Esta vez es distinto. Esta vez no pudo correr. Primero fue el estruendo, luego el impacto en el cuello y finalmente caer al suelo. No logra comprender qué está pasando. Conoce todos los sonidos del bosque, son para él sus compañeros de juego, los escucha con atención y se afana en la tarea de encontrarlos a todos, ocultos tras sus ecos. Por eso sabe que el bramido que escuchó no fue un trueno, los truenos se esconden en el cielo y al rugir traen agua desde las nubes. El estallido tuvo que ser otra cosa. La osamenta le pesa por primera vez en su vida. El sabe que es un ciervo joven y fuerte, nada debería impedirle levantarse del suelo y echar a correr. Pero no puede, y no comprende por qué.

La bala le entró por el cuello lesionando músculos, arterias y vértebras. Un tiro certero, le quedan pocos minutos de vida. El ciervo muere y no comprende por qué. El ciervo muere, lo presiente.

Jadea en busca de aire. Piensa en su amado bosque, en el rocío que lo cubre todo con su fina seda húmeda por las mañanas, en las noches de luna llena, en el arroyo y la hierba fresca. El ciervo muere y no comprende por qué. El miedo lo paraliza, una fiebre helada va apagando poco a poco su cuerpo. Inhala por última vez y con esa inspiración todo el bosque ingresa en él. La suma de todos los aromas es el bosque que ahora se descarga en la mente del ciervo. Puede ver como nace un pino frente a sus ojos, lo ve crecer en un instante. Lleva en sus ramas todas las aves, todos los sonidos, toda la nieve y todos los soles que alguna vez tuvo y tendrá. Continúa inmerso en esa última bocanada de aire que ahora es el río caudaloso, lleno de vida, que cae desde la cima de la montaña alimentando a todos los seres del bosque. Cada molécula de aire que ingresa por sus fosas nasales es una estrella brillando en el cielo, y todas juntas son la luna llena que mira tiernamente al ciervo que ahora se incorpora y corre hasta perderse en el bosque.

Aquí, de este lado, el ciervo muere y no comprende por qué.

Mario Polverigiani

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