El reloj marcó las 8:00 a.m. Santiago tenía miedo, a sus tres decadas de vida todavía no había superado estar sólo en una casa. De repente, sonó el teléfono, Santiago contestó:
-¿Aló?
-Hola.- Le respondieron. -¿De casualidad este es el teléfono de la señora Mercdes Arrieta?
-Sí, claro, yo soy su hijo.- Le respondió Santiago. -¿Quién la busca?
-Soy el señor Frank Ballestas, deseo hablar con ella.
-En realidad, ella murió hace tres días, la tuve que enterrar ayer.- Le dijo Santiago con una voz de dolor, para que no se diera cuenta que estaba asustado de su soledad en aquella casa.
-¡Oh!, mi gran pésame joven, su madre era mi mejor amiga, pero bueno, que Dios la tenga en su gloria.- Y colgó el señor Ballestas dejando a Santiago con el ruido tic tac del reloj.
Santiago había querido mucho a su madre, y ella a su hijo, tanto así que Santiago prometió irse de la casa a los treinta y siete años de edad sólo por amor a su madre. Pero, lamentablemente, a la señora Mercedes le diagnosticaron un cáncer de mama que ya estaba desarrollado y ella no le dijo nada a su hijo para que no sufriera.
-Santiago, hijo, cásate rápido, por favor.- Le dijo Mercedes a su hijo.
-Mamá, tú sabes que te quiero mucho, por ahora no te pienso dejar.- Le dijo Santiago a su madre.
-Créeme, hijo, no te gustará estar solo si me muero antes que tú te cases.
Fueron las últimas palabras que recordó Santiago de su madre antes de encontrarla muerta en su cama al día siguiente. Santiago se había dormido cuando el reloj dio las seis p.m. se despertó desesperado y sin culpa derramó un aceite que estaba en la mesa de noche cerca de la cama. El aceite recorrió toda la sala y entró a un pasillo donde había una puerta; esta se abrió y el aceite entró en el cuarto oscuro de la difunta. Santiago tenía miedo, mas no tenía otra opción que ir a averiguar qué había pasado con el aceite. Cuando entró al cuarto, notó que en la cama había una flor, la agarró y sintió que el olor del aceite estaba dentro de ella, esta vez no tuvo miedo, más bien, el recuerdo de su madre lo había hecho llorar pétalos de rosas rojas con olor a margaritas. El cuarto se llenó de aquellos pétalos.
Al día siguiente, Santiago fue al cementerio a llevarle aquella flor bella que había encontrado en la cama de su madre a la tumba de esta. Al ponerla en la lápida, un gato negro que iba pasando por la tumba se dio cuenta que Santiago lloraba pétalos de rosas, el olor a margaritas le llamó la atención.
-¡Amigo!- Le gritó el gato a Santiago. -Será que en vez de llorar pétalos de rosas, ¿me podrías hacer el favor de llorar leche fresca?
-Lo siento amigo.- Le respondió Santiago. -Estas lágrimas vienen del corazón, no del deseo.
El gato negro se fue entristecido, tenía tres días de no haber comido nada, el pobrecito tenía hambre y esperanzas. Santiago, por su parte, llegó a su casa derrotado por el dolor. Cuando penetró en la sala se encontró a un señor desconocido observando los retratos.
-¡¿Quién es usted?! ¡¿Cómo entró?!- Le preguntaba Santiago al desconocido.
-Soy el señor Frank Ballestas. Entré porque encontré la puerta medio abierta.- Le dijo aquella persona a quien Santiago le había contestado el teléfono un día.
-¡Qué hace usted aquí?
-Necesito hablar contigo.
En la conversación tocaron muchos temas referentes a doña Mercedes, hasta el punto en el que el señor Frank le confesó a Santiago que estuvo casado con ella por quince años.
-Entonces ¿usted es mi padre?- Le preguntó Santiago a aquel señor.
-No, no lo soy. Tu madre jamás mintió, tu padre murió en la guerra con una bala pérdida.
-¿Eso quiere decir que usted fue el primer marido de mi madre?
-Por supuesto.
El reloj marcó las doce p.m. Los ratones salieron a bailar la música que sonaba en el reloj al dar esta hora. Los dos hombres se dispusieron a ir al cementerio a ver la tumba de doña Mercedes.
Una joven de veinte años que iba rumbo a su casa pasó por el cementerio. Vio una flor hermosa, tan hermosa que la tomó para llevarsela a su madre. De pronto, de la tumba donde estaba la flor salió una voz diciendole que le devolviera la flor. La joven asustada, corrió hacia la calle para ir a su casa. El cementerio se oscureció.
A la mitad del camino, Santiago presintió que algo raro estaba pasando. El señor Frank lo acompañó de nuevo hacia la casa y se dieron cuenta que los muebles se peleaban unos con otros: la cama con la mesita de noche, la mesa de la sala con las sillas del comedor, el escaparate con la gabeta del baño y así sucesivamente. Los dos hombres corrieron hacia el cementerio. Oyeron un gato maullando en la oscuridad. Santiago sabía qué gato era el que maullaba, sin embargo, como el gato era negro, no lo podía ver en la oscuridad del cementerio.
-¡Amigo, ¿qué pasa aquí?!- Le gritó Santigo al gato.
-¡Ay! ¡Ayuda! ¡No quiero ser comida de muerto!- Le respondió el hambriento gato.
El señor Frank alcanzó a jalar al gato, quien lo había visto por la sombra. El gato asustado le dijo a Santiago y al señor Frank:
-Los muertos se volvieron locos, ahora nada más porque una joven cogió una flor de una tumba, los muertos salieron a hacer sus locuras; están haciendo lo que los vivos a veces no hacen: unos están bailando un vals que hace años no bailaban, otros están jugando ajedrez y otros me querían agarrar de cena navideña.
Los dos hombres que escuchaban al gato no podían creer lo que este les relataba. Santiago, sin pensarlo dos veces, corrió hacia la calle a buscar la flor, mientras que el señor Frank corrió por todo el cementerio buscando como loco a doña Mercedes. Santiago se tropezó con una muchacha que llevaba una flor en la mano.
-¿Cuál es tu nombre?- Le preguntó.
-Me llamo Paulina.- Le contestó la muchacha.
-¿Dónde conseguiste esa flor?
-Del cementerio. Lo que pasa es que se la iba a llevar a mi madre, pero al enterarse de dónde provenía la flor me regañó porque le tiene miedo a los muertos, así que ahora voy a ponerla donde la encontré.
Santiago la acompañó. Cuando entraron al cementerio, los muertos ya habían puesto lucecitas en sus tumbas siendo todavía mayo. El pobre gato asustado de que se lo comieran guió a los jóvenes hacia donde estaba el señor Frank con la mamá de Santiago. Santiago abrazó a su madre y le dijo que si le ordenaba los muertos regresar a sus tumbas, él le devolvería la flor. Doña Mercdes aceptó con la única condición de que Santiago aceptara casarse con la joven que tomó la flor; los dos jóvenes aceptaron. Contenta, doña Mercedes le ordenó a todos los muertos regresar a sus tumbas. Los muertos obedecieron la orden.
Dos meses después, en aquella casa oscura donde se decía que los muebles se peleaban entre ellos mismos, vivía una familia muy feliz. Un par de tortolitos que se habían casado por una promesa que le hicieron a una muerta; un señor que se hizo cargo de la familia y quien esperaba un nieto de los tortolitos a quienes quería como hijos; un gato negro muy parlanchín que bailaba con los ratones a las doce p.m. y tomaba leche a las tres de la madrugada.
Mientras tanto, en el cementerio, sólo se escuchó a un muerto lanzar un rumor: «¡tal vez si me hubiera comido al gato flacuchento ese como comida navideña, se me hubiera ido el hambre que tenía antes de morir!».
FIN
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