Fausto Rossi” Escrito en negritas. Es el único contenido del email que acaba de abrir el Señor Fausto Rossi, encargado cargar la nómina diaria de “personal en suspenso”

El señor Rossi lleva ya varios años transcribiendo día a día la lista con todos los nombres que le llegan por el email interno. Sentado en su cubículo de melamina, con una computadora de los años dos mil y una impresora, entre decenas de otros cubículos idénticamente equipados que se hunden en el zumbido interminable de los teclados en la ocre inmensidad de La Oficina.

Cada vez que llega un email, Fausto lo abre sin dejar pasar un segundo. Todos tiene el mismo formato; “Andrés Damico” “Estela de Damico”, solo un nombre en negritas. Fausto los transcribe a un nuevo documento con forma de tabla. Un nombre debajo del otro en simple orden de llegada. Nada más.

Casi siempre son nombres absolutamente desconocidos para él, solo dos pequeños grupos de letras encabezadas por una mayúscula que no le significan nada. Cuando los nombres si le suenan familiares, piensa “no es mi trabajo decidir quién entra a la nómina”, y continúa presionando las teclas. Hasta treinta nombres por página, unas cien páginas por jornada.

—Sea eficiente y correcto en su trabajo y verá las recompensas más temprano que tarde señor Rossi­ Eso le dijo el Encargado de Piso el día que comenzó en La Oficina, después de informarle de las funciones que le correspondían y las reglas del establecimiento;

—Cuando llega un mail con un nombre usted lo transcribe al procesador de texto en una tabla, en una tabla ¿Me entendió?

—Si Señor.

—Los nombres los transcribe por orden de llegada, nada de ponerse creativo ¿estamos claros?

—Por supuesto, entiendo.

—El encabezado de la tabla tiene que decir Personal en suspenso ¿me entiende Rossi?

—Entiendo Señor.

— Cuando complete treinta nombres, usted imprime la lista, y la deja en el canasto que está en la parte de afuera de su cubículo ¿Me entendió?

— Si señor lo entendí.

—Eso vamos a ver, y acuérdese que eso es todo lo que tiene que hacer, nada más.

— Sí señor, nada.

— Y definitivamente nunca entre por la puerta verde.

— La puerta verde, nunca, perfecto.

—Su labor es importante, quizá el segundo más importante en La Oficina, El Conductor confía en usted ¡Siéntase orgulloso Rossi!

Rossi no entendía del todo por qué su trabajo era tan importante, pero si El Conductor confiaba en él, él confiaría en El Conductor. Tampoco sabía a qué puerta verde se refería el Encargado de Piso, no la había visto aún, pero un solo día tardó en descubrirlo. Cuando depositaba la lista impresa en el canasto, minutos después la puerta al final del pasillo se abría, y desde allí hasta su cubículo caminaba un cadete, no siempre el mismo, pero si siempre igual; delgado, con la cabeza rapada hace dos o tres días, la cara llena de granos y algunos vellos erráticos, metido en un uniforme en el que podría entrar dos veces. Sin saludar ni cruzar miradas el cadete toma la hoja con los treinta nombres escritos, los lee rápidamente y sigue caminado indiferente por el largo pasillo hasta salir por la puerta verde. Fausto no sabe ni imagina a dónde se lleva las hojas con treinta nombres impresos, su trabajo es solo trascribir e imprimir.

Nadie en la oficina hace absolutamente nada que no sea su trabajo, cada funcionario de cada cubículo tuvo oportunamente su charla con el Encargado de Piso y conoce exactamente cuál es su función, y no es función de ninguno conocer las funciones de los demás. Para Rossi eso significa siempre limitarse a esperar la llegada del siguiente email, trascribir el nombre, volver a esperar, y así hasta completar treinta nombres. ¿Cuál es la función de los demás funcionarios en los otros cubículos?, ¿qué hay tras la puerta verde? son misterios para Rossi, o más bien, serían un misterio si a él le importara o sintiera alguna curiosidad.

El Señor Fausto se aplica a su tarea. Está orgulloso de su virtuosa aptitud para la mecanografía; sabe que puede transcribir sesenta palabras de corrido en menos de un minuto sin despegar los ojos de la pantalla. Entrena esta habilidad a diario, se mantiene en vela hasta altas horas de la noche escribiendo nombres que se inventa, pero en su casa, no en la oficina. En la oficina solo transcribe los nombres que le llegan por el email.

Fausto Rossi” dice el email que acaba de abrir el señor Fausto Rossi. Mecánicamente transcribe las once letras que dan forma a su propio nombre. Es el primero del día, el primero en la lista. Fausto Rossi lee “Fausto Rossi”. La confusión lo aturde.

“¿Cuántas personas pueden llamarse Fausto Rossi en este país?” se pregunta. Revisa cuidadosamente la ortografía del nombre; “No es lo mismo Rossi que Rosi o Rozi, tal vez solo por la costumbre pude haber escrito mi propio nombre”. Se dice a sí mismo que pudo haber cometido un error. Pero el señor Rossi sabe que no se equivoca nunca, miles de nombres han pasado por su teclado y jamás realizó una sola transcripción incorrecta. Lo confirma observando el ostentoso diploma enmarcado en madera que decora su cubículo; en aquellas letras doradas de estilo gótico lee “Al señor Fausto Rossi por su perfecta e impoluta labor”. La vista de Rossi se detiene en la firma de El Conductor, hecha a mano de su propio puño y letra. Ese elegante trazo le confirma su infalibilidad y por un segundo se olvida de su confusión sedado por su pequeño orgullo.

“¿Entonces por qué aparezco ahora en la nómina de personal en suspenso?” No logra dar con una respuesta que lo calme. Llega un email. “Diego Pereira”. Transcribe: Diego Pereira. Fausto por primera vez piensa en su tarea, su trabajo no es pensar, sino transcribir.

Rossi se sujeta de su silla intentando no desplomarse. Respira profundamente y por primera vez siente el aroma a tabaco que se esconde tras el desinfectante genérico que inunda La Oficina. Apoya con fuerza sus zapatos lustrosos en el parquet viejo y gastado. Trata de pensar con algo de claridad, pero ve en la esquina inferior izquierda de su monitor la notificación de un nuevo email, y no puede evitar abrirlo y transcribir el nombre.

“Capaz que fue un error de alguien más. Claramente no todos en la oficina pueden tener una perfecta e impoluta labor. ¡No! ¡No puede ser que solo yo, Fausto Rossi sea infalible en mi trabajo! Indudablemente qué hayan enviado mi nombre no es un error, en esta oficina no se cometen errores, los errores se cometen fuera de la oficina, y entonces termina uno en la nómina. Pero ¿cuál fue mi error? ¿Y qué va a pasar ahora? Si tengo que imprimir la nómina, y el cadete se lleva mi nombre ¿es entonces que paso a suspenso? ¿o paso a suspenso sin necesidad de que se lleven la lista y mi función es solo llevar la cuenta de los suspendidos? ¿Puedo acaso borrar mi nombre de la lista, y ya no ser suspendido?”

Este último pensamiento lo molestó hasta el punto de revolverle el estómago. Quitar un nombre, fallar en su trabajo lo incomodaba aún más que aparecer en su lista.

“Por supuesto que puedo borrarlo ¿qué más da si ya me pasaron a suspenso?” trata de convencerse a sí mismo, pero su voluntad no logra ser tan fuerte como el hábito, así que su nombre sigue ahí, primero en la lista. Mientras siguen llegando los emails, el señor Rossi sigue tecleando las letras de esos nombres y la tabla se va completando lentamente. “¿Y si no imprimo la lista? No, eso ni pensarlo, capaz cuando llegué el cadete me suspende acá mismo en frente de todos, y todos van a ver como mi labor no fue perfecta ni impoluta”.

Las once letras que forman su nombre siguen en la primera línea. El señor Fausto lleva en su mente la cuenta regresiva de los nombres que faltan para completar la lista de treinta. Ahora mismo solo restan cinco lugares. “Marianela Flores” Dice el email que acaba de llegar. “Marinela flores” transcribe Rossi. Respira hondo, se seca una pequeña gota de sudor de la frente, extiende los dedos y lográ por n instante controlar el temblor. Corrige el nombre. Borra el suyo.

Cuatro emails después la nómina ya está impresa y esperando en el canasto. El cadete llega dos minutos después. Toma la hoja y lee cada uno de los treinta nombres, deteniendo su vista particularmente en el que cierra la lista. Toma del bolsillo de su camisa un papel doblado en cuatro, lo despliega, revisa y compara ambas hojas de papel.

Por primera vez en años el cadete le dirige la mirada. Rossi disimula; abre un email viejo y transcribe el nombre a una nueva lista, no despega sus ojos de la pantalla hasta que nota que el cadete se va caminando por el pasillo. Él lo sigue con la mirada mientras se acerca a la puerta verde, pero esta vez se detiene, vuelve a doblar su hoja de papel y a guardarla, del mismo bolsillo saca una pequeña libreta en la que anota algo mientras regresa la mirada hacia el escritorio de Rossi. Antes de cerrar tras de él la puerta verde mueve la cabeza de un lado a otro en un gesto entre decepción y rechazo.

El Señor Fausto Rossi sabe que su flaqueza fue descubierta. Intuye que la clave de su futuro está tras aquella puerta prohibida, así que dándolo todo por perdido, se arma de valor, sale de su cubículo, sigilosamente y a gatas, recorre todo aquel pasillo que se revela casi infinito a los ojos de Rossi. Finalmente se topa al final del camino con la puerta verde, conteniendo la respiración se pone de pie y empuja con lentitud la puerta que se deja abrir insonora, sin alterar el eterno zumbido de los teclados de La Oficina. Tras el umbral como un espejismo Rossi siente el mismo aroma a tabaco y desinfectante para luego ver el pasillo prolongarse entre decenas de cubículos de melamina idénticos dentro de la inmensa ocredad de La Oficina hasta terminar en una puerta verde. Avanzando por ese corredor ve al cadete detenerse en un cubículo, quitar una hoja de su libreta y dejarla en el escritorio, para luego seguir por el pasillo.

Rossi, convencido de que nadie notará su presencia, continua por el pasillo muy despacio per aun totalmente de pie, se acerca al cubículo y logra ver colgado en su pared un diploma enmarcado en madera en el que alcanza a leer en letras de estilo gótico “por su perfecta e impoluta labor” con una firma de puño y letra del Conductor. Se acerca un poco más y detrás de aquel funcionario desconocido logra ver en la pantalla de la computadora, una tabla de nombres con el encabezado “Nomina de derivaciones”. El último nombre de la lista es Fausto Rossi. Aquel funcionario transcribe las once letras del nombre a un email y dá click en el botón enviar.

Una extraña certeza surge repentinamente en la mente de Rossi. Respira profundo y siente un alivio como nunca antes había sentido. Vuelve sigilosamente a su cubículo, se sienta frente a su computadora.

“Fausto Rossi” Escrito en negritas. Es el único contenido del email que acaba de abrir el Señor Fausto Rossi, encargado cargar la nómina diaria de “personal en suspenso”.

Mecánicamente transcribe las once letras que dan forma a su propio nombre. El alivio se convierte en un pesar como nunca antes sintió.

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