Caminando por el estrecho callejón del insólito «Pueblo de las Brujas» -situado en tierras manchegas- encontré al fin la puerta número trece. En su interior me esperaba no una, si no cuatro brujas preparando su próximo aquelarre.
La casa era oscura y fría. Allí y no en otro lugar, me disponía a saciar mi sed de conocimiento. Mi maestra, llamada por todas «La Larga», estudiaba detenidamente las obras prohibidas de nuestros ancestros.
Ella era una mujer centenaria, vieja como el olivo del pueblo y arrugada como una pasa podrida. Pergaminos y libros antiguos que nos aportarían la sabiduría máxima para manejar nuestro mundo natural con soltura y a nuestra voluntad, se amontonaban sobre la mesa de madera de pino.
Para una joven muchacha como yo, adentrarme en ese mundo me excitaba de tal manera que mi mente reproducía imágenes de lo más oscuras. Podría bailar con el diablo a la luz de la hoguera, mientras mis hermanas practicasen sexo impuro con los faunos del monte. Conocería secretos arcanos que la inquisición teme revelar. Castigaría a aquellos hombres que abusaron de mí en los lavaderos del pueblo hace unos años. Les convertiría en ratas, para que mi gato Bigotes, les diese caza. Mi venganza no tendría límites. Las almas de esas pobres criaturas sufrirían eternamente.
En este antro y en secreto, cumpliríamos nuestra misión. Adoraríamos a Satán y él nos haría poderosas e invencibles.
Tres de mis hermanas se acercaron a mí. Una de ellas me acarició el muslo suavemente. Las otras dos, comenzaron a rasgarme la ropa para dejarme desnuda en pocos segundos. No hice nada, deje que ellas hicieran lo que tenían que hacer. Era una prueba, estaba lista.
Poco a poco me introdujeron en un gran caldero. La temperatura subía. Me mantenía quieta a esperas de que La Larga me diese instrucciones.
El tiempo pasaba y notaba cada vez más como el calor aumentaba, me quemaba y a nadie parecía importarle.
De acuerdo, estaba siendo asada viva, no sería una de ellas, sino uno de sus sacrificios.
¡Malditas brujas pellejas!
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