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Ha llegado el momento, creo que ya he sido moldeado por la atmósfera Codinenca. Ya era hora. Siento que de alguna manera ya pertenezco a sus entrañas como un embrión pertenece al organismo que lo nutre. El hecho cotidiano de transitar por sus parajes más la óptima actividad que en su centro neurálgico se desarrolla crea, en el hombre o mujer que habite en ella, una acomodaticia homeostasis que le centra los sentidos y, lo más importante, le enlaza al progreso natural de envejecer dignamente rodeado de unos condicionantes relajados y, para el más avispado, contemplativos.

Doy por hecho que el cerebro que resida en este bello pueblo y se deje llevar por sus excelentes brisas puras y limpias, sus callejuelas estrechas y empinadas, y por los senderos montañosos que lo rodean, poco a poco conseguirá establecer un vínculo con él, un engarce con su telurismo, en fin, con su idiosincrasia, como todo poblado que se halle en consonancia con la tierra, el sol y las estrellas lejanas. Somos polvo de estrellas, declaró Carl Sagan, y aunque corto veredicto, importante sentencia para comprender la perentoria necesidad de concebirse parte de una naturaleza que se expande por los infinitos más incolumbrables.

Gracias a la llegada a Sant Feliu de Codines, cuando mi estado mental era paupérrimo, me topé de bruces diariamente con un macizo montañoso que mi nueva terraza brindaba a mis ojos, ojos acostumbrados a ver desde su ya anterior balcón encajado dentro del bloque de sesenta vecinos (repito y lean de nuevo, sesenta vecinos) balcones/cajoneras de siniestras formas cuadriculadas y líneas de una antinaturalidad exasperante. Una ofensa al desorden morfológico equilibrado que uno observa en todo rincón salvaje, en cualquier nube solitaria, en cualquier enfoque profundo de una lente que bucea en la vida microscópica.

Gracias al cambio rotundamente a mejor de un pueblo como éste que aún posee la oportunidad de dejar a un lado las mortales formas que se multiplican y expanden arquitectónicamente como un tumor imparable impidiendo la libre circulación de los paisajes que la inteligente naturaleza nos expone con sus creaciones inspiradas, he podido comprender la importancia del entorno como un repositorio donde poder extraer enseñanzas, conocimiento, alegría, paz, un sin fin de ilimitadas novedades cromáticas, olfativas, táctiles y, lo mejor de todo, la novedad de darse cuenta que uno mismo es parte de ello y, por consiguiente importante y, como consecuencia de esto, proclive al cambio, al tránsito, a la bendita impermanencia.

Y todo lo que acabo de escribir, mi antiguo balcón/cajonera con vistas a la permanencia estructural de los edificios colindantes me impedía asimilar la interconexión de mi cuerpo y de mi mente con la realidad efímera. Ese entorno artificial me confundía distorsionando la inherente capacidad que albergamos de fusión con el cosmos. Y dejando de lado el misticismo que puede crear esa sensación de unidad, vuelvo a un científico renombrado: Somos polvo de estrellas.

Cuanto más sentimos que pertenecemos a un lugar, en este caso Sant Feliu de Codines, más facilidad para quererlo y protegerlo surgirán espontáneamente. Cuando el lugar donde habitas no es excesivamente extenso, las acciones que efectúes en él serán más individuales, digamos que podrás imprimir mejor tu huella. Cuando de otro modo se quiere, y no lo dudo, a grandes ciudades y uno trata de ayudarlas, seguramente u obligadamente dentro de instituciones y burocracias borrascosas, se echa al traste esa pátina de personalidad creativa que en un lugar ligero de gentes se puede conseguir.

Opino que el sentimiento de pertenencia que en un poblado se siente nunca podrá compararse con el sentimiento que existe en los habitantes de grandes ciudades. Aquí, por ejemplo, si uno ayuda y trata de mejorar el entorno o desarrolla cualquier acto social que se proponga, ya de antemano conoce a las personas y posiblemente sus historias personales y con ello el impulso social de justicia y dignidad sin duda será más potente y reconfortante tanto como para el ejecutante como para el destinatario. Esta situación solo se podrá dar en pueblos donde el número de habitantes y su extensión física no supere a la capacidad del cerebro para abarcarlos a todos y concebirlos como una gran familia.

Si yo esta tarde me voy a dar un paseo por la puerta del Ángel de Barcelona y, continuamente me cruzo a una distancia de choque, rozando las vestiduras con gente que ni me mirará a los ojos y, por supuesto, ni hablemos de saludarme, una gran turba de gente removiéndose compulsivamente como espermatozoides, crea un ambiente sistémico perjudicial donde los protocolos de respeto social se extinguen, son eliminados por la contradictoria escena típica de una gran masa, que estando muy cerca de sus semejantes, a la vez están abrumadoramente distanciados.

Yo he llegado a saludar a un hortelano que labraba su terruño a una distancia muy lejana y, con un berrido corto pero contundente, éste se da cuenta de mi presencia, deja el pico y, con una sonrisa que a duras penas puedo vislumbrar, me saluda con un aspaviento circular con una de sus manos.

Eso es la leche amigos y uno se despide del labriego con la paz de espíritu del que ha concluido un saludo sincero, un tradicional acto de humanidad, de camaradería. Es tan cercana la comunión y a la vez tan lejana, que me siento como un perro que le huele el trasero a otro y arguyo, ahora mismo, que el saludo en los pueblos se acerca al íntimo contacto que los canes tienen con los ojetes de sus iguales. Yo huelo los culos de mis saludados en Sant Feliu.

Qué mejor para comprender las vicisitudes de tus vecinos sabiendo si comen fuerte en los desayunos o más bien si son de esos que ayunan intermitentemente y el esfínter mañanero aún no ha recibido la descarga habitual vespertina, que indudablemente deja una película oleosa que un olfato fino y deductivo puede discernir entre diferentes alimentos digeridos. Hay que fraguar esa confianza antihigiénica que nos hizo seres sociables, personas predispuestas a acercarnos y conocernos exponiendo lo peor y mejor de cada uno. El anti postureo es marca exclusiva del mundo animal y, si para ello mi perro decide husmear cerca de la cloaca de otro, sin desdignificarse ni mucho menos, ¿por qué no copiamos metafóricamente ese tipo de comportamiento íntimo tratando de profundizar en la relación con las personas y con nuestro alrededor? ¡Sí! yo no saludo, huelo los culos, exacto, esa será la gran diferencia entre las ciudades y los pueblos, ahora mientras escribo lo entiendo todo mucho mejor, es pura biología.

¡Ay Sant Feliu cuantas cosas me quedan aún por aprender de ti! Cuanta sabiduría desprendes, cuanto amor destilas, que alegría poder criar a mi hijo en tus posaderas, en fin Sant Feliu, gracias por todo y no dejes que se altere tu fisonomía, convirtiéndote en una copia barata de pequeñas ciudades que se autodestruyen perdiendo su esencia por el bien de un progreso disparatado que debería de ser rectificado cuanto antes. Que no te arrebaten tu duende, tus diferencias, tus singularidades.

Basta ya de proyectos que solo están pensados en la llana practicidad, en un beneficio monetario obsesivo que con el tiempo nos acarreará problemas a todos, y que destruyen la sana construcción de las personas que por necesidad acuciante necesitamos vivir en un entorno benéfico para el buen desarrollo de nuestros organismos. Deberíamos de revertir la barbarie aniquiladora que el hombre ha desatado en nuestro planeta, que es ya de una paroxismo sin precedentes. Nos creemos poseedores de una barca de Noé que en el último momento nos salvará, algunos creerán que será la ciencia, otros la suerte y muchos más ignoran que vayamos a necesitar barca alguna para sobrevivir.

Dentro de no mucho tiempo, el dique que nos mantiene justamente ignorantes sobre los problemas que nos acechan rebosará y su desbordamiento golpeará con fuerza y, aún así preferiremos ser arrastrados por la tromba y que ya se apañen las generaciones venideras. Una actitud cortoplacista debidamente introducida por el capitalismo salvaje y sin riendas que lo domestique.

Buen viaje.

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