vez, primero a sus pilares, luego en las paredes de madera arañada. Las dejaban ardiendo y cayendo lentas, mientras los soldados de acercarban aun más al pie del acantilado huyendo de los ataques. Una, dos… el fuego a tientas de los moinanos los amenazaba pero con esfuerzo lograban protegerse; tres… el cielo comenzaba a aclarar; cuatro… “No pensé que fueran tantas”; cinco, seis… “Las nubes se van, algo debe haber salido mal”.

-¡Vuelve Agüillel! ¡Llama a los tuyos!

El águila respondió rápida y guió a sus hijos de nuevo a la cornisa.

-Ya no nos pueden ocultar desde arriba ¿Qué ocurre Capitán?

-Observa antes de hablar Acpla.

El cielo se había limpiado completamente de nubes, aunque seguía atravesado de humo y fuego. Acpla aguzó la vista. Humo, fuego y…

-Nunca lo hubiera imaginado.

Los moinanos se amontonaban alrededor de unos raros aparatejos de madera donde se trepaban de a pequeños grupos, mientars otros, conduciendo animales de gran tamaño, arrastraban rocas cambiandolas de lugar. Los que trepaban salían disparados por los aires y cuando parecía que iban a caer eran conducidos hasta arriba por unas alas negras que les brotaban de las espaldas.

Íito no había tardado más que unos segundos en entender qué ocurría.

-Formación básica. Los hombres son muchos, los animales fuertes, hacia esos arcos que disparan gente en vez de rocas o flechas nos dirigiremos. Vuela Agüillel, vuela deprisa.

Los Nacientes se lanzaron en picada y lucharon por el calor de su Pueblo. Veían a cada uno de los niños de las siete Aldeas cuando golpeaban al enemigo; olían los dulces de frutas y los bosques después de la lluvia cada vez que el fuego maldito los rechazaba; oían risas de mujeres desdentadas y música robada al viento cuando un aparatejo maldito caía destrozado.

Acpla sintió el beso de su madre en la frente cuando Agüaln cayó muerta. Apenas logró salir debajo del cuerpo de su compañera cuando lo mataron. Cuentan las viejas que por más que los soldados moinanos lo golpearon y tajearon no pudieron arruinar su belleza de niño, ni borrar su sonrisa feliz, sonrisa de beso de madre en la frente.

Del Acantilado cayeron durante horas cuerpos calcinados, hombres que murieron libres con una espada en la mano, héroes de una guerra perdida.

Íito subía casi pegado al acantilado. Agüillel pronta como el viento y terca como su compañero decidió por primera vez desoir una orden, y un grito atronador que hirió a las montañas que la vieron crecer se escuchó cuando su cuerpo se abrió en dos, muy cerca de la superficie del acantilado, tan cerca que Íito sólo tuvo que dar un pequeño salto para asegurarse al suelo. El águila guerrera había girado justo a tiempo para recibir el golpe del que Íito ya no podía defenderse. Murió fiel y orgullosa, tal como vivió.

El campo de batalla destrozó el corazón de Íito. Bosque de fuego, rocas de sangre, olor a derrota. Mientras se detenía la hemorragia la vio allá lejos. Otimeo ya se había rendido y eso poco importaba a la mayoría de los moinanos. Se habían ensañado con las mujeres. A los moinanos no les agrada que las mujeres hagan la guerra. Prinai, belleza arrebatada por el terror, se sostenía a duras penas frente a un grupo de campesinos ya desarmados, y la Vara de Gaho refulgía fría, violenta, bajo el ataque de las cadenas asesinas de Moiná.

La vio allá lejos. Intentó acercarse y no pudo. Pero Güillitei sí. Era una fiera. Una montaña en cólera. Un grito aireado con la cabellera destrenzada. Se interpuso entre su hermana y los atacantes. El oretoc y el odio intentaron protegerla. Él la vio allá lejos y aunque rogó profundo no llegó a tiempo.

Los soldados habían aprendido a odiar a esa raza oscura del sur, que se esconde, que pelea, que cabalga vientos y monstruos del aire. Odiaban a esas mujeres desnudas, profanas, paganas.

Le sacaron la túnica a Güillitei y le lastimaron el cuerpo. Íito y sus heridas, su amor y sus culpas pelearon como nunca antes. Él sólo era un ejército iracundo, pero barreras infranqueables de hombres enardecidos por el éxtasis de la crueldad se lo impidieron. A él y a tantos otros, pues Güillitei era amada entre los suyos. Inteligencia parca que ahora lloraban las Naioti.

Murió de tristeza, no de falta de aire como creyeron sus asesinos.

Prinai lloraba en un rincón la que podría haber sido su muerte y Otimeo caía de rodillas bajo la tortura del fuego y el metal en las piernas ante los Señores de Moiná, que habían decidido ver de cerca su triunfo.

Íito comenzó a retroceder hacia el bosque encendido. Güillitei había regresado al Todo, y con ella se fueron las esperanzas, la felicidad, la humedad y la pipa, el motivo para luchar. Retrocedió defendiéndose, pero sin notarlo, con la mirada fija en los destrozos del campo de batalla. Miró a cada uno de los rostros que jadeaban exitados alrededor de los restos de la joven, como asquerosos animales de rapiña. Los mataría de igual manera. Les sacaría los ojos y les cortaría la lengua, golpearía sus piernas y quemaría sus genitales. A todos ellos. Uno a uno. Los mataría sin dignidad ni vergüenza, como la habían matado a ella.

Los bosques de las Naioti cerraron los pasos que intentaron seguirlo, así como también cuidaron a otros que eligieron la soledad antes que la muerte. Avanzó durante días sin objetivo, salvo el querer morirse. Pero cuando caia rendido de sueño los arroyos mojaban su boca y los árboles le regalaban frutos, intentando animarlo, acariciándole las mejillas arrugadas de años y pesares.

No sabía adónde iba pero iba, y al quinto Disco ya no pudo negárselo. Sin rodeos se había ido acercando a los Valles de Cleslaah, y desde la cima del cerro Cleaah pudo divisar las manchitas que eran las granjas que buscaban su corazón. Había nacido en una granjita así, a las afueras de la Aldea de Lamlei, en tierras rojas y rocosas, pobres a la hora de parir y de alimentar a los animales. Recordaba la cabra flaca y enfermiza que era su responsabilidad de niño, antes de que un hechicero se apareciera en la casucha de piedras y se lo llevara a un Templo lejano, en la cima de las cimas más altas de la coordillera Jami, de dónde no saldría hasta ser un hechicero formado, muchos giros del Sol después. Era una cabra gris y blanca, ya vieja, de la que no se obtenía más que un poco de leche, pero a la que no mataban porque su carne valía menos aun muerta que viva, tan mal ejemplar era. “Como yo ahora”.

Se echó a dormir bajo la sombra de un pino, en un colchón de espinas secas, y soñó con quien fuera la mujer de su vida. Primero la soñó niña, como era cuando la conoció. Huraña y fuerte igual que su padre Otimeo. Cuando le comunicaron que sería llevada al Templo de Gaho de dónde no saldría en años se fue sin palabras de adiós a su familia.

Luego la soñó doncella, con el color y la belleza de los árboles antes de perder sus hojas. De brillos de Sol y risa de agua la soñó. Justo como había sido.

La soñó en la oscuridad de su cuarto. La respiración agitada, el cuerpo ardiendo, las manos temblorosas.

Se despertó para no soñarla mujer y noble, para no soñar el día en que se casó con otro, ni el día en que tuvo a Thuei e hizo que pusieran oretoc en la frente del recién nacido, para señalarlo como su primer hijo, raza noble de la casa de Otimeo.

El muñón en su hombro derecho le ardía y mostraba signos de infección. “Ella es bruja, me curará”. Descendió con cuidado el terreno resbaloso hacia la más alejada de las pobres granjas del Pueblo del Águila. En los terrenos adyacentes a la casa encontró a un hombre con su hijo. Ambos trabajaban la tierra en silencio y no habían dejado de hacerlo cuando lo vieron venir.

-¿En qué podemos servirle buen hombre?

“Debo estar muy envejecido.”

-Acaso pan y agua mi amigo. Y si su esposa sabe de heridas, no me vendría mal un poco de ayuda.

-Claro, claro. Comerá y beberá, y si mi esposa puede lo ayudará. Pero antes respóndame, mi amigo, qué es lo que le ha ocurrido y qué lo trae a mis tierras.

El jovencito lo miraba con curiosidad en sus ojos color de la miel. Íito le sonrió, no pudo evitarlo, y lloró lágrimas de recuerdos de amores que no fueron y de vidas que no tuvo, lloró la mujer a la que no pudo amar y el hijo al que no pudo criar.

-Me ha ocurrido la guerra, y nos ha ocurrido perderla. Y me traen acá mis pies, como me podrían haber llevado a cualquier otro lugar, porque ya no importa dónde vaya, ninguno de nosotros se puede llamar el amo de sus tierras. Ahora, mi amigo, estamos todos en los terrenos del Reino de Moiná.

A muy corta distancia, en la puerta de la choza de madera, una mujer gritó angustiada al verlo y entró rápidamente en su casa.

“Las mujeres son seres memoriosos.”

-No hay peores noticias ni hombre más bienvenido, amigo. Déjeme componer a mi esposa y ya le serviremos verduras, leche y queso.

Estaba agitado y gravemente conmovido por las noticias. A Íito le agradaba ese hombre, igual que le había agradado hacía trece años.

-¿Te llamas Tei cierto?- preguntó cuando quedó a solas con el muchacho de los hechiceros ojos de miel.

-Sí señor ¿cómo lo ha sabido?

-Soy Íito de la Piedra Roja, hechicero del Árbol Frío y Líder de la Orden de Gaho.

El niño conocía la magia pero nunca había visto un hechicero, así que desconfiado de naturaleza como era no creyó en la palabra de Íito.

-Muéstreme.

El viejo sacó su vara y dibujó unas pocas líneas de fuego. Estaba débil y no podía hacer más. Guardó su vara y sacó otra. La limpió con su ropaje sucio intentando no recordar a Acpla.

“Mi último discípulo, yo lo busqué, igual que a Güillitei y a Prinai y a tantos otros”.

-Toma. Ésta Vara es para tí. Te la ofrezco como Líder de la Orden de Gaho. Dentro de tí sabes que tienes el poder de afectar al Todo. Sé que es así, no podría ser de otra manera, viniendo de donde vienes. ¿Te ha hablado tu madre del Todo?

El chico se ofendió.

-Por supuesto- y recitó:- El Todo soy yo y lo que respiro, lo que piso y lo que siembro, lo que amo y lo que odio. Siempre afecto al Todo. Me muevo y el Todo se mueve conmigo, me quedo quieto y el Todo se queda quieto conmigo. Y si me muero vuelvo a Él, que soy yo y somos todos.

-Muy bien. Ahora debes saber algo más: con esta Vara, una de las Nacientes, tendrás el poder de hacer con Él lo que te plazca. Úsala en secreto. Pronto llegarán los soldados de Moiná a estas tierras y quién sabe qué harán. Aun así no la uses. Van a pasar muchos giros del Sol hasta que esta Vara vuelva a batallar. Te encargo una tarea grande muchacho, espero que puedas con ella. Yo debería… cuídate Tei.

Le entregó la vara y el niño la tomó dubitativo. El viejo ya no estaba allí cuando dejó de observar su brillo metálico y levantó la cabeza. Se alejaba despacio, y Tei supo que no debía seguirlo.

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