Siempre he querido conocerte. Toda la vida. Han existido muchos momentos en los que creo que me acerqué a ti. Quizás hasta te roce de causalidad. Una noche, al aire libre, escuchando el sonido de los árboles que se remecían por el viento. Creo que te rocé con el codo derecho cuando retrocedías para evitar que ese perro blanco se te acercara. ¿Te acuerdas? En el parque de Aucalá. Fue uno de esos roces de los que ni te das cuenta hasta ocho años después cuando- en otra noche de ventarrones- te sientas sobre un sillón de terciopelo azul con la cabeza ardiendo de nostalgia y llega tal recuerdo a tu mente. En realidad sí nos conocimos.
Aunque ahora que lo pienso, rozarse no calza exactamente dentro del verbo conocer.
Conocer: verbo transitivo- Tener información o conocimiento profundos y con experiencia directa sobre algo.
Bajo esa lógica, claro está, no nos conocimos, pues solo nos rozamos. Pero, si fue así, ¿por qué es que te recuerdo? Si te recuerdo es porque tengo cierta información tuya en mi mente. Recuerdo que te roce y de inmediato solté el té piteado que sostenía en la mano. Sentí una elevada frecuencia que llegó desde la curvatura de tu espalda hasta mi codo y transitó, como pez dentro del agua, hasta llegar a mi mano caliente pero helada. El pescadito cayó hacia el pasto que, en ese entonces, estaba pajoso por la sequía. Capaz fue por eso que no te llegué a ver.
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