Manuel estaba a punto de cumplir cuarenta años. Los globos blancos colgaban como perlas en curvas acentuadas. Infinitos platos de cartón llenaban la mesa del lugar que arrendaron sus amigos por tres días. Un tipo de terno albo caminaba inquieto de acá para allá preguntando sobre anécdotas que la gente tenía con Manuel. Y se las contaban. Y la mayoría eran graciosas. Y la gente reía. Y Manuel los miraba. Se preguntaba porqué estaban todos tan felices aunque sabía que una de las reglas era jamás preguntarse algo así y que esa alegría era forzada. Lo sacaron a bailar y lo aplaudían, después lo llevaron a una habitación llena de cojines rojos y tuvieron sexo con él, porque era una de las reglas. Lo disfrutó, aunque no mucho, el viaje lo tuvo nervioso toda la noche. Finalmente salió una señora arrugada y seca y habló sobre lo linda que era la vida y la fortuna que aún bombeaba en su interior. El tipo de terno albo miró a Manuel y todos los ojos se voltearon también, como luces sobre un escenario.
-¿Aún te vas de viaje?
-Sí.
Manuel se abrazó con cada invitado. Subió, en medio de ovaciones, una escalera larga de peldaños altos y anchos que desembocaba en la puerta de metal que a Manuel se le hizo pesadísima. Alguien preguntó porqué no llevaba maletas, lo hicieron callar, y ,cuando la puerta se cerró, quitaron los globos y los platos. Un hombre de bata blanca apareció al final de los peldaños anunciando que el procedimiento había terminado. Y dejaron que los invitados lloraran por dos días.
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