El hombre, sentado sobre el sillón, estiró los hombros en señal de cansancio. Habían transcurrido muchas horas desde que había tomado asiento para iniciar el reporte que redactaba. Había dado instrucciones de no ser molestado y pasó el cerrojo para asegurarse de que nadie entrara, sorpresivamente, a su alcoba. El aire circulaba poco en la pequeña habitación en la que se encontraba, y el abanico, a su lado, era el único alivio para reducir el flujo de sudoración que humedecía su frente y axilas.
Acercó la luz de la lámpara y luego reposó sobre el escritorio sus manos bien cuidadas. Los dedos, regordetes, lucían uñas tratadas con manicure y esmalte transparente. En el dedo anular de su mano derecha brillaba un anillo con una enorme piedra rojiza de ópalo, y en su mano izquierda lucía una pulsera de hombre, oro catorce quilates, que le rodeaba la muñeca.
Ajustó sus espejuelos gruesos sobre la nariz ancha con un movimiento rutinario y rápido, que acostumbraba a hacer en los momentos de tensión. Realizó otra lectura crítica del texto que había redactado, antes de tirar de la última página con copia en carbón, que se encontraba atrapada por el rodillo de la máquina de escribir.
Era un individuo afable, observador, reservado. El escribir con fluidez no era uno de sus dotes. Era un juez riguroso consigo mismo y con los escritos que producía, los cuales, en su opinión, no debían lucir como escuálidos reflejos de una persona carente de aptitudes. La tarea le hubiese resultado mucho más fácil, de no preocuparse tanto por incluir minuciosamente cada mínimo detalle de sus observaciones, anotados en el manuscrito. Pero era un hombre de hábitos grabados por el tiempo. Le mortificaba el ejercicio de concentración y esmero al que se sometía, pero lo justificaba para sí mismo como tributo necesario, a fin de obtener reconocimiento por parte de sus superiores.
Una gran parte de los hombres y mujeres que desempeñaban funciones similares a las de él, eran identificados en la nómina de pago tan solo por letras, sin nombres ni apellidos. En su caso eran tres letras: C.C.T. Antes de ser aceptados para servir en la institución, previamente, los candidatos eran cuidadosamente examinados, y sus características de personalidad, virtudes y debilidades, formaban parte del perfil que la institución analizaba meticulosamente como condición para ofrecer una posición. Las virtudes de C.C.T. complementaban otras cualidades nada menospreciables y útiles para el desempeño de su labor. Una cualidad, en particular, resaltaba idónea para su empleador: C.C.T. poseía escrúpulos más pequeños que un escarabajo.
En la voz popular, a la gente como él se les llamaba calié, un vocablo utilizado para describir a los informantes de la tiranía. No le importaba. Sus acciones no eran motivadas por convicciones políticas. Simplemente veía con satisfacción cómo llegaba regularmente un cheque del gobierno al final de cada mes, que le permitía una vida, no de lujos excesivos, pero suficiente para satisfacer sus necesidades más perentorias, así como ciertos gustos más pretenciosos. Complementaba sus ingresos con otras actividades como pequeño comerciante.
Sabía que un calié debía ser cuidadoso, pues si su verdadera identidad era develada, perdía su utilidad para el gobierno, y los cheques dejarían de llegar. Además, podía contar con el rechazo de amigos y familiares. Ser calié podía ser un negocio bastante lucrativo, dependiendo de la importancia de la información que pudiera revelar y del lugar donde se encontraba. Un calié residente en los Estados Unidos recibía el pago en dólares, el cual, usualmente, era mayor, comparado con los ingresos de un delator local.
Él recibía su pago en pesos dominicanos. Residía en Ciudad Trujillo, la capital del país. Trataba de guardar un perfil bajo, se cuidaba de no revelar un tono exageradamente inquisitorio al colocar preguntas dentro del flujo de una conversación para lograr extraer información sin que su interlocutor lo percibiera. Se sentía seguro de que nadie sospechaba de su tenebrosa labor.
En esta ocasión, no revelaba información sobre sus amigos o conocidos, como le había tocado hacer en otras ocasiones. Se trataba de una persona ajena a su entorno inmediato. Al final del informe que estaba a punto de enviar había colocado las mismas tres letras con las que endosaba los cheques: C.C.T. El manuscrito en el cual basaba su informe contenía el más reciente resultado de sus últimas pesquisas. Le habían ordenado seguir sigilosamente a un potencial desafecto del gobierno y, entre otras cosas, consignaba:
«Abril 12, 1959
… A pesar de que con la oscuridad se hacía difícil identificar y acechar al sujeto en cuestión, logré seguirlo sigilosamente mientras atravesaba las calles del barrio en el que reside. En parte, la oscuridad de la noche y la poca iluminación me ayudaron a mantenerme inadvertido durante la jornada de investigación. El sujeto, vestido con una guayabera blanca y pantalones marrón oscuro, visitó la casa ubicada en la calle XXX, número XXX, a la cual arribó a las 8:00 p.m. Me oculté tras un árbol para que el sujeto no notara mi presencia. Permaneció allí hasta las 9:30 p.m. Visitaba a la Srta. XXXX, la cual, según pude enterarme, también ha hecho pronunciamientos en contra del gobierno en lugares públicos. No me sorprendería si en esa casa se realizan tramas para derrocar o desestabilizar el gobierno del excelentísimo Señor Presidente y Benefactor de la Patria. Considero pertinente…»
C.C.T. introdujo el informe en un sobre, y colocó adicionalmente una hoja en blanco, para cubrirlo, como medida de precaución, cerciorándose que su contenido no trasluciera a través del sobre. Colocó un sello de correos y se aseguró una vez más de que el sobre se encontraba herméticamente cerrado.
No sabría si sus reportes conllevarían al apresamiento de las personas que él, empujado por la vanidad, el deseo de sentirse importante y la necesidad de justificar su salario, implicaba en ocasiones de forma exagerada. Si hubiese tenido un corazón compasivo, quizás hubiese sido diferente, pero cuando se tienen escrúpulos de escarabajo, esas cosas poco importan.
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