El otoño avanza con pasos pesados y el día se muestra gris y frío. Las nubes cubren el cielo y los restos de una macilenta lluvia hacen brillar el charol negro del asfalto y el charol negro de las almas en pena. Una vez más, me encamino hacia ese barrio de Malasaña de Madrid, donde en tantas ocasiones han requerido mi presencia, bien sea para contactar con seres queridos del más allá, para encontrar tesoros ocultos o para librarse de presencias negativas que hacen la vida imposible. Estoy haciendo un recorrido a pie, con tranquilidad y sosiego, desde la Calle del Caballero de Gracia, donde vivo, hasta la casa que voy a visitar. Camino sin pensar, a través de la Red de San Luis, la Calle del Desengaño y la calle de la Luna, para desembocar en la Calle de San Bernardo. A medida que me acerco a mi destino, mi corazón comienza a latir con más intensidad y percibo mis sentidos con esa cualidad tan especial, que me atrae y me causa miedo; un estado contradictorio entre el sonambulismo y la vigilia más diáfana; entre la alucinación y la lucidez más pasmosa. Dejo de sentir mis pies, pero todas las células de mi cuerpo están tan sensibles como si el mundo físico hubiera dejado de existir, para dar paso a otra dimensión en la que el tiempo y el espacio se confunden. Me encuentro ante el número 3 de la Calle de Antonio Grilo. Observo el panel de timbres y me quedo ensimismada por un momento. Pulso el piso 3º B. El ascenso renquea entre quejidos lastimeros y espasmos articulares que no presagian nada bueno. Me abre la puerta una mujer de edad indefinida, con el rostro enjuto de sufrimiento y de dolor, de días y noches sin dormir. - Buenos días, soy Engracia Valcárcel. - Pase usted, doña Engracia, soy Adela Ruiz, la persona que la llamó por teléfono. Cruzo el umbral y una bofetada de maldad se estrella contra mi rostro, haciéndome tambalear. EL interior de la casa está en penumbra, despidiendo un olor a muebles cerrados y alfombras macilentas, a búcaros petrificados y cortinas ensimismadas. Adela me conduce a un salón, donde me esperan Pilar, Trini, Bartolomé y Alfonso, sus cuatro hermanos. Todos ellos me hacen sentir la misma impresión que me produjo Adela: sufrimiento, dolor, horas de insomnio. Les pido que nos sentemos alrededor de la mesa. Adela me relata, entre sollozos contenidos y contención mal disimulada, el problema que les embarga y les amarga la vida. Los cuatro hermanos han vivido desde pequeños en el mismo domicilio. Siguen solteros porque nadie del mundo exterior les ha interesado. Adela cuenta que su padre falleció el 1 de mayo de 1962. Dueño de una sastrería en plena Gran Vía, el solo alquiler de ese enorme local a una cadena de modas de actualidad, les permite vivir a los cinco hijos con un relativo desahogo, sin caer en despilfarros y con una política de austeridad. Apenas hablan entre ellos y cada uno vive una vida de eremita, encerrados en sus respectivas habitaciones. Adela tiembla de miedo, mientras me habla de la presencia maligna que habita en el edificio y que no les ha abandonado desde el momento en el que nacieron. Por primera vez, Alfonso interrumpe el monólogo de su hermana Adela: - Mire usted, doña Engracia, esta calle de Antonio Grilo ha estado maldita desde hace muchos años. Sepa usted que, en 1776, cuando se llamaba la Calle de la Beatas, un hombre apareció apuñalado en plena calle. El asesino a sueldo era un mandado de un clérigo de la Iglesia de San Martín que se había liado con una muchacha de este edificio y que había sido amenazado por el asesinado en descubrir todo el pastel. El asesino y el cura fueron procesados y condenados a muerte, aunque el mismo Rey Carlos III indultó en el último momento al sacerdote. Ya sabe usted, doña Engracia lo que ha sido siempre la Iglesia en este país. “El 1 de mayo de 1962, el 1 de mayo de 1962”, esa fecha no dejaba de retumbar en mi cabeza desde que Adela me había hablado del día del fallecimiento de su padre. Alfonso continuó con su desgranar de historias tétricas acaecidas en el edifico y aledaños. - En 1881, se produjo otro intento de asesinato. En esta ocasión la destinataria de la cuita mortal era una tal Carlota Pereira, separada de su marido, que no soportaba tamaña afrenta y vergüenza pública. Ni qué decir tiene, doña Engracia, que el marido era un ser de la peor calaña, pero que se libró de la horca por sus relaciones con políticos importantes. - En el año 1945, unos ladrones asesinaron al camisero del 1º A en el vestíbulo de entrada, donde fue encontrado con un mechón de pelo en la mano. - En el 2º B, una jovencísima madre soltera mató sádicamente a su bebé en 1964 para limpiar su deshonra, escondiendo su cadáver en un cajón del armario. Sin hablar de las decenas de fetos humanos encontrados en las cuevas del número 9, cuando se realizaban obras de reparación del alcantarillado, provenientes de la clínica de abortos clandestinos que hubo tras la guerra civil. Ya sabe usted, doña Engracia, que cuando hay hambruna y miseria, la llegada de un nuevo hijo al mundo es más una desgraciada noticia que un motivo de regocijo. - He leído (prosiguió Alfonso) que el origen de todos los males que torturan a esta calle, proviene de que en estos terrenos se levantan sobre un terreno que en 1574 ocupaba el cementerio del Beaterío de Santa Catalina de Siena. Cuando se construyeron todos los edificios de esta calle, se importunó de malas maneras el eterno descanso de los enterrados, sin realizar ningún acto sacramental y sin rezar ni un triste responso. Y, ya sabe usted doña Engracia, que los muertos para estas cosas son muy mirados. “El 1 de mayo de 1962, el 1 de mayo de 1962”, martilleaba en mi cerebro sin cesar. Me encontraba mal. Un sudor frío perlaba mi frente y una sensación de nausea me arrancaba el estómago. No estaba en condiciones de seguir con aquella reunión, ni mucho menos de ayudar a aquellos cinco desdichados hermanos, cuya vida había sido un sinvivir. Cuando los observaba disimuladamente, sus rostros se desdibujaban entre brumas de lágrimas, y sus cuerpos exhalaban un aroma de derrota y desapego que estremecían mi alma. Me disculpé como pude y les informé de mi interés en preparar detalladamente la próxima sesión que realizaríamos todos juntos, prometiendo ayudarles en todo lo posible. Cuando volví a pisar la Calle San Bernardo, respiré profundamente y aspiré aquel oxígeno que había dejado de respirar desde que pisé aquel edificio. Al llegar a mi domicilio, me dirigí a mi ordenador y tecleé en Google: “1 de mayo de 1962 Calle Antonio Grilo Madrid”. “El primero de mayo de 1962, José María Ruiz Martínez, padre de familia del piso 3ºB del número 3 de la Calle Antonio Grilo de Madrid, y dueño de una importante sastrería en la Gran Vía de esta ciudad, mató a sus cinco hijos, Adela, Pilar, Trini, Bartolomé y Alfonso, y a su mujer María del Pilar, antes de pegarse un tiro. Dijo haber oído unas voces que le guiaron hacia el atroz crimen. Las armas fueron un martillo y un cuchillo y, para colmo de lo tétrico, enseñó los cadáveres por el balcón gritando que les había matado, antes de quitarse la vida”.
OPINIONES Y COMENTARIOS