EZEQUIEL Y LA SOMBRA
“Dedicado a todos los maestros del terror clásico, a los que admiro y con los que disfruto”.
A.G.Lázaro 2012 (Norman Castaway)
Todas las noches veo una Sombra, erguida en el hueco de la puerta de mi dormitorio. Sus ojos fijos se recortan contra la oscuridad del pasillo y me miran, como si yo fuese transparente igual que el agua; como si traspasada mi carne, vieran algo que ignoro en mi interior… algo más íntimo y profundo que mis órganos o mi sangre.
Siempre he sido un tipo incrédulo; solo lo tangible, lo que mis sentidos perciben con claridad y conscientemente es lo que he considerado como realidad. Sin embargo la Sombra está ahí todas las noches, plantada firme como un puntual centinela haciendo su turno de guardia… y yo puedo verla y olerla; con ese olor arcaico y esos ojos blancos como la nada… Por eso creo en ella… sé que es real.
La Sombra ninguna noche dice nada. No lo necesita. Es indudable que espera, con la fría pasividad de aquel que está más allá del espacio y del tiempo. Mi existencia no representa para ella nada en absoluto: su actitud lo demuestra… Solo cumple un cometido. Es la consecuencia final de una historia; es el vigilante y el recolector que se lleva las almas una vez la Moira Átropos ha cortado el hilo… se las lleva al vacío que las engendró; y yo, con esta certeza madurada desde que empecé a verla; desde que la enfermedad me asaltó y me postró en esta cama, recito todas las noches la misma oración: “Si la Sombra ha venido, si el pastor de almas visita mi casa, quiere decir, sin duda, que dentro de mi hay un ánima“.
Su visita nocturna casi me consuela: el dolor no me deja dormir. Mi cuerpo consumido y débil se ha vuelto uno con las sábanas. Soy un hombre de alambre envuelto en trapos que hace tiempo no se lavan; soy un suspiro apagado bajo una amarillenta mortaja.
Cuando llega la Sombra le saludo; le doy las buenas noches en un susurro, no tengo fuerzas para alzar más la voz. Aunque estoy enfermo no tengo por qué ser descortés. Pero la Sombra nunca contesta a mi saludo, sigue plasmada en el rectángulo negro de la puerta, con su mirada sin parpadeo y su paciente espera.
Esta noche me encuentro bien, no siento dolor alguno; incluso mis músculos, reducidos a la mínima expresión, parecen responder a mis nervios con algo más de eficiencia. Faltan unos minutos para que llegue mi visitante obscuro, lo sé por el desvencijado reloj de cuerda que tengo sobre la mesilla; su tic-tac es la única música que acompaña mis días, y darle cuerda, es una de las pocas actividades que desde mi lecho puedo hacer. Intento mover las piernas. Con lentitud decrepita, me levanto crujiendo las articulaciones hasta que mi cuerpo queda sentado en la orilla de la cama. Miro en derredor… el paisaje de cosas que se amontonan por la estancia: los libros releídos cientos de veces, la ropa polvorienta y de color “isabelino”, algunas fotos viejas de gente que ya no me importa y a la que ya no le importo yo. Mi boca se esfuerza en ejecutar una sonrisa, y, tras ella, mi atención se dirige de nuevo hacia el reloj y después a la puerta. Justo cuando las manecillas descascarilladas marcan las doce, se moldea la forma conocida que me ha acompañado estas últimas noches; aparece bajo el dintel de la puerta como amasada con un trozo de penumbra. Algo en sus ojos inertes parece distinto. Sigo sonriendo mientras la observo, y la Sombra, como tendiendo un puente hacia mi vacua sonrisa, extiende una mano huesuda y alargada; la hace emerger sinuosa, desde la negrura, invadiendo la mortecina luz del cuarto. Cuando la mano se detiene cerca de mí, se da la vuelta y comienza a abrirse como una flor espectral, revelando una palma acecinada, y a este acto revelador le sucede una voz que es más bien un eco, compuesto por palabras que parecen dichas desde un universo ajeno: “Ven conmigo…”
La sonrisa boba sigue en mi rostro, y hago viajar mi insignificante mano, como la paloma sin miedo que se lanza a besar a un águila. Por un momento la paloma parece más un insecto, y los dedos de la Sombra se cierran con la inexorabilidad de una Venus atrapamoscas. Su contacto me transmite un frío inmenso que sobrecoge, pero sorprendentemente no me resulta molesto, al contario, todo mi ser se atesta de una energía extraña, helada; es como si me hubiese entrado en el corazón todo el poder del invierno, como si mi escaso calor vital escapara de mí siendo sustituido por otra esencia simplemente distinta…
“Ven conmigo…”, repite el eco… Y yo me levanto, carente de todo sentimiento de temor, sin dolor, como ajeno a todo sufrimiento o apego por este mundo y lo que contiene; este mundo en el que aún estoy.
Cogido de su mano soy un ignorante, un inexperto dando los primeros pasos hacia lo incierto… pero antes de atravesar la frontera que representa la línea de la puerta, esa modesta línea que separa la luz de las tinieblas, echo un último vistazo a mi habitación y al lecho que alberga; me despido del despojo que allí yace con los ojos y la boca abiertos y después… tras la Sombra, tranquilo, desaparezco…
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