Recuerdo Recordado

Recuerdo Recordado

Violeta Limón

21/01/2023

(Éste recomiendo leer una tarde ociosa, con un capítulo de Bonanza de fondo)

Hace un tiempo ya, existe un recoveco en el centro histórico de Hueltún (ciudad colonial, pero honrada) en el que sus alrededores se desvanecen. Como si el progreso se les hubiese robado a esas cuantas cuadras. No existen edificios, sino blocks; no hay malls, sino oscuras galerías; el único supermercado es una feria libre y dos kioscos. Incluso los autos son más rústicos, y propensos a fétidas emanaciones blancas. Si afuera es barullo, tráfico y garabatos, en este pequeño oasis es sólo olor a naftalina y comercio setentero.

A tal lugar dejé que mi memoria divagara un día de ellos, revoloteando por el aire ácido hasta aterrizar cerca de una Citroneta. Entonces, entramos juntos a una de las galerías semi-ocultas, sede oficial de exposiciones de tráfico aéreo, en la que alguna vez me comí un helado.

Con Gabriela llegamos al mesón de la heladería. En vez de esperar a que nos atendieran o encandilarnos en los colores brillantes, bajamos por un recodo a un escondrijo aún más subterráneo, anunciado por una ampolleta torcida. Allí, tres cuartas partes del espacio reducido eran ocupadas por estantes de madera, idénticos en ancho como en alto. Solo un ventanuco adornaba el lugar; monono ornamento, aunque tan tapado por vigas que oscurecía más de lo que ventilaba.

Buscábamos frutos secos. El porqué no sabría decirlo. Probablemente nada muy importante, pues acabamos llevando un desayuno de salchichas deshidratadas y un paquete de tomates dulces. En las repisas quedaron, atiborrados, una serie de productos caseros e importaciones. Estaban los pepinillos amarillos, así como las caléndulas, bolsas de chancapiedra y bolsones de choripán, glóbulos marrones, redecillas de araña y calabazas, y otro largo etcétera. Despedían un encierro de boticario, que generaba bastante interés en olfatearlos, pero similares dudas en comerlos.

—Mira, Nutella—apuntó Gabriela con amor de madre a una serie de potecitos. Los había pequeños, recipientes de supermercado; así como en enormes frascos artesanales, mezclada con plátano picado. Aunque la primera daba más confianza, era también mucho más cara.

—Mira, una ventana—fue mi respuesta. Reflexionaba ensimismado adónde podría mirar una abertura tantos metros bajo el cielo.

—Todo de acá mismo—nos sobresaltó a ambos. Era la voz de un viejo amable, escabullido por la escalera a nuestras espaldas hasta estarse diligente detrás del dispensador de jabón—De la pastelería de al lado. Fino, finito. Fino.

—Cómo le voy a pretender que no soy malo, malazo— musité para dentro, retorciéndome por los conocidos incidentes anteriores. Sonreí estítico y lo que sí dije fue:

—¿Ha estado bien el negocio? A pesar de todos los últimos eventos.

Al anciano le crujieron las costillas, compungido. El patético espectáculo y el despojo de salir luego de esa trampa comercial subterránea, nos hizo incluir a nuestra lista unas nalgas horneadas rellenas de frutilla. Nos despedimos y escapamos apresurados.

Saboreando la masa eché una ojeada furtiva a lo que había más allá de la heladería. Sombras blancas anónimas aleteando, apenas visibles, recogiendo ollas y botándolas de lado a lado. Igual que en una pantalla arcaica, la imagen se quedó pegada en interferencia, y luego distorsionada en franjas monocromáticas.

(Si empiezo a respirar más pausado me son comunes estas deformaciones visuales. Imagínatelo algo así como párrafo por medio)

—¿Qué se supone que significa eso? —Gabriela, con media nalga en la boca , a punto de salir de la galería. Sus mejillas contra los primeros rayos de luz, se me hacen una escena de western melancólico.

—Espérame un rato y te digo.

Acuclillado, me até los zapatos, en amarre parvulario.


(Al norte excluyen, devienen bólidos acerados, se des/estratifican)

Con el anochecer ya encima, nos apresuramos a correr a la única calle donde todavía pasan los buses. Como calle es poco más que una callejuela, tan poca cosa que tal vez ni pavimento tiene. Su sola gracia es que es larguísima, una sombra enorme proyectada por la luminaria. Huye al este, desvanecida en la oscuridad de los caseríos lumpen del puente, para descender gozosa en los faroles del barrio alemán. A estas alturas del ocaso, se ve envuelta en una redada de cuerpos, que trotan en todas direcciones y lanzan golpes sin miramientos; todo por un asiento, un rincón que sea en la última micro.

Nos movemos entre ellos evadiendo conflictos. Ya es muy tarde para nosotros, así que nos propusimos caminar en dirección a la casona. Entre el tumulto que nos sobrevuela veo una cara conocida que no logro ubicar. La trato de evitar a toda costa; volteo el rostro, contemplo el suelo, el cielo… En sus tonos oleosos me distraigo harto tiempo. Es que qué curioso observar el cableado eléctrico enmarañado. Sus ataduras y tentáculos se estremecen, de cuando en vez, hacia todas partes.

Me interrumpe un cuestionamiento grave, en la voz siniestra de Chico Godo:

—Yo me acuerdo de ti…

—Porfa Chico, por favor no digas nada. Venimos y nos vamos.

Igual de tarde o, al menos, inútil. Godo gritó y saltó desaforado hasta reunir a mi alrededor, en baile en espiral en torno a mi tranco firme, un cúmulo, una miríada de caras que alguna vez, en alguna parte vi, y luego elegí olvidar.

(Repiqueo en el techo de zinc que incita a correr, levantarse, abrir las cortinas, tomarse un café)

—alejandro—susurran. Pero así también Luis, Juan, Vicente, Diamela, Sebastián, Pedro, Violeta, Manuel, Luisa, Teresa, Isabel, Federico, Jorge, Alberto, Roberto, Paul, Ágata. Ágata en sus ojos hueltuninos.

—Ya poh’ muéstranos—me insiste Francisca.

Empiezo a recordar. La Francisca Morán era la escolta ideal; nunca protagonista si bien perfecta secundaria. La Luna de algún Sol, la urdimbre de la trama, las preguntas de cualquier diálogo. Vivaz y espantosamente inteligente. Alguna vez quiso ser bióloga marina, solo para terminar como veterinaria de yeguas.

Estira la mano impaciente y con sus uñas perfectamente arregladas arranca de mi cara y huesos capas y capas de pelo. Jirones de piel se pegan entre sus dedos, desgarrados por esmalte francés y acetona blanca. Yo, cada vez más desnudado.

—Miopía de adultez— se excusa, a media voz.

Ya sin poder soslayar el asunto un instante más, me vuelvo a Gabriela y tartamudeo una explicación:

—Gabi, estos eran antiguos conocidos—no recuerdo el nombre de todos, así que solo los presento como una colectividad heterogénea, mas uniformemente animada.

—Misma mierda con nuevos ceros—me responde.

La miro extrañado, aunque muy brevemente, pues Francisca recién terminó de despellejar la malla de mi piel y ahora contempla a Fafa.

(Ahora los golpes llaman a entrarse, acostarse, agarrar una manta, servirse un mate)

Fafa es el tatuaje que tengo en el plexo solar. Es una lagartija atrapada en una araña más grande, o una araña que contiene una lagartija, dependiendo quién lo vea. De cualquier manera, simboliza una sola cosa: la red que distingue entre lo que es y no real. Cuando Francisca lo empelotó, Fafa se acurrucó y le guiñó un ojo reptiliano.

—Mira. Estái distinto pero más sabio—Morán con felicidad nasal.

—Estamos todos distintos, sabios y miopes—en una mueca que quería ser cómplice.

—Todos menos Ariel, sipo’—suelta Gabi y una carcajada.

Me sacudí incómodo. Francisca guarda silencio. Ariel, una delgada hebra sensible que eligió ser persona, reacciona llorando a mares.

Entre todas, tratamos de darle algo de consuelo. Chico Godo hasta se achicharró.

Gabriela, en cambio, erguidísima, se para debajo de un nudo del alumbrado público.

(Bigote de escoba, boina y lana. Viola a la Luna llena. Reclinado de traqueteo, de adoquines)

No contenta, suelta un lamento monótono, una invocación sobrenatural . Algo de lo que sólo ella se acuerda.

— Chuletas con puré. Nadie que me quiera ver.

—Tranquilidad, Ariel. Era sólo una broma, no creo que deseara ofenderte—de mi parte a su llanto desgarrador.

—De damasco es el té. Solas y el perro que abandoné—continúa la Gabi.

—Oye, la hueona ‘e mierda —Úrsula, tormentosa y cafeinada, toca su hombro hasta que la obliga a voltearse— Vení…

—Hazla corta—le advierto. Dudo que Ariel aguantare tanta emoción en tan poco tiempo.

—…y con tu llanto culiao a puro cagarnos la onda. Así que vírate ¿ya?

—No a todos le cortan el pasto dos veces al día.

—¿Qué? — y Gabriela con ambas manos le estruja las mejillas hasta dejárselas planas. Tal fue el pretexto perfecto para un desafío a base de empujones y tropezones, que culmina en el porrazo de ambas. Yo, héroe, intento interponerme y salvar la noche. Sin embargo, ya se han cambiado de ropa y la confusión es, sencillamente, demasiada.

(Volvieron los llamados a ponerse pantalones, calentar el agua, estirar los brazos, comer tostadas)

Por sus propias ganas se separan embarradas tras algunos minutos. Úrsula se dirige a mí, ambos ojos entintados:

—A qué vení’ tú, con tu’epresión fingida. Aires de macho desesp…

Yo me defiendo como puedo:

—Oye no. Te lo juro. Yo sólo vengo por ella—Gabriela.

—Seguro te pidió alguna hu…

—Mira. Alguna vez fue un trofeo para mí. Y con algo de suerte, yo un trofeo para ella.

—Asque roso—escupe salado a mi zapato.

—Amiga, ¿estái bien? —se preocupa Francisca de Gabriela, retraída.

—Porque—es su respuesta.

—Calma, chiques, calma—Inés — Traitemos de darle solución — antes pequeña sombra, ahora serena existencial.

—Porque hay un aire cebollero…

—No ent’endo pa’ qué estái acá. Cuál es tu aporte en eta custión—mi rival e Inés me miran, directamente. Ronca, allí donde Fran es gangosa.

—…en el viento…

—Es simple— me vanaglorio de sus ambas miradas. Se ven suspicaces y con algo de desprecio. Miradas, al fin y al cabo—Sin mí, no hay diálogo. No hay palabras, solo letras.

(El repiqueteo es ahora la repetición de dos estruendos dobles de pavor, espera, estupefacción)

—Ya, pero…—Morán empieza a reclamar.

—Zuuu—Chico Godo hiperquinético.

—De nue’o venís con tu intriga petulante—me espeta la borrascosa. E Inés, ojos de pescado verde.

—La oralidad necesita un cauce. Un colador.

—…no es razón para estar tan desprovista de sentimiento.

—Hablas puras hueás. ¿Qué te hace creer que te necesita a ti?

—Y algo más…

—Yo lo apoyo. Hay veces que se pierden sonidos entre tantas íes y aías.

—Es como distinguir fruta de pescado.

—Mejor lo seguimos hablando en otra ocasión—Francisca al unísono con Gabriela.

—No me siento de humor de que vengas con semejantes arrebatos ni distorsiones—concluye Úrsula y en orden se aleja. Yo me encojo de hombros.

(Cabizbajo desolado. Cierra la funda. Cierra la puerta. Se va en un dibujo)

Tal cual, el nudo ficticio se suelta y nos compela a cada uno a seguir su camino. Se encienden dos, pronto cuatro, semáforos en rojo. Le doy el brazo a Gabriela, impávida, y recojo del suelo sus maletas. Como trae también un bolso de considerable peso le tengo que pedir ayuda a Chico Godo, leal a nuestro lado. Se echa las dos, una en cada hombro, y continuamos todos juntos.


(Espero que el lector haya recordado incorporar las interferencias, que hasta aquí han continuado. A ritmo pausado de página por medio)

En lo más lejano de su extremo oriente, a Hueltún lo viene a buscar el mar. Allí donde termina lo recibe una línea del metro, un terminal blanco de aeropuerto. Por dentro, es un bungaloo de alfil y mármol. Por debajo, encontramos un lugar ideal para sentarnos en semicírculo y turnarnos una máscara de oxígeno, La Pipa de la Paz, de agudos efectos alucinógenos.

Inés está sentada a mi lado. En su boina guarda pergaminos de próximas poesías.

—¿Quieres mostrarme una?

—No creo que haga falta.

—Podrías hacer una de un redil. Un redil de costillas desnudas que intercambian llaves.

—También podrías hacerla tú.

—Las llaves están unidas a una cerradura en su propia carne…—Mi mirada huye al cuerpo ausente de Gabriela, sentada en la fila, aunque en la mente ida. Aquí, desvaneciente, no es más que un recuerdo muy triste. Me preocupo y me alarma la sospecha de que haya sido drogada, sin previo consentimiento.

—Podría ser algo típico del litoral central—vuelvo a mi conversación con Inés, pero me ignora. Ensamblada en la máscara, sólo se dedica a soltar vapor por sus poros.

No ha terminado cuando es alzada en brazos y, sin mediar explicación alguna, oficialmente abducida por los Hombres de Uniforme Beige. La siempre calma Inés se da vuelta y lanza un escupo a uno de sus captores. Así y todo, nunca más la volvimos a ver; ni a ella, ni a sus mechones de color indefinible.

(Golpes en la puerta de mi intersticio de habitaciones, espacio de arquitectura etérea. Afuera, sólo frío)

Ajenos a esta futura desgracia, tratamos de encontrarla y salimos de la estación. La luz del cielo nos destempla en el timbre y tono de Windows 95. (Dedos arrugados sobre la pianola cálida)


Ante el mar, un ser desconocido ideó una plaza transformada en selva para separar la tierra de las aguas. En este verde verdísimo nos desplazamos hasta llegar a la entrada, como falda de cerro, del Hospital Militar. Junto al complejo residencial de lujo que lo rodea, está construido como una invasión de terracota, un cagón occidental en la jungla oriental.

Gabi empieza a cristalizar conciencia, y con sus retinas no tan transparentes, me pregunta:

—¿Mi billetera?

—Querida…—seco.

—¿Mi billetera?

—Tendría que preguntarle a Chico si la tomó con tus maletas…

Volteo a buscarlo, pero se me hace tarde. Médicos tomaron su cuerpo de mujer melancólica y por su cuenta la internaron. Estaban seguros de que mutilarle una pierna le permitiría volver a brillar.

Quedo disconforme junto a Chucho, futbolista destacado. Trata de convencerme, extasiado, que los cirujanos militares son una maravilla del continente. Cualquier expectativa corporal la procesan hasta convertirla en una abstracción compleja.

—Si no me crees, mira cómo me dejaron.

Posa en media vuelta. Me desfila su cuerpo de jugador de futbolito: piernas ínfimas, mas un pecho y cabeza pulidos y brillantes. A decir verdad, puede no sea tan malo, pero la ropa suelta en nada le favorece.

—Tiki taka.

—Espera ahora nomás. No me rechazarán de ninguna inferior—flexiona músculos y ríe eufórico.


(Foco que nos supervigila y encandila, un carrete en la calle. Soy yo: de hombre, sólo)

Sin Inés ni Gabriela, el ambiente en la estación resulta más bien fúnebre. Las mismas caras conocidas sentadas en el mismo semicírculo, ahora absortas en trabajos de investigación y proyectos de escritura.

Agarro un cuaderno y me siento junto a, la a veces vociferante, Úrsula.

—Bonito dibujo.

—No es ningún dibujo. Es mi tesis. La tortura del limbo de ser un personaje moderno.

—Parece más novela—me voy ausente, meditando el infinito.

Empiezo a garabatear el primer borrador de una carta a Gabi. Consiste en un capítulo novelesco, en el que su protagonista intenta colar recuerdos, notas al pie y fonemas de lo que es su realidad. Aunque luego no es su realidad sino solamente lo que tiene ganas de narrar.

Y no estoy seguro qué es lo que quiere narrar, así que me quedo cavilando, ignorado por el resto. Mis pensamientos pasan por la pierna amputada de Gabriela y se inflan sobre mi cabeza. Cuando pronto revientan me decido a levantarme e ir a buscarla. A lo mejor todavía la tienen bien cuidada, y pueda hacer de ella un molde, o un sustituto de plástico de buena calidad y conexión Wifi. De vuelta a los blocks de arcilla.

Pez tropical                                                                    

                                medio espiral

De cerca ya no parecen tan modernos ni pulcros, hasta sus uniformados de beige se ven pálidos. Pareciese que intimidan sólo en contraste de la selva hueltunina y su mar. Yo busco a Gabriela y yo mismo la encuentro: el cuerpo todo desollado, debidamente mutilado y clasificado en una mesa de operaciones al aire libre. Sus carnes diseccionadas transitan de un cajón a otro, así que procuro ni respirar siquiera, para no contaminarlas.

Los Hombres sin Nombre se pasean como si nada. Me intento dirigir a ellos, con señas o miradas, pero no me toman en cuenta. Me enredan en su transitar y me dejan en un rincón, lejos de ella y todas las demás operadas. En mi mano depositan una malla de nervios de plástico perfectamente diseñada, tal vez, un intento macabro de animarme. Solo logra hacerme llorar, impotente y desesperado.

(Me miro en el espejo del baño. Mi reflejo y yo, solas y mal iluminadas. Cantamos desgarradas)

Tras los casilleros infinitos e inhumanos que me flanquean, se muestra, de súbito, una figura. La tímida luz me presenta el físico formadísimo de una gran estrella de Hollywood. Es un galán que, actuando de cirujano, me pregunta cuál es el problema. Al informarse:

—tragédie­—se lamenta.

Lo observo con desgano y lo noto cubierto en lonjas. Se encuentran descoloridas, eso sí, quizás vencidas. Se remueve una del mentón y se abanica con su mano. Le echo también una mirada subrepticia a la entrepierna, que no es más que un bistec rojo brillante.

—Espero que la dejen como a ti y no sea sólo buen trabajo de maquillaje.

Coqueto, se dobla y me dice:

—Te ruego que no me molestes. El ruido no me deja trabajar.

Vocaliza mi camino fuera hasta el despacho del médico general. Él, es rubio y enfermizo. En lo absoluto como Rufus. Cuando le doy cuenta de la situación, se escandaliza:

—¿Mutilarle una pierna? ¡Terrible! ¿Mutilarle la pierna? ¡No, no! ¡Debían matarla!

(Chucho tañe ¾ de violín psicótico)

Lo miro en sorpresa y ya todo se transforma. El galeno descarado, a quien sujeto mientras golpeo, experimenta una metamorfosis a mi fiel reflejo, un hombre con espejo por cara. El actor callado a mi lado revela, tras sus tajadas de carne, las costillas desvaídas de una mala narradora, andrajosa y algo pulguienta. Me toma de la espalda y me bota al suelo sin mayor esfuerzo.

—Te explico—el exdoctor, sombra maquiavélica— Con Violeta acá crearemos la historia más metamodernista, la más descabellada invención que se haya leído por estos lugares. Descuartizar a la prisionera y exhibirla es parte importante de ello.

—No veo la conexión—contesto.

—¡Es un acto de rebeldía pura! ¿Qué más rebelde y revolucionario que el cuerpo de una mujer faenada?

—Me parece más bien la trama de Avengers 10 —replica Fafa, grave, a mis espaldas. (Tal vez, una referencia cinematográfica más adecuada sería Pat Garrett & Billy the Kid, el excelso neowestern de Sam Peckinpah)

Se agitan inquietos. Discuten. Aseguran rabiosos que no, que la violencia es un hecho novedoso, que la represión corporal es el invento chino del momento. Decaen, bajo la fuerza de la costumbre. Al final, se funden en una pintura al óleo, cielos rojos y naranjos en caída diagonal. Horizontales, junto a mi retrato, la figura de blanco y púrpura del Metadoctor y verde con borgoña de la Mala Narradora. Se estiran como si quisieran coger algo, algo que Fafa no alcanzó o no quiso dibujar. (La caída de Constantinopla, óleo sobre tela, 60 x 120. Ahora imaginario suspendido sobre el propio texto, compás de este lenguaje. El precio, por interno)

Gabriela se levanta de su camilla, tambaleante.

—Podría ser tan fiel como un caballito de mar— le prometo y le tomo la mano. A cambio, nada dice — Si fueras bióloga marina, sabrías que tan buena frase fue—en un suspiro.

—Simplemente pasa.

Quedamos ambos en silencio, quizás entendiendo que hablábamos a ritmos distintos, o tratando de elucubrar como habíamos llegado de una galería setentera a un lugar tan estéril.

Qué pasa— alcanzo, meramente, a pensar.

—Llega un momento en que tu corazón muere.


(Vuelve el golpeteo que incita a prender la tele, dibujar en un vidrio, ensoñar madera, especular gotas. Pronto, calla para siempre)

En el juego de un recuerdo recordado, reconstruimos la idea de una hamburguesa fuera de la trampa subterránea, a la vista todavía del mesón de la heladería. El principio de este capítulo, ya no entre nosotros, pero ella observaba.

—Creo que era tu papá…—comentó Gabriela.

—Recuerdo una fiesta electrónica coreana. Yo creo que era una corista.

Continuamos. Cuando se fue mi acompañante, llegaste desde sus espaldas y me ayudaste a sorbetear la Báltica. Las multiplicaste, en tu divinidad sonriente. Son 2, 3 y luego 45. Tantas que tuvimos que dejarlas bajo custodia. Elegimos a Muhammad, asceta convertido en youtuber. Prometió darles un buen uso.

Seguimos en la búsqueda de salchichas; pero de verdad, no deshidratadas. Nuestros pasos nos llevaron a Augswürde, centro del elitismo hueltunino. Es colonia de pensadores incorpóreos que de tanto tejer la geometría etérea de sus neuronas, lograron desmaterializar toda pretensión de ontología objetivada. (Segmentaron su cuerpo en cuerpos diversos y comprendieron sentidos y tratos exactos) Ahora, fabrican embutidos y explotan trabajadores.

Me robé un paquete de vienesas, aprovechando que la recepcionista se pintaba las uñas y jalaba oxígeno pastoso. A pesar de todo el lujo de Augswürde, parece no ser más que una guarida subterránea. Me escabullí a través de un intersticio, trampillas ascendentes que me obligaron a arrastrarme, siempre al este y fin de esa escalera. Los Hombres de Beige me miraron afectuosos y aplaudieron en sus rostros vacíos. Era el día de la Colonización Alemana, y consideraban mi escape performático un digno homenaje. (Lo celebran el 18 de Abril, una noche de playa hippie que culmina en la metamorfosis a tipografías abstractas)

Tú esperabas en el otro extremo. Junto a ti, un grupúsculo homogéneo de rubias momificadas y cosacos conversaba animoso. Pelayo los lideraba a todos, anciano socrático de rizos abundantes.

—Dignos contertulios. Es mi gran homenaje convidarlos a mi taller de historia personalizada—hizo una pausa y escudriñó por alguna reacción—Un viaje por los siglos de nuestro país, según lo que yo mismo he visto e imaginado—una reverencia.

­—Yo quiero—aseguraste animosa.

—Está bien, está bien. ¿Pero no eras tú la comunista #5 de capitalismoneoliberal.cl* ?

(*página web de horrendo diseño gráfico, aunque excelente identificadora de subversivos. Teje denuncias ciudadanas a partir de fotos añejas y revueltas en las nubes)

—Bueno, el que esté libre de funa que tire la primera piedra— fue tu réplica.

Risas generales.

—No como esos lolos…—quiso continuar el chiste una nariz larga.

—Cállese señora—le respondiste y la correteaste con una piedra.

Por ti, nuevamente solos. Nos devolvieron nuestros pasos a una plaza larga, cerca del Hospital, aunque antes de que troque en humedal inhóspito. Muhammad había reducido cervezas y multiplicado acompañantes. Nos invitó con un ademán de su brazo benévolo.

Yo sorbeteé una Báltica con pasto, tú devoraste un vino con yupi multicolor. Un ratón me preguntó la hora y le di fuego. Terminamos el relato en simetría.


(Celular que chispea pero no alcanza a encender)

—Todavía no entiendo cómo volvimos al centro de Hueltún—comenta Gabriela.

No termino de pensar en cómo responderle, cuando me interrumpen:

—¿Sabes qué es lo peor que puedes ser? —estalla Chico Godo a sus espaldas.

—¿Swinger?

—No. Chico.

—No es tan bueno como lo pintan—admite Gabi.

Siento que me quedo fuera y, antes que mi vista borrosa se transforme en mostaza perpetua, alcanzo a comentar:

—¿Sabes qué? Tienes razón Godo. Perdón por haberte levantado y cargado como muñeco.

No contesta. Su bigote mexicano, en cambio, me mira con atónito descreimiento.

(Estremecimiento telefónico y submarino. Se desvanece en la noche, de 8-bit estrellada)

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